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Operación masacre: La vida y la seguridad tras los crímenes de San Miguel del Monte
¿De qué hablamos cuándo hablamos de seguridad? ¿Qué significa cuidarse? ¿Cómo desarticularon los vecinos una trama policial y política de impunidad? De San Miguel del Monte a la experiencia del Control Popular de la policía, pasando por las Madres de la Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil, una crónica urgente cargada con dos palabras: Nunca Más. LUCAS PEDULLA
Son las cinco de la tarde en San Miguel del Monte cuando Nicolás Sansone llega a la Plaza Alsina, saluda a sus amigos acariciando las yemas de sus dedos y luego chocando puños con puños. Así se suma al santuario: el anfiteatro de la plaza a la que su hermano Danilo, de 13 años, llegaba todas las tardes a jugar a la pelota, andar en skate y rapear. “Y a ser feliz”, agrega Nico, 17 años, el mayor de los diez hermanos Sansone. Es lunes, y las familias llamaron a un abrazo tras la Masacre de San Miguel del Monte, frente a una Municipalidad custodiada por efectivos policiales.
“Es como una provocación”, resumen los vecinos y las vecinas que, de a poco, y a medida que cae el sol en una plaza golpeada por el frío, se acercan y despliegan los carteles con los rostros de Danilo, Camila López (13), Gonzalo Domínguez (14) y Aníbal Suárez (22), y que colocan alrededor del anfiteatro en cuyo centro hay dibujado un pañuelo de las Madres de Plaza de Mayo y escrito en grandes letras blancas: “Nunca Más”. Allí también pegan fotos de Rocío Quagliarello (13), la única sobreviviente del Fiat 147 Spazio que chocó contra un camión en la colectora de entrada de la Ruta 3 tras la brutal balacera de los efectivos de la Policía Bonaerense ocurrida el 20 de mayo, y que hasta el cierre de esta edición se recuperaba favorablemente: su familia le llevó una pizarra por si quería escribir algo, porque todavía no puede hablar.
Como todas ellas, los Sansone son una familia humilde. “Mi viejo vende carnada a la orilla de la ruta”, relata Nico. “Va al Riachuelo a sacar mojarritas. Y después, todo el día paliando para sacar lombrices”.
De fondo se escucha el rap y freestyle que improvisan sus amigos, mientras otro hace beatboxing de base y otros más practican parkour, una disciplina física que consiste en realizar acrobacias para superar los obstáculos urbanos. “Mi hermano era un pibe sano, muy familiero, y le encantaba estar acá. Le iba muy bien en la escuela aunque rezongaba para levantarse temprano”. Mauricio Sansone, su primo: “Y era muy solidario. Algunos de los pibes que ves acá están en situación de calle. Y él los llevaba a su casa a vivir con ellos semanas, les daba comida y conseguía comida para traer acá”.
Nicolás dice que así, de esta forma y en la plaza, es la mejor forma de recordarlo. “Estamos destruidos, pero hay que salir adelante. Ponerle fuerza, garra y que se termine de hacer justicia bien. Acá todo es sano. No hay ningún desastre. Salvo la policía”.
Mauricio brinda un dato que ilustra la descripción de lo que viven los jóvenes en Monte: “Danilo llegaba a veces corriendo porque la policía lo perseguía hasta la casa”.
¿Ese hostigamiento es nuevo?
Nico: Siempre fue así. Se cargaban a los pibes, los llevaban a la comisaría y los cagaban a palos. No sé qué se piensan que son. Pero esta vez les salió mal. La lástima es que tuvo que pasar esto, que se mueran todos los pibes, para que se den cuenta de una vez.
Silencio.
Nico se despide acariciando la yema de los dedos y luego chocando puños.
Después, se sumerge en el santuario.
Infierno grande
La masacre cambió la vida de San Miguel del Monte para siempre. En este municipio de poco más de 20 mil habitantes, uno de los más viejos de la provincia de Buenos Aires, cada dos comercios, kioscos, carnicerías o garajes, hay pegada la misma foto de Danilo, Gonzalo, Camila y Rocío juntes, sonriendo. Es lo primero que se ve –por ejemplo- en la puerta de vidrio del kiosco de Néstor, nacido y criado en Monte, que dice que ya nada será lo mismo. “Qué querés que te diga… Uno de los chiquitos, Gonzalo, era amigo de mi sobrino. Misma edad. Venía a casa siempre”.
