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Viaje al infierno: a 5 años de la muerte de Diego Borjas
La ex directora y un celador del Instituto Agote fueron procesados por la muerte de Diego Borjas, 17 años, incendiado en su celda. La historia familiar y una espiral de violencia que incluye al Estado. Un emblema del maltrato a menores de edad mientras, más que soluciones, se proyectan negocios inmobiliarios. LUCRECIA RAIMONDI
Don Sancho, Cuartel V, Moreno. En el cruce de las calles Malabia y Gabriela Mistral se termina el asfalto. Sobre Mistral hay una casa de ladrillos sólidos con una pequeña ventana a la calle y techo de chapa. La construcción se ve como una sola habitación. El ingreso es por una puerta de rejas que, para tapar la vista a lo que hay en el fondo, tiene una lona verde corroída. Es una de las casas de material más precarias de la cuadra.
Liliana y Francisco Basualdo llegaron a este barrio en 1978, cuando la última dictadura erradicó definitivamente la villa de Colegiales, en la Ciudad de Buenos Aires. La mayor parte de su vida Liliana la recuerda en Don Sancho. A los 14 años quedó embarazada por primera vez. Parió tres hijos que nacieron sietemesinos. El primero se llamó Diego y murió a los tres meses. La segunda hija -que tuvo a los 21- se llama Daniela, la crió sola y es la única que le queda con vida. Siete años después nació el tercero: Diego Iván Borjas. El bebé estuvo un mes en incubadora y los siguientes seis con respirador porque le faltaba madurar los pulmones.
La historia de Diego es tan sufrida como la de su madre. Pasó la infancia en Don Sancho, mayormente en la casa de Mistral. “En mi familia lo despreciaban. Todos se la agarraban con él”, recuerda Liliana. Ella es empleada doméstica, limpiaba casas en Capital. Se iba a las 7 de la mañana, volvía a las 9 de la noche. Daniela y Diego quedaban solos. O con Francisco, su abuelo, que los maltrataba, lo mismo que a Liliana.
La primera golpiza visible alarmó a las autoridades del Instituto Aguilar, donde Diego hizo la primaria hasta 6° grado. En la clase de educación física se quejó de que le dolía la espalda. El profesor lo revisó y detectó una marca violácea a la altura de los riñones. Su abuelo le había pegado con un palo de escoba porque pensó que Diego, de 7 años, le estaba haciendo burla. Durante la adolescencia ese vínculo empeoró: “La pasaron muy mal mis hijos con mi papá. Era un calvario vivir con él. Pero así y todo nos quedamos ahí. Como las mujeres golpeadas. No me quedaba otra”. Pudieron salir de allí cuando en 2010 Liliana compró un terreno apenas a tres cuadras y construyó su propia casa en Don Sancho. Fue un alivio.
Maldito momento
Diego era callado. No le gustaba hablar de sus sentimientos ni de lo que le pasaba. “Los amigos no existen”, cuenta su mamá que decía sobre la amistad. Los compinches eran sus primos Agustina y Sebastián, que tenían casi su misma edad. A los 12 años, acompañado por sus padres y tías, Diego pudo hacer sus primeros viajes a Capital. A los 15 se movía solo y empezó a salir con Sebastián, su primo dos años mayor.
“Nos descuidamos mucho en esa etapa, la adolescencia. Ahí empezó. Maldito el momento cuando Sebastián le dijo ‘vamos a limpiar vidrios’ y yo aflojé. De hecho, se me escapaba igual, porque yo me tenía que ir a trabajar”.
Liliana recuerda el último año de Diego, antes de caer preso: “Fue terrible, el peor. Las macanas se las mandaba cuando se empastillaba. Yo lo llamaba al primo, que vivía en Capital, diciéndole que Diego no había vuelto a dormir. Quería que lo traiga a casa. Pero Diego se escondía. Yo podía estar días buscándolo. Por eso a mí me molesta que digan que era un pibe de la calle, porque él tenía su casa, su mamá y su papá que lo buscaban”.
