Mu151
Esa maldita rodilla
Crónicas del más acá, por Carlos Melone.
El aislamiento anti bicho me invitó a ajustar rutinas, crear otras e indagar acerca de mi deteriorada psiquis en el mundo infectado.
Al poco tiempo de estar encorsetado en mi casa, mi introspección me puso ante la evidencia de dos variables con la robustez de lo obvio: iba camino a aumentar entre 100 y 200 kilos y eso iba a ocurrir en estado de ebriedad perpetua.
Con fastidio empecé a desandar el camino de Santiago.
Trabajosos ajustes alimentarios y reducción (eliminación nunca) drástica de cerveza y Malbec.
Una tragedia griega.
Desarrollé una rutina gimnástica a fin de, al menos, detener la catástrofe calórica: botellones plásticos con agua como pesas tercermundistas; palo de escoba haciendo las veces de barra de pesas africana; ladrillos sapo para ejercicios de extensión y fuerza conectado con lo telúrico de la fuerza laboral; manta vieja de linyera como colchoneta y caminar dando vueltas (como un marmota) en mi pequeño jardín a fin de completar un trabajo preeminentemente aérobico.
Funcionó.
La existencia de Dios no debe ser cuestionada.
Con moderada pero creciente exigencia, compartiendo la rutina con música, escuchando charlas en YouTube o la vieja y eficaz radio, la cosa fue.
Pero nací en el año en que se fabricó por primera vez la Estanciera IKA; en el año en que a la pobre perrita Laika la lanzaron al espacio; en el año en que Bill Haley y su jopo (el horror) era el éxito del momento con Rock alrededor del reloj.
Y mi rodilla crujió.
Dolor intenso y acumulación de líquido sinovial que la transformó en una bonita pelota de básquet.
Unos años antes ya me había avisado que era imposible encontrar la fuente de la juventud. Y lo hizo también tomando la bella forma esférica.
Ya se sabe: la memoria es frágil y Gilgamesh es inmortal.
Teléfono, consultas y pude dar con el salvador de las Estancieras IKA: un especialista en rodillas.
La entrada al consultorio es una pequeña puerta escondida entre dos edificios monstruosos en el centro de la imperial Lomas de Zamora.
Yo arrastraba ostensiblemente mi pierna deambulando cual zombie porque no daba con la entrada.
Un trapito, a lo lejos, me hizo las señas correspondientes para ubicar la entrada.
Un verdadero faro popular para rengos desorientados.
Entré y me ubiqué en una amplia sala de espera: las salas de espera de los consultorios médicos merecen un tratado antropológico.
Un lugar que parece mucho más una situación que una espacialidad; una puerta giratoria hacia un infinito aburrido.
Un pibe joven esperaba mirando la nada con su pierna izquierda envuelta en una férula.
Pocos minutos después entró una señora de unos cincuenta largos llevando del brazo a otra señora visiblemente mayor.
La señora mayor tenía ostensibles dificultades para caminar y se valía de un bastón.
Un sobrepeso importante le dificultaba aun más los movimientos.
Se sentó trabajosamente, con un gesto dolorido y comenzó a acomodarse saco y prendas que llevaba con mucha coquetería.
La cincuentona empezó a decirle “mamá” y el juego comenzó…
La hija le pedía que sacara la tarjeta de la cartera, cosa que la mamá hacía parsimoniosamente ya que estaba agitada y, además, no había un apuro evidente.
La hija, apurada vaya uno a saber por qué, la empezó a retar:
-Dale, ¿por qué tardás tanto? ¿Dónde metiste las cosas? No puedo estar toda la tarde esperando, nunca sabés donde guardás las cosas…
La mamá no contestaba y sacó la bendita tarjeta a su ritmo, de manera precisa y sin vacilaciones.
Sabía dónde guardaba las cosas.
Imaginé que allí había alguna interna, tal vez añeja, tal vez nueva.
Hay un momento de las internas familiares en que se pierde de vista el origen y simplemente ocurren.
Y van.
Tarjeta en mano, la hija informó al Universo, o sea a mí, al pibe y a la secretaria:
-Lo que pasa es que le pegó mal la cuarentena. Yo no sé qué voy a hacer con ella. Ya no sé qué más hacer: está así todo el tiempo.
Nadie había preguntado nada.
Yo no entendía que era estar así.
La mamá había recompuesto el aliento -la elegancia nunca la perdió- y miraba la escena como de lejos.
No dijo una palabra.
No hizo un gesto.
La hija seguía denostando a la madre con dedicación y esmero, por lo que se me ocurrió una salida humanitaria: tirar a la mamá por el amplio ventanal.
Si me guiaba por la descripción que escuchaba, semejante monstruo no merecía otro final.
Estábamos en un segundo piso, por lo que el éxito parecía garantizado dadas las características morfológicas y añosas del monstruo materno a eliminar.
La hija continuó y pasó a describir intimidades acerca de dificultades retentivas de la señora.
Aclaró que era aleatoria en un nivel de minimalismo que empezaba a resquebrajar los frágiles muros de la paciencia.
Su discurso estaba orientado espacialmente a la secretaria que tras la máscara de plástico no le prestaba la mínima atención.
Crucé una mirada con mi predecesor en la sala de espera.
Ambos dirigimos la vista a la hija que hablaba sin parar y a los gritos sobre la intimidad de su mamá.
Cambié el enfoque porque soy una persona de rodilla rígida pero de pensamiento flexible, casi mutable.
Era posible que, como en un cuento de Lovercraft, el monstruo fuese otro y la escena debía cambiar: tirar a la hija por la ventana en un gesto solidario con la mamá.
Sospeché que la secretaria y el enyesado iban a colaborar.
El obstáculo era que no se podía garantizar el éxito y si sana era insoportable, averiada sería el Apocalipsis.
En un instante luminoso, la mirada perdida de la mamá se cruzó con la mía.
Levantó las cejas.
Torció la boca en una media sonrisa-
Me guiñó un ojo en un movimiento delicado, cómplice y divertido.
Era claramente un “qué querés que haga con esta, es mi hija”.
Desestimé la ventana.
Una madre es una madre.
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