Se emociona. “Es increíble la masacre que hicieron estos hijos de puta. Ahora, te digo algo: también depende qué campana escuches. O si no, mirá esto”.
Néstor señala la televisión, ubicada arriba de una góndola de bizcochos. Está mirando Crónica TV y el móvil está transmitiendo en vivo desde San Martín. El título del videograph: “Persecución, tiros y muerte”. La entrevistada habla de Diego Cagliero, un joven de 30 años que murió baleado por la Bonaerense mientras viajaba en una camioneta con siete amigos, en la localidad de Martín Coronado. Como si fuera un deja vú, Néstor mueve la cabeza de un lado a otro: “Es de no creer”.
Vecinos en acción
En la causa judicial que instruyen el fiscal Lisandro Damonte y la jueza Marcela Garmendia, hay 13 detenidos. Uno es el secretario de Seguridad del municipio, Claudio Martínez, por encubrimiento, lo que subraya la responsabilidad política en la trama que se buscó construir al comienzo. Los familiares aún piden explicaciones a la intendenta Sandra Mayol sobre por qué llegó antes que nadie al hospital tras el operativo. Muchos exigen su renuncia. La bronca creció luego de que en las últimas semanas se difundiera una foto suya abrazada al ministro de seguridad bonaerense Cristian Ritondo.
Al cierre de esta edición comenzaban los peritajes sobre teléfonos y redes sociales de les jóvenes y los detenidos, a fin de determinar algún dato para continuar la reconstrucción de los hechos. Las familias tienen un eje claro: gatillo fácil. Las detenciones van en esa línea: cuatro policías están imputados por “cuádruple homicidio doblemente agravado y tentativa de asesinato” y otros ocho por “encubrimiento agravado y falsedad ideológica de documento público”.
Esa trama quedó al descubierto por el rápido accionar de los vecinos. Uno encontró los casquillos de los disparos y se los dio a un familiar. El camionero contra el que impactó el auto se negó a firmar el acta de la declaración porque los policías escribieron “estruendos” cuando él había dicho “disparos”: se fue a declarar a sede fiscal. Más de 38 vecinos se acercaron a testimoniar. Y el empleado municipal del Centro de Monitoreo Alexis Rodríguez difundió los videos de las cámaras de seguridad que demuestran la persecución a los tiros. La Municipalidad lo suspendió en sus funciones.
Las familias pidieron públicamente su reincorporación.
La escena del crimen
Son las dos de la tarde y en San Miguel del Monte la mayoría de los negocios cierran; casi no hay autos en la calle. Por la zona de la costanera, el camino que rodea a la bella laguna fue uno de los recorridos del Fiat 127 Spazio de Aníbal, perseguido a balazos por los patrulleros. Ahora hay silencio en medio de una bruma que sólo es rota por los cantos de los pájaros. Lo invade todo. Hay algunos pescadores, que miran el agua gris, casi sin moverse por el frío. Algunos niños andan en bici, otras chicas en skate.
El camino que rodea a la costanera desemboca en la colectora de la Ruta 3. Por allí dobló Aníbal, en el tramo final de la persecución poicial. En la esquina hay un almacén. Dos chicas atienden. Le pregunto a la más joven si nos puede indicar el lugar del choque.
Ella se tapa la boca, sus ojos se llenan de lágrimas. “Es en la otra esquina”, señala.
¿Conocías a los chicos?
La joven se quiebra: “El que manejaba era mi novio”.
Corre adentro del comercio.
Silencio.
