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Los días vacíos: postales de una ciudad en cuarentena
Crónica de cómo se vivieron en las calles de Buenos Aires los primeros días de la cuarentena por coronavirus. Las panaderas y canillitas, las personas en situación de calle. El hotel en cuarentena. Los controles policiales y las medidas oficiales. Los supermercados y las farmacias. Los perros y los balcones. Lo que se sientió en los cuerpos y en las calles vacías cuando las noticias sobre el coronavirus todavía formaban parte de una especie de irrealidad. Por Franco Ciancaglini
-Hola, buen día
Silencio.
El colectivero me mira y con un leve movimiento de cabeza indica dónde debo apoyar la SUBE.
No parece dispuesto a hablar, pero igual pregunto: soy periodista, quería saber cómo está, cómo se la pasa trabajando estos días. Vuelve a mover la cabeza. Parece que está más desconfiado que de costumbre y la distancia prudencial debe marcarse aun en este estrecho margen, aun entre los pocos que estamos en las calles vacías de Buenos Aires.
Estoy solo en el colectivo, como es de esperar. Me acerco a la ventana para tener el primer pantallazo callejero: perros que sacan a pasear a sus dueños, porteros con guantes y barbijos, una pareja de ancianos que se da la mano a pesar de todo, carritos y bolsas de supermercado como el mejor salvoconducto para poder salir a la calle.
Se nota movimiento barrial, el rutinario e indispensable, colas de gente a distancia prudente, sin la charla de chusmerío, con el cuidado –¿desconfianza?– como bandera.
El colectivero frena en el medio de dos anchas avenidas en una maniobra que cualquier otro día de la historia argentina hubiera provocado una catástrofe. Para y le hace una seña a otro de la misma línea que está en el otro semáforo, en la calle que lo cruza. La gente presente lo mira atónito, pero su pequeña impunidad hoy está garantizada.
Por la Avenida Belgrano, durante 30 cuadras, se verán uno, dos, tres policías.
Pero en el centro porteño la imagen es otra. En las calles, literalmente, no hay nadie. La soledad, lejos de tranquilizar, asusta. Ni siquiera hay personas en los balcones. Parece una película de zombies sin zombies.
Ivana está atendiendo una panadería, otro de los rubros generalmente abiertos, al lado de Plaza de Mayo. Durante las 4 horas que estuvo abierta hoy sábado entraron a comprar tan solo dos policías.
No lleva guantes ni barbijos, y dice estar tranquila. Ella vive en Nuñez y desde allí viene todos los días en colectivo –antes, en subte– a pesar de la cuarentena. Cree que esto va para más largo de lo que parece pero –como tantas– no tiene opción: a trabajar.
Lo único que circula al mediodía son empleados que van o vienen de ese tipo de lugares de trabajo, a tomarse los colectivos.
Cuando pretendo sentarme en la Plaza de Mayo para esperar al fotógrafo, veo que un policía me mira y toca el silbato. Me acerco y a una distancia de unos 5 metros él se detiene, y entiendo que me tengo que detener también. Me dice: “No te podés quedar sentado. Tenés que circular”.
Circulo.
Retenes y rehenes
El bar de la esquina de Florida y Avenida de Mayo vende comida pero las sillas están inhabilitadas. En el kiosco Open 25 sobre la peatonal atienden empleadas con barbijo. Burger King está cerrado, Starbucks también y Mostaza, gracias a que está cerrado, es la casa de un joven en situación de calle. Solo en Diagonal Norte y Florida hay 3 personas sin techo.
Una mujer con el Clarín bajo la axila busca una casa de empanadas donde poder comer. Pregunta por un nombre y una dirección que Google no conoce. No sé si es parte de la paranoia, de que los lugares estén cerrados e inidentificables, o que la mujer está evidentemente perdida. Quizá solo quiera hablar con alguien…
Finalmente me para la policía y, aunque tengo la credencial que permite circular, me pongo nervioso. El oficial se pone guantes para agarrar mi DNI y permiso, hace preguntas de rigor con cierto tono intimidatorio, y finalmente deja seguir. “¿Hacia donde vas?”, es la pregunta del momento. Uno camina con la incomodidad de que, pese a tener el certificado, cualquier arbitrariedad policial puede llevar a pasar un mal rato.
El tiempo se condensa: la idea es que nadie esté mucho tiempo en la calle ni mucho menos que se mueva de acá para allá, aunque hay que circular.
