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Llueve

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Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Finalmente, después de rayos, truenos y artificios, aquel viernes se largó a llover en el Emirato de Lomas de Zamora.

Una tarde de primavera como cualquiera, como ninguna.

Amo la lluvia por múltiples razones que no enumeraré a los fines de evitar una huida masiva de esta página. 

Durante años tuve una relación ambivalente con ella porque mi profesión docente implicaba (entre otras cosas) andar siempre con papeles encima. 

Siempre.

El alma burocrática del aparato escolar y algún dejo de responsabilidad se imponían sobre el placer de sentir la lluvia con despreocupación y solo podía disfrutarla a, digamos, distancia prudencial, bajo alguna protección o en mi casa.

Problemas burgueses de la vida burguesa invadida por un pensar burgués.

Llovía a torrentes, a mares, a todo desdén por papeles y conveniencias.

Llovía el llanto de una criatura gigante y doliente.

Llovía tanto que la lluvia era invisible.

O al menos eso creí.

Esperé un rato, verifiqué no cargar elementos que podrían perjudicarse con el agua y salí a caminar, a paso lento. 

Sin paraguas ni reparo.

No había romanticismo ni épica, ni siquiera el propósito de escribir lo que ahora estoy escribiendo.

Sencillamente tomé nota que hacía mucho, muchísimo tiempo que no lo hacía.

Llovía en mi barrio desolado. Imaginé la tibieza de las casas y las buenas gentes cubriendo su desamparo.

Las malas también.

Caminé muy lento mientras observaba el agua deslizarse por la calle y a veces la saboreaba un poquito. 

Recordé el encuentro de la joven Clarisse con el bombero Montag en Fahrenheit 451, el inmortal relato de Ray Bradbury.

(…) La lluvia era ahora muy fina y la muchacha caminaba por el centro de la acera con la cabeza levantada y unas pocas gotas sobre el rostro. Cuando vio a Montag, sonrió.

–¡Hola!

Montag dijo hola y añadió luego:

–¿Qué haces hoy?

–Todavía estoy loca. La lluvia sabe bien. Me gusta caminar bajo la lluvia.

–No creo que eso me gustase– dijo Montag.

–Le gustará si lo prueba.

–Nunca lo he hecho.

Clarisse se pasó la lengua por los labios.

–La lluvia tiene buen sabor.

–¿Pero te pasas la vida probándolo todo una vez?– preguntó Montag.

–A veces dos. (…)

No pensaba en nada mientras caminaba hacia la rumorosa Avenida Hipólito Yrigoyen, la gran avenida del conurbano sur.

¿Por qué fui hacia la avenida? 

No lo sé. 

Mi barrio es arbolado, de veredas anchas donde la lluvia coquetea con sus mejores encantos muchas melodías diferentes.

Sin embargo, fui hacia a la desangelada avenida. 

Llegué a la esquina gris y metálica. 

Ya estaba empapado completamente.

La vi entonces. 

Era imposible no verla.

Mas bien alta, joven, elegante, de pelo largo, quizás algo rubia (¿qué importancia tiene?), con las manos enfundadas en los bolsillos de una suerte de gabán o símil color negro.

A menos de un metro había un refugio de parada de ómnibus. 

Sin embargo, ella estaba a la intemperie, sin paraguas ni nada que la cubriera.

No parecía disfrutarlo.

No parecía sufrirlo.

No parecía importarle.

No parecía nada.

Ambos en la misma esquina, bajo la lluvia que se había vuelto torrencial, separados por unos pocos metros.

Escena de película cursi de los años 50.

Nunca me miró.

Estaba quieta como una efigie, un tótem bajo el diluvio.

No era Clarisse, indudablemente.

Por un instante debatí con mi grupo interno acerca de preguntarle si se sentía bien.

No lo hice.

Un poco el temor de generar una alarma innecesaria ante un extraño que se acerca a una chica sola en una esquina y un poco el temor a que me cortaran el rostro con meterme donde nadie me llamó.

Mi grupo interno navega entre la corrección cívica, la heroicidad urbana, la protección del amor propio y una estupidez consuetudinaria.

Miedos burgueses de la vida burguesa.

Yo no era así. 

Pero ahora sí lo soy.

Por la avenida los pocos autos circulaban lentos, como lanchas ante la inevitable inundación.

Volví lentamente sobre mis pasos, empapado, feliz por la lluvia, pero incómodo.

La chica del gabán negro.

Anduve errante algunas cuadras hasta que la noche se acostó sobre la ciudad y regresé a casa.

La lluvia no cesaba.

Busqué entonces a Raúl González Tuñón.

Siempre lo busco cuando la vida parece estar en otra parte.

Y siempre lo encuentro.

Encontré en la biblioteca “Lluvia”, aquel poema dedicado al amor de su vida, Amparo Mom…

(…) Entonces comprendimos que la lluvia también era hermosa.

Unas veces cae mansamente y uno piensa en los cementerios abandonados.

Otras veces cae con furia y uno piensa en los maremotos que se han tragado tantas espléndidas islas de extraños nombres.

De cualquier manera, la lluvia es saludable y triste.

Sus tambores acunan nuestras noches y la lectura corre a su lado por los canales del sueño.

(…) Yo quería hablar de la lluvia, igual, pero distinta, ya al caer sobre los jardines, ya al deslizarse por los muros, ya al reflejar sobre el asfalto las súbitas, las fugitivas luces rojas de los automóviles, ya al inundar los barrios de nuestra solidaridad y de nuestra congoja, los humildes barrios de los trabajadores.

La lluvia es bella y triste y acaso nuestro amor sea bello y triste, y acaso esa tristeza sea una manera sutil de la alegría. Íntima, recóndita alegría.

Qué sé yo…

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