Lorena es la otra mujer que atiende el almacén. Se limpia sus ojos con la manga del saco y llena el vacío: “Por eso lo que pasó cambió Monte para siempre: todos nos conocemos entre todos”. Cuestiona a los medios. “Dijeron muchas cosas. Por ejemplo: qué hacían con 12 y 13 años en un auto, tomando cerveza. ¿Qué tiene que ver? Yo a esa edad me rateaba. Pero, además, no es como Buenos Aires: acá salimos a cualquier hora y volvemos a cualquier hora, y no pasa nada. Fue la policía. Punto. Ojalá haya justicia y no la calesita de siempre: esos policías no eran de Monte. Espero que no los manden a ningún otro lado, para que sigan haciendo lo mismo que hacían y que hicieron acá”.
Apenas a una cuadra está la esquina en la que el Fiat chocó contra el camión estacionado y se partió a la mitad. Frente a la escena del crimen, una rotisería. Atiende María: “Fue justo acá. Ahí, en la puerta, estaba estacionado el camión. A las 12:11 había llamado a la patrulla porque me tapaba toda la entrada. Me fui 12:30. Habré llegado a mi casa doce minutos después. Entre ese lapso y la 1, escuché los disparos. Disculpen que me emocione: mi nuera es prima de Rocío. Somos familia. Hacían feria americana en mi casa. Imagínense. Una locura, porque nosotros veíamos al patrullero y nos sentíamos bien, tranquilos. Una locura: los que nos tienen que cuidar no sólo no nos cuidan, sino que nos mataron a los chicos”.
La mejor forma de cuidarse
En Plaza Alsina la perspectiva es otra. “Nuestra seguridad está acá”, dicen Rodrigo (16), Tomás (17), Demian (22), Federico (14), William (19) y Elena (17), algunes de les jóvenes que se juntan allí todos los días. La plaza que fue escenario de festivales de rap hoy lleva escrita en el cemento de su anfiteatro y de sus bancos, con liquid paper, tiza o fibrón, el peso de este dolor:
- “A los pibes los mató la policía”.
- Justicia por Danilo, Gonzalo, Camila y Aníbal”.
- “Fuerza Ro”.
- “Los policías me arrebataron un amigo”.
Esa cartografía de abusos y hostigamientos policiales es la que estos jóvenes revelan que explotó de forma trágica el 20 de mayo. Sus voces individuales componen un registro colectivo de la memoria de sus amigos y amigas, pero también de la violencia policial que padecen de forma sistemática todos los días. “Los chicos eran como nuestros hermanos. Venían siempre, pasábamos momentos lindos, venían a casa. Lo único que queremos es justicia. Por ellos y por nosotros, porque hay más de uno en Monte que está amenazado”. Ubican que esa violencia comenzó a intensificarse desde hace un año. “Siempre había un policía que te trataba mal, que te pecheaba, que se abusaba de su poder”.
Les jóvenes organizan festivales de rap y freestyle en la plaza. Danilo era uno de los participantes: en una de las últimas ediciones había salido cuarto entre dieciséis. “Era muy bueno: se notaba que le gustaba”. Pero, de a poco, los encuentros empezaron a ser mal vistos por los efectivos: “Decían que nuestros eventos propagaban el odio a la policía, que había alcohol y drogas, pero nunca hubo nada. Nadie borracho, ninguna pelea. Nosotros mismos cuidábamos la plaza. Todo era muy familiar”.
Todo empeoró cuando llegó al pueblo el Grupo de Apoyo Departamental (GAD) de la Bonaerense. “Innecesario, porque somos una ciudad de 20 mil habitantes. Podemos dejar la bici acá que nadie la roba. Dormíamos con la puerta abierta”. La tranquilidad empezó a desaparecer. “A mí me paraban a identificarme dos o tres veces en el día y en la misma cuadra. Todo por portación de rostro”.
Otro: “Estar e irte de la plaza era sinónimo de hacer algo malo”.
Otro: “Uno de nuestros amigos en común está entre los testigos. Intentaron matarlo. Lo encerraron en la cuadra de mi casa. Me golpeó la puerta desesperado, muy asustado. Me preocupa, porque lo tenemos que cuidar. Ahora todos nos estamos preguntando entre nosotros cómo estamos, dónde andamos, si llegamos a nuestras casas”.
