Mu145
De rutas & gatos
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Veníamos atravesando la llanura chaqueña, cruzando una ruta frágil atravesando campos inundados devenidos en lagunas infinitas que amenazaban las banquinas de tierra oscura.
A los costados de esas banquinas, cada tanto, grupos de vacas muertas ornamentaban la desolación. Nunca eran menos de 6 o 7.
Como si se agruparan para morir.
Lo macabro y la tragedia.
En Villa Ángela, un playero de una estación de servicio nos contaba que habían rematado 5.000 (cinco mil) animales a precio vil porque estaban enfermos y maltrechos.
Comí verduras hasta que llegué a Lomas. Amé la lechuga como nunca en mi vida.
No sea cosa.
Uno sabe de la seriedad y responsabilidad social del empresariado nacional: la historia es muy ilustrativa al respecto.
Partimos de Villa Ángela y llegamos al norte de la bota santafesina, en el límite interprovincial.
Allí existe un pueblo: Gato Colorado. Un pueblo que se llama Gato Colorado merece ser visitado. Por muchas razones.
Gato Colorado está recostado sobre la ruta y en su entrada principal hay dos ¿esculturas? de gatos (colorados) mellizos que compiten en fealdad con el gato chino que mueve el bracito (o la patita sería en este caso).
Eran el horror del Corazón en las Tinieblas, la pesadilla de Joseph Conrad.
Entramos al pueblito, muy pequeño y en la hora de la siesta. Ni un perro que te ladre. Y si hay perro no te ladra.
La hora de la siesta es eso en nuestra tierra.
Frente a lo que sería la Plaza Central, despojada de ornamentos que la hagan sospechosa de fanfarrias y altanerías, estaba la comisaría.
Una maltrecha camioneta en la puerta. Nadie a la vista.
Entré. Quería saber el origen del nombre del pueblo. Las fuerzas de la Ley y el Orden podían ser una fuente adecuada. O la única.
Una joven agente estaba detrás de una máquina de escribir: una Olivetti Lexicon 80, noble bestia que alguna vez usé.
Recordé a Bradbury y Remedio para Melancólicos.
La agente apenas me vio entrar, se paró, no dudó en cuadrarse (¿por qué?) y me dedicó una espléndida sonrisa mientras me preguntaba qué deseaba. Le dije.
Se quedó paralizada como si le hubiese preguntado acerca de la secta de los Pitagóricos.
Largos segundos después arguyó que hacía 9 meses que estaba en el destacamento, que conocía muy poco, que la disculpara. Estaba realmente afligida. La tranquilicé respecto de su desinformación y volvió a regalarme su sonrisa iluminadora, como si la hubiese liberado de un papelón.
No era para tanto pero hay gente que se toma las cosas muy a pecho.
Hicimos una cuadra más y vimos a un hombre muy mayor que a paso manso cruzaba la calle.
Saludo de rigor y la correspondiente pregunta acerca del nombre del pueblo.
El hombre se sacó la gorra y con gesto pensativo se abanicó el rostro y me dijo: “Sabe, no tengo la menor idea” y sonrió como quien descubre aquello que no había pensado y le resulta divertido.
Agradecí.
Como yo había sido el propulsor de ir a Gato Colorado, empecé a ser sujeto y objeto de un bullying impiadoso de parte de mis compañeros de ruta que adjetivaban al pueblo y a mi persona con ignominia.
Admito que salvo el nombre, el pueblo carecía de lo que un pensador argentino denominó “atractividad”.
Giramos la plaza y en una esquina vi un comercio abierto tipo almacén. Dispuesto a no rendirme, bajé de la camioneta dejando las pullas detrás mío y encaré hacia el negocio. Al entrar, un cachetazo brutal de un olor ácido y nauseabundo me quemó las fosas nasales.
El negocio era un equivalente a los antiguos almacenes de ramos generales. El lugar estaba en semipenumbra y en el fondo del local, dos medias reses colgaban de ganchos.
El espíritu de Franz Kafka recorrió el norte santafesino.
La única refrigeración era un ventilador de techo girando a velocidad de minué.
Una señora alta y grandota me recibió con una sonrisa protocolar.
Reiteré la pregunta.
La señora me miró, miró hacia el vacío, tomó aire y me dijo que me iba a contar una historia que le había contado su abuela pero que su abuela había dicho que le parecían macanas.
Y que a ella también le parecía que eran macanas.
El misticismo, la tradición oral y la antropología al vertedero.
Josep Campbell y Mircea Elíade pegándose un corchazo en la rodilla.
Me contó la historia de un pelirrojo al que sorprendieron en un amorío clandestino o en una juerga pesada haciendo trampa (había dudas respecto de la situación) y que tuvo que huir ágilmente por una ventana como un gato.
Listo. La historia era malísima.
El silencio cubrió el fin del relato.
Las reses brindaban su aroma fétido sin reservas.
Recordé al playero de Villa Ángela.
Algunas moscas cercanas al tamaño de un hornero insistían, tenaces, en un amor imposible conmigo.
Valoré el esfuerzo de mi relatora y agradecí. No compré nada.
Mis compañeros de viaje rieron impiadosamente cuando subí a la camioneta y relaté mi última intentona: la insensibilidad matará este mundo.
Se sacaron fotos con los ridículos gatos de la entrada solo para humillarme.
Con todo éxito.
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