Mu176
El Porvenir
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Lanús es parte de la tierra áspera del Sur del Conurbano bonaerense. Partida, como toda la Argentina, por desigualdades obscenas y criminales, fue durante muchos años un bastión peronista que parecía inconquistable.
Muy urbana, casi sin espacios verdes, con un corazón industrial con marcapasos, abigarrada, apretada.
En 2015 cedió el cetro municipal a la oleada amarilla por un margen escaso, pero luego la reelección fue cómoda, amplia.
Lanús tiene el linaje futbolístico del club homónimo y un lejano competidor, El Porvenir, sueño de anarquistas que se torna pesadilla en las turbias aguas del ascenso.
La cita fue convenida en el centro “clásico” (Lanús tiene más de un centro comercial), del lado Este del FFCC Roca, en una de esas cadenas de restaurantes que son tan impersonales como un clavo. Un lugar desangelado, burocrático y que, sin embargo, pasa a constituirse en un punto visible, práctico, operativo para encuentros entre personas desconocidas.
El mundo hace mucho que es un lugar incomprensible.
Empiezo a sospechar que siempre lo fue.
Tal vez todo sea un malentendido. La vida, digo…
Llegué 20 minutos tarde. Una de las cosas de la urbanidad cotidiana que más odio me genera es que lleguen tarde o llegar tarde yo.
La coordinación de los semáforos en el Conurbano es un bien escaso, casi ausente.
Bueno, llegué tarde.
20 minutos.
Por lo tanto, llegué con odio a mí mismo.
Y al mundo, por supuesto.
Por supuesto.
Ella estaba sentada en una mesa del costado del restaurante gigante semi vacío (habían pasado las 21 horas y el Conurbano empieza a apagarse).
La explosión de rulos que cubría su cabeza me indicó el rumbo ya que no la conocía personalmente.
Nos saludamos y escuchó pacientemente 5 minutos de disculpas de mi parte con cortesía y alguna nota de desinterés.
De cuerpo muy delgado y menudo, una sonrisa que inunda toda la cara angulosa y una mirada vivaz, vestía unos jeans sencillos, una camisa y una campera y apenas me senté guardó su celular y no volvió a sacarlo en las dos horas y media siguientes que compartimos.
Delfina debe recorrer los 30/35 años y tiene un acento difícil de identificar: un mestizaje lingüístico producto de una madre chilena, un padre brasileño y una larga residencia en el Paraguay vuelve a su castellano lleno de tonalidades y giros encantadores.
Del Tú al Vos y de regreso al Tú sin respiro, por ejemplo.
Las manos de Delfina son delicadas y cuidadas sin exageraciones.
No hay absolutamente nada exagerado en ella.
El que siempre exagera es el mundo.
Siempre.
Contame fue mi invitación cortés mientras ella se pedía una Seven Up con limón y yo iniciaba lo que sería un largo periplo de cervezas.
Impresentable lo mío.
Siempre.
Y Delfina me contó.
La ambigüedad de mi enunciado abrió la puerta a lo inesperado.
Hipótesis, muchas.
La más seria: el mundo es un malentendido perpetuo.
Delfina inició un extenso relato, enfático, poblado de sutilezas y sarcasmos como consecuencia lógica de su inteligencia.
Habló de una madre que no había maternado y otra que sí, de un papá indudablemente amado y complicado, de un recorrido escolar rico en matices y sin mayores rebeliones.
De algún amor perdido por allí, en un rincón de la vida y de su falta de pasión.
Me dijo que no tenía pasión por nada.
Que muchas cosas le interesaban y le gustaban (me las mencionó) pero no tenía pasión por nada.
Por alguna razón, sus ojos se opacaron un poco cuando dijo eso.
O lo imaginé. El malentendido no descansa nunca.
La risa de Delfina es fresca.
Ella no responde a los patrones de belleza clásicos o hegemónicos o como mierda se llame (ningún patrón me gusta), pero rezuma encanto en cada gesto y en cada mirada.
Hay algo hermoso en ella que no se muestra fácilmente. ¿Juega a las escondidas?
Me cuenta de varios hermanos varones con los que casi no tiene comunicación, salvo uno que tiene un bazar y con el que comparte la actividad comercial que le insume la mitad de sus jornadas y le permite vivir sin ningún sofocón económico, lo que es mucho decir para esta tierra de ondulaciones llamada Argentina.
Me dice que está bien sola.
Hay algo en este mundo inexplicable que hace que la gente quiera estar sola. Y sin embargo termine desgarrándose en esa soledad.
Dedica unos párrafos a cierta estupidez juvenil masculina, tesis que suelo escuchar reiteradamente.
Algo anda pasando en el mundo masculino. O, mejor dicho, se está agudizando.
Me alivia un poco saber que no soy el único tarado.
La conversación carece de espectacularidad: Delfina no se queja, cuenta.
Yo escucho.
Un hombre veterano y una mujer joven en una confitería enorme e impersonal en uno de los centros comerciales de un municipio del Sur del Conurbano bonaerense, que nació como Barracas al Sur y hoy se llama Lanús, dentro de un mundo incomprensible y absurdo.
Parte de la actividad de Delfina es ofrecer servicios sexuales con algunas características inusuales: no vive de eso, entrevista (o algo así) a sus potenciales clientes para decidir si los acepta o no, pone muchas reglas, no tiene más de un encuentro diario y, dice Delfina, lo hace porque le gusta.
No lo necesita.
Después de un contacto sencillo vía Wasap, habíamos convenido en encontrarnos para que me contara de su actividad en ese formato tan peculiar ya que Delfina, en términos de costos, no es un servicio VIP.
Cuanto eufemismo en estas líneas, ¿no?
Pero ante mi “contame” ella me contó… Otra cosa.
Lo antedicho respecto de los Servicios Sexuales yo lo sabía de antemano. Por eso quería hablar con ella.
¿Necesitaba hablar de su vida?
¿No quería hablar de su actividad?
El mundo es un lugar incomprensible y árido. Un malentendido perpetuo.
Escuché.
No pregunté.
No soy periodista. Sería uno muy malo si lo intentara.
Ya era medianoche cuando la acerqué a su casa porque los demonios acechan siempre.
Nos despedimos cálidamente.
Qué lugar raro es el mundo.
Definitivamente, he dejado de habitarlo.
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