Otro: “Están pendientes de que no tengamos a nadie que nos cubra, que estemos solos, sin nadie cerca. Por eso, cada vez que alguien está solo en la plaza, nos comunicamos para empezar a acercarnos. Piensan que somos todos chorros, faloperos. Últimamente, cuando empezamos a rapear, se paran dos patrulleros, uno en cada punta de la plaza, y nos miran. Nada más estamos tirando free, disfrutando el tiempo”.
Otro: “En una fecha se juntaron 300 personas. Los policías daban vuelta la plaza. Si alguien salía a comprar algo, lo paraban. Te vimos consumiendo, les decían. Todo mentira. Un día me encerraron en la zona de la comisaría, me querían meter para adentro. Y a veces tenés que correr. Pero te da miedo. No sabés si quedarte y que te metan y te caguen a palos, o correr. Fijate lo que pasó”.
Otro: “Un día estaba yendo a la escuela. Tenía clase de química. No tenía materiales. Mi primo, que va a la universidad, me prestó tubos de ensayo. Me pararon en la zona de la laguna. Empezaron a decir que era para preparar droga. ¿Sabés qué hicieron? Me tiraron la mochila al agua. Perdí todo”.
Otro: “Y ahora te sacan la plata, el celu, y te lo revisan. Te revisan todos los contactos”.
Las denuncias siguen, como una máquina de realidad que viven los jóvenes.
Las madres del gatillo
El jueves 23 de mayo, cuando la masacre de San Miguel del Monte llegó a todos los canales de televisión, Mónica Alegre también gritó. Después de 10 años de exigir justicia por su hijo, Luciano Arruga, entendió al instante qué era lo que había que hacer. “Tenemos que organizar una marcha”, propuso en el grupo de WhatsApp de la Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil. Eran las once de la mañana. A las once de la noche ya habían conseguido el sonido para la movilización a Plaza de Mayo, que pudo realizarse al día siguiente.
Una de las respuestas que recibió era que tenía que convocar ella para que se lograra movilizar más gente. Pero, para Mónica, la cuestión no pasa por ahí. “La marcha nacional no es Mónica Alegre, mamá de Luciano Arruga: la Marcha Nacional somos todas. Todas parimos de la misma manera, nos costó, los llevamos nueve meses, ninguna sufrió más o menos, pero todas perdimos a nuestros hijos. Y todas tenemos el derecho a la palabra, porque la encontramos allí”.
La Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil tuvo como referencia la Marcha de la Gorra, en Córdoba. Este agosto será su quinta edición. La cuarta, en 2018, fue masiva, y no sólo sorprendió -hasta a los familiares- el abrazo que recibieron, sino quiénes eran las que estaban en la cabecera: todas madres. “La construcción la vemos así. No construimos ni una, ni dos, ni tres: somos todas. Cada una lleva la foto de su hijo y su remera, pero en la bandera no hay nombres: dice Marcha Nacional contra el Gatillo Fácil. Y, ahí, están todos. Es una forma de sentirnos unidas e identificadas. Y entonces yo no soy la madre de Luciano Arruga: soy la madre de la Marcha Nacional”.
Mónica habla en el Espacio Social y Cultura Luciano Arruga, el exdestacamento policial donde torturaron y vieron a su hijo por última vez con vida, el 31 de enero de 2009. Por eso también venimos a La Matanza: qué significa ese nuevo colectivo, ese nuevo abrazo, esa nueva palabra.
Por eso, Mónica acentúa sus palabras. ¿Qué significa esa identidad? “Cuando la ves a Nora Cortiñas, algunos sabemos que es la madre de Gustavo Cortiñas. Pero ella es la Madre de Plaza de Mayo. Nosotras tuvimos esa formación. Fueron nuestras maestras. Si pudieron cambiar la historia y marcar una línea de lucha en una época terriblemente difícil, ¿cómo no vamos a poder nosotras?”. Reconoce que ella y su hija, Vanesa Orieta, estuvieron muy solas cuando comenzó el pedido de justicia. “Si hubiese existido algo como la Marcha Nacional, habríamos estado más acompañadas”.
