Mu156
El coraje de Fierro
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Digan lo que digan los sommeliers de paisajes, a mí me gusta la pampa bonaerense. No quito méritos a otras modalidades que disfruto como el mejor pero, como diría el catalán, puestos a elegir…
Admito que cuando uno recorre las rutas de la pampa el vértigo horizontal puede ser rociado desde bonitas avionetas con una extensa variedad de agrotóxicos: es por nuestro bien porque “Cultivar el suelo es servir a la Patria” nos ha enseñado la Sociedad Rural.
Entiendo la incomodidad que genera el tránsito rutero con la omnipresencia de camiones del tamaño de una T-Rex embarazada y otros cuya fabricación es de la misma época de la mencionada T-Rex lo que vuelve sus desplazamientos algo lentos, incluso irritantemente lentos.
Sin sufrimiento no hay alegría.
Puede ocurrir que algunas rutas estén nutridas de numerosos pozos que parecen fruto de alguna guerra no registrada, y que dan una tonalidad pintoresca de aventura obligando a zigzaguear a fin de evitar la destrucción completa del vehículo.
La adrenalina también es argentina.
Y la pampa bonaerense aporta el plus de la curiosidad que genera el tránsito de inmensas maquinarias agrícolas, algunas transportadas por los musculosos camiones y otras por sí mismas. Máquinas que despiertan el interés filosófico del viajero ocasional, preso a perpetuidad de la ignorancia urbana y desata las preguntas acerca de la existencia: “¿Y eso para qué sirve? ¿Dónde empieza? ¿Está viva?”.
Por fuera de estos detalles, la intensidad verde soja y la huella del progreso y el bienestar popular con banquinas sembradas son poco reconocidas. Por supuesto que si por una emergencia uno debe desplazarse a la mencionada banquina estará en la difuminada línea del espacio público invadido por la plantación privada, pero tampoco exageremos.
Dios también es argentino. Él proveerá.
La cuestión es que, liberadas las rutas de las restricciones ASPO, subí a mi modesto pony mecánico y salí a recorrer parte de la inmensidad bonaerense, siempre con vuelta en el día a mi mansión de la República Lomense.
Tengo prevenciones acerca del cuidado sanitario y la seguridad virósica de los hoteles argentos. Un poquito de prudencia por aquí, un poquito de cobardía por allá y bastante de conocer hoteles de esta tierra.
Las salidas son ruta y más ruta entrando a pueblitos preferentemente muy pequeños a curiosear un poco, siempre a distancia de cualquier forma humana y a veces parando en las plazas un rato.
No faltan alguna rareza o algún pintoresquismo para deleitarse.
La cosa es que había ido hasta Navarro (que no es un pueblito ni mucho menos) porque quería visitar el sitio donde fue fusilado Manuel Dorrego hace casi 200 años, desatando una de las tantas tragedias criollas.
Me dirigí hacia la zona de la laguna (que está a la vera de la entrada a la ciudad) porque tenía referencias de que allí había “algo”.
Un joven en el retén se interpuso, todo amabilidad y le indiqué mi propósito.
Posiblemente si le hubiese contado acerca de alguna investigación sobre la variable Tiempo-Espacio se hubiese sorprendido menos.
“Dorrego, Dorrego…” se repetía a sí mismo, desolado y con una sensación acerca de algo que debía saber y de lo que no tenía la menor, la mínima, la más remota idea.
Lo alivié diciéndole que no se preocupara y le conté un poquito de la cuestión, agregando que no tenía por qué saberlo. Algo aliviado, me mandó con otro pibe que estaba en una casilla de entrada diciéndome que el fulano era el que sabía “de esas cosas”.
Adelanté unos metros y otro muchachito muy joven y muy amable efectivamente sabía. Me explicó la situación: el lugar estaba cerrado porque lo habían acondicionado y se iba a inaugurar al día siguiente. Hasta pudimos conversar brevemente sobre Dorrego, sobre Lavalle y hasta sobre Salvador María del Carril, instigador del crimen.
Chupate esa mandarina.
Giré sobre una pequeña rotonda para irme y cuando salía para la pampa infinita me volví a encontrar con mi primer interlocutor. Paré y le conté del asunto de la inauguración.
Me dijo encantadoramente que vuelva y agregó: “Me voy a poner a estudiar”.
Si no fuera por la pandemia, me hubiese bajado y le hubiese dado un beso y un abrazo.
Me tocó el costado materno, paterno, fraterno y profesoril.
Salí a la ruta.
En algún punto entre Ayacucho y General Belgrano me mandé por un accidentado camino de entrada a un pueblito. Lo recorrí un rato y cuando me iba, ocurrió lo inesperado.
El Universo y lo impredecible.
Un grupo de 8 (ocho) vacunos entre terneros y vacas estaba instalado en el medio del camino.
Todas paradas cual lámina escolar y los terneros pastando en la banquina.
Esperé.
Nada. Ninguno de tales mamíferos mostraba el menor interés en moverse. Empecé a sospechar un complot.
¿Por qué las vacas se van a quedar paradas justo sobre el asfalto de esta infinita geografía pampeana? ¿Cuál es su núcleo de interés al respecto?
Toqué bocina.
Una vaca enorme (era una dama) cruzó sus muchos kilos perpendicularmente a la ruta y con un ojo me miraba con odio mientras movía las orejas y cada tanto bramaba.
O mugía, como prefieran.
Una vaca patotera y mal llevada. Evalué su tamaño y resolví no insistir.
Se suponía que una vaca es pacífica y que no iba a embestir al auto, pero nunca se sabe. Tal vez fuera una madre heroica. Tal vez una vaca con problemas de identidad. Tal vez tenía un mal día.
La tipa, negra como la noche e inmensa como la desgracia, seguía mugiendo esporádicamente, movía sus orejas y juro que me miraba maliciosamente.
Muy lentamente, arriando las banderas sin ningún pudor, di marcha atrás hasta una distancia prudencial, giré y me volví al pueblo a dar otra vuelta.
A la media hora regresé a la ruta, para observar si el piquete vacuno había cambiado de querencia.
Todas seguían allí pero se habían corrido a la banquina, incluyendo a la vaca conflictiva. O conflictuada.
Imbuido del coraje de Martín Fierro y la determinación de Juan Moreira pasé muy despacito, pero dispuesto a acelerar como un demente.
La tipa ni se dignó a mirarme.
De confrontar nuestros destinos, pasó a la indiferencia más radical.
Qué difícil todo.
Mu156
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Desde adentro: alimentos, agroecología y autogestión
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