Diego comenzó a parar en la esquina de Córdoba y Jerónimo Salguero, barrio porteño de Almagro. Al principio eran viajes de ida y regresaba con su primo a Don Sancho.
Pero a los pocos meses empezó a consumir “de todo”, explica Liliana. Los días eran giras con regreso incierto. Dormía en un auto abandonado o en el piso de algún comercio. Podía estar semanas viviendo en la calle. Su papá se impresionaba cuando lo encontraba sucio, desprolijo, él que siempre había sido un chico obsesivo con bañarse, tener su ropa limpia y el pelo bien cortado.
Sin escape
Las caídas de Diego al Centro de Admisión y Derivación “Úrsula Inchausti” (CAD) fueron frecuentes desde 2012. “No me acuerdo cuándo fue la primera vez que lo busqué en el Inchausti, pero varias veces lo retiré. Una vez nos mandaron a una psicóloga y a un centro de rehabilitación, que después me llamaron para avisarme que se había escapado. No sé bien las causas que tenía. Él no quería hablar de nada, ‘ya pasó’ decía en el Agote cuando le preguntamos por qué había caído”.
En mayo de 2014 el juzgado de menores decidió su detención en el Agote. Entró por un intento de robo en banda. “No le gustaba estar encerrado. En mi casa vivía en el patio. Me acuerdo una visita que estábamos en el Agote, él miraba para todos lados y nos dijo ‘acá no te podés escapar por ningún lado’” recuerda la madre.
Estuvo seis meses preso, hasta que no aguantó más el encierro ni el régimen de premios y castigos. El 12 de diciembre de 2014, día que hubiera cumplido 18 años, se definía su detención. Diego quería festejar su cumpleaños afuera, en libertad. Murió diez días antes prendido fuego en una celda de castigo.
El peor final
Jueves 26 de noviembre de 2014. Lo despertaron a las 7:00, le dieron el desayuno. No se sentía bien. Las últimas semanas había estado irritable, contestador. No acataba las normas. Estaba enojado porque el juzgado le había negado la libertad y el traslado. La convivencia con los otros pibes era difícil. Quería salir. Lo llevaron a la escuela para cursar la única materia que había podido sostener y aprobar: Educación Cívica. En una reunión con un operador del instituto discutió y lo insultó. La vicedirectora ordenó a las 11:30 que lo apartaran de su sector por 48 horas.
Era miércoles, día de visita. A las 14 lo bajaron. Su hermana Daniela lo fue a ver y llevó a su hijo de 6 años. Recuerda que estaba “raro”. Mencionó que lo habían sancionado y que le pidió que avisara a su mamá que no podía llamarla porque estaba castigado. A las 17 el guardia lo llamaba y no se quería ir. Volvía y les daba besos, los abrazaba. Daniela le dejó un paquete de cigarrillos.
Lo llevaron de nuevo a la celda de “engome”: aislamiento en la jerga tumbera. Era de 3 por 1,80 metros, no tenía baño ni ventilación. Solo una pequeña ventana hermética. El colchón de la cama de hierro era de espuma. Diego tenía un encendedor. A las 18:30 la reja ya estaba con candado. Habitualmente los dormitorios se cerraban a las 22.
Según la causa, les dijo a dos jóvenes presos en una celda frente a la suya que iba a prender fuego algo, así lo trasladaban al instituto Roca o al Belgrano. A las 20 inició un fuego que se extendió hasta el colchón combustible. El guardia que debía estar supervisando el sector no estaba en su puesto y se había llevado las llaves. Diego no tenía escapatoria. Estuvo cinco minutos entre las llamas y el humo tóxico pidiendo auxilio a los gritos.
