Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Un barrio muy paquete del Sur del Conurbano.

Muy.

Arbolado intenso, veredas amplias, castigadas por las musculosas raíces de los plátanos añosos.

Calles empedradas y onduladas, a prueba de picadas y autos en etapa jubilatoria.

Casonas antiguas de porte señorial conviviendo con residencias de avanzada arquitectura contemporánea y estética controvertida.

Rejas, perros, casetas de vigilancia, más perros, más casetas, más rejas.

Seguridad y miedo en un maridaje amargo.

Residentes que viven otra vida, sueñan otros sueños, recorren otros mundos que no son los míos.

Ni los tuyos.

Fuimos a tomar una cerveza en una tarde de fuego, buscando algún reparo burgués a la desmesura de vivir en la Argentina.

En el paso lento por la vereda llena de ausencias, nos cruzamos con él.

Delgado, posiblemente un metro noventa, veterano de muchos combates.

Caminar firme, andar recto.

Sombrero tejano color crema, lentes espejados, camisa celeste lisa abotonada hasta el final, bermudas color lila exaltado con cinturón blanco incluido, medias tres cuartos estiradas hasta el límite de su posibilidad y zapatos negros acordonados, de diseño como si fuesen un pico de cigüeña.

De cada mano una correa larga que terminaba en dos caniches microscópicos, blancos, inmaculados, ajenos a la vicisitud de la vida.

O no.

Nunca entendimos de estilos.

Nunca.

Un restobar aislado entre las casas. No es parte de ningún polo gastronómico.

Una anomalía.

Un exotismo.

Mesas en la vereda. Pocas.

Gente en ellas. Pocas.

Con estilo, se supone.

Se supone.

Nunca entendimos de estilos.

Los cuerpos hablan. El desafío es escuchar qué dicen.

Entender.

Preguntamos por posibilidades de cerveza y la moza describió una elipse de incomodidad: tenían una sola marca y no muy exquisita.

Resignación ante la escasez. A continuación pedimos la picada.

No había.

Tostados.

No había.

Algo. 

Nos trajeron algo. 

Algo estaba seco, desabrido y posiblemente vencido al finalizar la Segunda Guerra Mundial.

O al comenzar.

Pedimos más cerveza de la fea que era la única.

No había más.

Un largo silencio.

El rumor de los plátanos acunados por la brisa infernal, las veredas amplias e irregulares, algún coche imponente durmiendo sobre el oleaje de adoquines.

El restobar coqueto en un barrio elegante del Sur del Conurbano y una moza que intentaba sonreír ante la ausencia de motivos para hacerlo.

Hay cosas peores.

Siempre.

Quien me acompañaba no se rindió y pidió un whisky. 

Cualquier whisky.

No había.

Ante mi perplejidad por su solicitud, después me explicó que siempre hay whisky en cualquier boliche por berreta que sea. Botellas de origen ignoto que van juntando capas líticas esperando su hora final.

No funcionó.

Pagamos en silencio.

Sin quejas ni escándalos.

Cualquier acción decente implicaba quemar el bar en ese mismo Instante. Pero hacía mucho calor.

Somos gente absolutamente desinteresada de la paz y sus análogos pero la pereza y la negligencia nos habitan desde antaño.

Si hay una revolución, háganla nomás. Después me avisan.

Volvimos a caminar en la búsqueda de otro paraje donde conectarnos con el placer burgués trunco.

Los caniches estaban en la esquina con el hombre de estilo peculiar, todos ajenos a los devenires de forasteros transitando su mundo tan pequeño y tan grande.

A veces hay metáforas incomprensibles.

A veces.

Otras, ni siquiera hay metáforas.

Ni siquiera.