Reconoce también que ese camino es el motor para otras familias que recién lo inician. Cómo se conectan: “Quizá suene tonto, pero cuando empezamos este camino, que nosotras no decidimos sino que nos lo impuso la violencia del Estado, estuvimos muy solas. Y, a veces, una simple llamada o una palabra de aliento significa mucho. Creo que ahí empieza el trabajo de las Madres de la Marcha Nacional, en decirte: te entiend, acompaño tu lucha. Palabras insignificantes para otras personas, pero tan importantes para nosotras, cuando estamos solas. Mirá que simple, pero mirá qué importante. Y es el primer paso. Después: ¿nadie te acompaña? Bueno, hacé una radio abierta. Una chocolatada. Una reunión. Lo que quieras: visibilizá la cara de tu hijo, tu lucha, sin importar si son 5, 10, 20 o 2. Visibilizá. Hacé. No hace falta estar en Buenos Aires: hacelo en Tucumán, en Santiago del Estero. Pero hacé. Eso es lo que transmitimos a las madres: que activen. Y nosotras, que lamentablemente hemos encallecido nuestro dolor y tuvimos que salir a decir que nuestros hijos no eran esto o aquello, le hacemos entender a esas mamás que sus hijos no son ni fueron culpables: son víctimas”.
Marca personal
Una bala de la Prefectura Naval Argentina (PNA) mató a Kevin Molina, un niño de 9 años de la organización La Poderosa, en el barrio Zavaleta, al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Fue el 7 de septiembre de 2013. El grito de dolor se escucha todavía hoy en la Plaza Kevin, corazón del barrio. “A nosotros las fuerzas nos habían matado tres compañeros en un año: Aquiles, Ezequiel y Luisito”, dice Fidel Ruiz, 24 años, uno de los jóvenes referentes de la organización. “Había muchos casos en donde la justificación era que tenían 15 ó 16 años y que en algo andaban. Pero Kevin fue bisagra: tenía 9 años, ¿cómo iban a justificar eso? Ahí nos empezamos a organizar en seguridad, cansados de todo”.
Cansados de todo, de la violencia y de la falta de respuestas, crearon ellos mismos la propuesta: Control Popular de las Fuerzas de Seguridad. Al comienzo montaron una caseta, como la de cualquier fuerza, en la entrada del barrio. Pero era algo más: como la plaza de Monte, era una forma colectiva de salir del silenciamiento de las violencias cotidianas.
Fidel recuerda: “En el 2001 tenía seis años: a las siete de la tarde teníamos que volver corriendo con mis amigos a nuestras casas porque la Federal pasaba a los tiros. A los 12, vivimos cómo nos cagaban a palos. Y esas situaciones vos no las contás de entrada, porque también hay épocas en las que podés contarlo. Hoy tengo 24 años, milito, pero cuando tenés 12, 13 ó 14, todo se te pone en duda, pero no tanto por tu familia, sino por la sociedad en sí. Es la pregunta constante que te hacen sentir: ¿qué hicimos para que la policía nos haya pegado así? Vos pensá: desde los 12 -que es cuando sufrimos las primeras golpizas y muchos empiezan a robar- hasta los 18 -cuando viven su vida más en la cárcel que afuera-, es una franja en la que cuesta mucho hablar de toda violencia. Porque es cotidiana: vas al chino y ves al policía que te cruzó el auto y te puso contra la pared. Cuando la Gendarmería entró acá en 2011, muchos lo vieron con buenos ojos, pero sólo una generación realmente veía qué era lo que había detrás. Y era esa franja golpeada psicológicamente. Porque muchas veces nos duele más ese verdugueo que la violencia física. Es decir, que te digan falopero, chorro, negro de mierda”.
Cansados de todo, la organización quebró ese silencio, el más difícil.
No era sólo una caseta: era un grito de Nunca Más.
Fidel cuenta que el Control Popular en Zavaleta lleva ya seis años. No fue fácil: los vecinos tenían que marcarle al mismo prefecto que los había golpeado que no llevaba -por ejemplo- su identificación en el uniforme. “Pero lo hicimos, convencidos de que lo que ellos quieren es que sintamos miedo”.