Martes 2 de diciembre de 2014. Instituto del Quemado. Tras cinco días de internación, Liliana se quería quedar en el hospital esa noche. No le importaba dormir un día más en la calle. Pero la convencieron de volver a Don Sancho. Llegó a su casa a la una, tomó unos mates. Se acostó con la ropa puesta y se durmió.
Soñó con Diego, vestido de blanco.
A las 4 la despertó su sobrina. La llamaban para que fuera urgente. No le anunciaron lo peor. Pero se lo imaginaba. Dormida, con lo puesto y destrozada volvió a Capital para reconocer a su hijo muerto. Diego Iván Borjas falleció “como consecuencia de congestión, edema pulmonar y de las quemaduras graves sufridas”.
Liliana recuerda que cuando Diego murió había unas mujeres en el hospital que, al verla llegar, se escabulleron. “No sé quiénes eran, si de la SENNAF (Secretaría Nacional de Niñez, Adolescencia y Familia) o del Instituto. No se me acercó ninguna. Eso me molestó. Me quedé sola en un rincón, no sabía para dónde disparar ni qué trámites hacer. Yo confié en la institución, pensé que le podía hacer bien. Su responsabilidad es que no me cuidaron a mi hijo”.
Los responsables
La Sala V de la Cámara Nacional de Apelaciones confirmó en noviembre el procesamiento de la entonces directora del Instituto Agote, Lidia González y del celador Eduardo Alberto Morales “por ser considerados autores penalmente responsables del delito de homicidio culposo” por la muerte de Diego Borjas. La Cámara dictaminó la falta de mérito para procesar o sobreseer a la vicedirectora y los tres jefes de seguridad. Queda abierta la investigación en su contra. El juez de instrucción Alberto Baños del Juzgado Nacional N° 27 había resuelto el procesamiento de los seis funcionarios por considerar que todos eran responsables.
Las principales acusaciones responden a que Diego Borjas estaba encerrado con candado antes del horario estipulado, en una celda de aislamiento de un sector en condiciones deplorables, cuadro que se completa con que el joven contaba con elementos prohibidos.
La sanción que le habían impuesto no fue correctamente supervisada y violó los derechos de detención del joven. La dirección había informado de incendios anteriores pero no solicitó formalmente el cambio de los colchones y las máximas autoridades de SENNAF tampoco se ocuparon de renovarlos. La requisa fue inadecuada y el personal de seguridad no estaba en su puesto para prevenir la situación de riesgo. La muerte de Borjas fue el resultado de variadas negligencias e imprudencias respecto de su cuidado.
El abogado Pablo Rovatti, titular del Programa de Asistencia y Patrocinio Jurídico a Víctimas de Delitos de la Defensoría General de la Nación, que representa a la familia de Diego Borjas, explicó a MU que la investigación no se limita a los directivos del Agote. Los funcionarios de la SENNAF y la DINAI (Dirección de Niñez y Adolescencia) eran los encargados de la compra de colchones y la supervisión de los mismos. El Agote había sido protagonista de sucesivas quemas de colchones en 2014: una en marzo, una en octubre, dos en noviembre (una, la que se cobró la vida de Borjas) y tres en diciembre. La DINAI y la SENNAF habían sido informadas de estos hechos y su recurrencia. Además, se habían iniciado actuaciones judiciales contra los jóvenes por estos incendios. Resultaba evidente que los colchones no eran ignífugos, que el producto retardante estaba vencido y que los adolescentes tenían a su alcance elementos capaces de encenderlos. Rovatti entiende que estas imprudencias fueron comprobadas y que “el efecto retardante no ha sucedido en ninguno de los dos casos (Borjas y Simone) ni en otros casos de incendios con menores, que milagrosamente no se cobraron más vidas”.
Al cierre de esta edición estaba por confirmarse si serán llamados a indagatoria los tres funcionarios que entonces ejercían cargos de alto rango en la SENNAF.