La oportuna medida oficial es llevada a cabo con calma pero sin pausa por cada policía, representando la gravedad transmitida por el Presidente y logrando que la evidente mayoría se quede en sus casas, más acá de las posturas y obligaciones. Excepto aquellos que no tienen a dónde ir.
Charlas de cuarentena
Dani lleva una remera de Barcelona y, con el carrito estacionado, está sentado leyendo el diario La Nación: se acaba de enterar de que murió el histórico arquero de River, Amadeo Carrizo. Él vive en la calle y cuenta que ningún agente estatal, ni siquiera la policía, le dirigió la palabra estos dos días de cuarentena. Y asegura que, como él, hay un montón de gente que no tiene a donde resguardarse: “¿Dónde voy a aislarme? Si vivo en la calle”, resume.
Toma sus propias precauciones: agua de los bebederos públicos, alcohol en gel que le regaló una vecina, y no usa guantes ni barbijos porque, por su actividad, cree que a la larga es peor. Tiene unos botines colgando del carrito, acaso el trofeo del día, y dice que para laburar todavía hay basura porque la gente “está encerrada consumiendo”. Él, que conoce la calle mejor que nadie, recuerda que ayer, hace exactamente 1 año, estas mismas veredas estaban repletas de turistas festejando San Patricio.
Rolando cuenta que hasta ahora vendió 5 Clarines, 2 La Nación y 2 Diario Popular: casi nada. “Hasta Olé habla del coronavirus”, se lamenta él que busca alguna vía de escape.
Rolando está haciendo horario reducido de la mañana al mediodía, y dice que no es opción para él parar: tiene que juntar unos mangos para seguir cuchareando, según sus términos. Obviamente la venta bajó respecto a un sábado sin coronavirus, pero dice que al ser uno de los únicos kioskos abiertos, todavía la escasa venta le permite cucharear.
Cuenta que no le han sugerido cerrar el kiosko, pese a no estar entre las actividades imprescindibles, y que espera que “esto pase rápido y estemos mejor”. Se lo nota tranquilo, casi contento por hablar con alguien. Por instinto elige conversar de fútbol. ¿Hincha de? Boca. “¡Por suerte salimos campeones antes del coronavirus!”, remata.
Fabián es otro canillita solitario y distinto: está tocando, en plena Avenida de Mayo, un sofisticado instrumento llamado Lapsteel. Cuenta un poco la historia, cuelga el mini amplificador y ofrece una muestra, mientras detrás lo decoran las tapas de la revista Barcelona: “Puto el que tose” y “Cagazo total”. Se lo ve muy tranquilo, más bien aburrido, y parece tomarse las cosas con la misma ironía que estas tapas que lo rodean.
Volver a casa
Cruzar la 9 de julio en tiempos de cuarentena no tiene nada especial, así como no lo tiene cruzarla cualquier otro día, pese a la fama de la avenida más ancha y el fastidio de los semáforos desincronizados. Es sin embargo la avenida que tiene más presencia policial y cualquiera que circule por ella es sujeto de control: motos policiales atravesadas generan el único embotellamiento de autos que se verá por estos días: le piden al conductor de cada auto que pasa, salvo los taxistas, sus licencias y motivos para circular.
A pocos metros de esa imagen se erige otra emblemática del momento: el Hotel Panamericano es sede de cientos de turistas que se encuentran en cuarentena. Su hall está ocupado, según cuenta el guardia a cargo, por trabajadores del Ministerio de Salud, de Seguridad y de Transporte, quienes trabajan en conjunto en esta especie de edificio blindado. Desde la vereda de en frente se alcanzan a ver algunos turistas en sus cuartos, que se asoman a las ventanas y miran hacia abajo los movimientos que grafican que sus vacaciones se transformaron en una película de terror o de suspenso, en el mejor de los casos.
Un Rappi le deja la mercadería a un guardia y éste le tira los billetes en bollito.
Un taxista pasa por el Congreso escuchando cumbia a todo volumen, como si estuviera en su barrio.
Cuento la persona 10 en situación de calle en un radio de 20 cuadras.
Las pintadas son los tatuajes de una movilización feminista que augura un mundo mejor.
Un joven de Glovo bicicletea por las veredas.
¿Qué empleador le dará un certificado para circular?
Dos jóvenes se saludan con un beso y se dan cuenta después. Ríen y hacen como que se limpian.
El afuera de la cuarentena se parece mucho a un mundo donde solo existen farmacias, supermercados y policías.
Y gente sin lugar en donde cuidarse.
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