¿Y qué se encontraron? “Otros vecinos a los que les pasaba lo mismo. A los efectivos les hablábamos con respeto, pero volvía la violencia psicológica: eras vos, de remera, short y ojotas, frente a un oficial armado. Se reían. Te insultaban: negro de mierda, ¿vos me vas a controlar a mí? Pero seguíamos caminando. Y, de a poco, te empezaban a hablar bien. Lo notamos mucho porque a veces no podían caminar ni al kiosco porque atendía uno de nosotros. Siempre desde el respeto, hacíamos marca personal. A veces, cuando tenía que entrar la ambulancia al barrio, recurrían a nosotros”.
Fidel ubica un período estable hasta 2015. Luego, ya con el cambio de gobierno y con Patricia Bullrich en el Ministerio de Seguridad, la violencia resurgió: se produjeron los secuestros y las torturas a Iván Navarro y Ezequiel Villanueva Moya, las golpizas y detenciones de Jésica y Roque Azcurraire y la campaña dirigida contra los referentes del espacio, que fueron detenidos durante la represión a las protestas contra la votación del Presupuesto. “Pero lo que logramos es que, ante cada cosa que pasara, los vecinos llamaran. Logramos instalar eso: eran los vecinos tomando fotos, filmando, y muchos que no participan en las asambleas, pero ese trabajo se vio reflejado en esas acciones”.
Los casos, sin embargo, también se replicaban en las asambleas de La Poderosa de todo el país. “Había que generar un dispositivo como en Zavaleta, pero atendiendo a los procesos y a las particularidades de cada territorio. Una cosa es Buenos Aires, donde mediáticamente podemos instalar un caso. En Córdoba, por ejemplo, un compañero se pasó la noche en una comisaría por filmar un operativo”.
¿Cómo nos cuidamos? Fidel no duda: “Creando e incentivando espacios donde los jóvenes puedan sentirse parte. Espacios que contrarresten las violencias cotidianas, no sólo policiales: el desguace de la educación, del sistema de salud público. Y, por sobre todo, la organización popular, más allá de los movimientos sociales. Porque hay que aprender de lo que pasó en Monte: fue la sociedad la que se organizó, se dio cuenta de lo que estaba pasando y desarticuló el encubrimiento”.
En Zavaleta, tras los secuestros de Iván y Ezequiel, también fueron las familias y los vecinos quienes recolectaron en 48 horas gran parte de las pruebas: fue el barrio organizado en función de que no se quebrara el grito que habían construido desde 2013.
Ese proceso terminó el 21 de septiembre de 2018 con la histórica condena a los seis prefectos. También fue histórica porque marcó que hay un límite a la violencia estatal. Es el mismo sentido que están construyendo Mónica y las Madres de la Marcha Nacional.
La verdadera seguridad
Volvemos a Monte, a la Plaza Alsina, al santuario, porque el final de esta crónica todavía se está escribiendo en terapia intensiva.
Entre skaters, freestyle y parkour, les jóvenes dicen: “Hay un punto de inflexión muy grande en Monte después de la masacre. Fue la gota que rebalsó el vaso, porque sufrimos un montón de situaciones que nunca nadie dijo. Y aprendimos dos cosas. Primero, que los medios hablan muchas estupideces. Tienen que ser más honestos: no puede ser que lo que digan dependa del canal en el que estén. Hay que dejarse de joder. Un poco más de compromiso. Segundo: no hay que esperar a que la policía nos cuide. Nos tenemos que cuidar entre nosotros. Porque si hicieron esto una vez, lo pueden hacer otra. Y capaz les sale mejor. Esto tiene que servir para que no pase más en ningún lado. No importa si es en Monte o en el Conurbano. Donde sea. No tiene que pasar. Porque, si no, ¿cuál es el verdadero mensaje que nos dan como seguridad? Y también nos preguntamos: ¿qué juventud quieren? La que queremos nosotros es una que se pueda expresar, que haga lo que le guste, como hacemos hoy y hacían los chicos en esta plaza siempre”.
Entre skates, freestyle y parkour, en la plaza donde están organizando un evento por el primer mes de la masacre de sus amigos y amigas, les jóvenes no dudan: “Esta es la verdadera seguridad”.
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