El juez Baños debe decidir además si corresponde citar a Gabriel Lerner, ex secretario nacional y posible candidato a ocupar nuevamente ese puesto en la gestión del actual presidente Alberto Fernández. También a Carlos Fagalde, entonces subsecretario de Derechos para la Niñez, Adolescencia y Familia de la SENNAF y la ex directora Alejandra Aguilar Paladino.
El contexto
La Procuración Penitenciaria de la Nación (PPN), que actúa también como querellante en la causa de Borjas, publicó un informe a partir de la información que brinda la Sección Penal Juvenil de la Policía de la Ciudad sobre sus intervenciones. Esta base de datos de la fuerza porteña reveló que durante el período junio de 2018-junio 2019 se registraron 2.064 detenciones a niños y adolescentes de entre 9 y 17 años.
Un promedio de 159 detenciones por mes y 40 detenciones por semana.
De esos niños, 400 fueron apresados solo en la Comuna 1, que agrupa a los barrios con más turismo en la ciudad. “En su gran mayoría, se trata de detenciones ante delitos contra la propiedad o vinculados con la ley de estupefacientes, y casi en la mitad de los casos, en grado de tentativa”, informó la PPN.
Según la Procuración Penitenciara hasta el 20 de noviembre de 2019 hubo un total de 56 niños y adolescentes privados de la libertad alojados en los Centros de Régimen Cerrado: 13 en el Belgrano, 29 en el San Martín y 14 en el Agote. El Centro de Admisión y Derivación Inchausti no posee las condiciones edilicias necesarias para resguardar a los niños y es considerado de tránsito. Sin embargo, hay casos de niños y adolescentes que permanecieron ahí durante meses detenidos, sin traslado ni acceso a la educación.
Códigos de silencio
La Comisión de Seguimiento del Tratamiento Institucional de Niños y Adolescentes de la Defensoría General de la Nación en su último informe de 2018 marcó que “los edificios donde se asientan los centros son muy antiguos y no se condicen con los estándares de derechos exigidos”. También que “continúa pendiente, y es de reclamo continuo por parte de la Comisión, la refrenda de las normativas de la SENNAF o, en su defecto, la aprobación de nuevas, en especial en lo que hace al marco normativo de los Centros Cerrados” respecto de las requisas, las funciones de los operadores y la organización interna de la seguridad.
La Comisión advirtió una disminución de las denuncias en instituciones penales, “que no necesariamente indica una reducción de los niveles de violencia, sino que podría denotar menores niveles de visibilización institucional de esas situaciones”.
De las entrevistas a los jóvenes detenidos surgió que “en la mayor parte de los casos, los adolescentes se negaron a formular denuncias por temor a posibles represalias y por los códigos de silencio que rigen en las instituciones de encierro”.
“El personal de seguridad tiene más poder que el profesional. Muchas veces eso dificulta el trabajo porque pareciera que quienes definen las estrategias de los pibes dentro de las instituciones terminan siendo más los encargados de seguridad que los operadores y equipos técnicos”, explica Romina Piccirillo, delegada general de ATE Consejo y trabajadora de la Defensoría de Zabaleta.
Además, Piccirillo destaca como alarmante que la gestión Penal Juvenil haya empezado a contratar personal de seguridad profesional para las direcciones de los institutos. Y agrega que tales funcionarios están muy vinculados a la gestión oficial del gobierno porteño, por lo que se quiebra el sesgo de autonomía que la ley impone para la regulación de los centros.
En 2014 murió Diego en el Agote, en 2015 Lucas Simone en el Roca. En 2016 las cárceles para niños pasaron a depender de Ciudad.
En este 2019 la Legislatura Porteña aprobó la venta de los centros. Justo el año en que avanzó la causa penal que intenta investigar a los funcionarios de la SENNAF, y que podría tener repercusiones sobre las condiciones de alojamiento. Además del negocio inmobiliario redondo que proyecta el gobierno porteño con la venta de los actuales centros, quedan las preguntas sobre cómo el Estado va a relacionarse con estos casos para no cobijar los infiernos y la impunidad.
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