Mu174
Una clase de amor
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
El viejo profesorado estatal es alojado por una coqueta ciudad del Conurbano Sur. Con una larga tradición de orgullo académico, escasamente verificable en el presente, sus aulas son fatigadas por muchos aspirantes a la docencia.
Una meca a veces dionisíaca, a veces apolínea, siempre juguete de Las Moiras para sus estudiantes.
Allí sigo desarrollando uno de los mejores oficios del mundo, enseñar. ¿Qué enseño? Una materia que sintetizaré en Psicología de la Adolescencia (para Futuros Docentes).
Y que conste que estoy sintetizando.
El aula que nos tocó este año, al modelo de algunas en Medicina de UBA (y en otros lares universitarios) está diseñada en anfiteatro recto (no en hemiciclo) con largas y rígidas filas de pupitres de madera, escalonados y diseñados por algún discípulo de Tántalo.
Es difícil encontrar algo más incómodo. Realmente difícil.
Como una ceremonia de iniciación cada vez, nos encontramos todos los miércoles con un grupo (unos 30) diverso de estudiantes. Veteranos, gente irreverentemente joven, trabajadoras, madres, padres, desocupados, comerciantes, militantes, desorientados, una multitud que alberga multitudes en sí misma y en cada encuentro recomenzamos y cada vez repasamos y nos repasamos.
Amo esa ceremonia.
No diré más.
En aquella ocasión (reciente) la clase arrancó presentando las complejas relaciones entre entorno y subjetividad en el marco de la oleada de emociones que presenta la adolescencia.
Alguna pregunta por aquí, algún aporte por allá mientras predominaba mi palabra buscando desandar y re andar ideas.
El maravilloso arte de la conversación encuentra en las aulas un territorio rocoso.
En un momento abrí las puertas: les pregunté sobre el amor.
Específicamente sobre esa forma de amor que coloquialmente llamamos “amor de pareja”.
No se trataba de definiciones ni precisiones ni citas eruditas: era abrir los portales de las sensaciones, de lo vivido, de lo imaginado, de lo deseado para después volver a acercarnos al desafío que, entre tantos otros, propone la adolescencia.
Un paseo por el parque antes de volver a entrar a la oficina.
Que dijeran lo que quisieran.
Y el aula y el anfiteatro comenzaron a desvanecerse.
Alguna voz convencional, alguna frase hecha. Muy pocas.
Las miradas cambiaron y empezaron a irse a parajes que nunca sabré.
Nunca se sabe.
En el oficio de enseñar una paradoja es que nunca se sabe.
Vi manos que se enlazaban y desenlazaban como quien modela una figura de una arcilla huidiza.
Un pibe, muy serio, muy joven, dijo felicidad al principio… y se calló y se quedó en algún lugar que no era ese lugar.
Al principio…
Una piba me dijo no sé con un gesto de melancolía y dos o tres más se animaron a acompañar esa afirmación. Leí, en ese no sé, que había existido un tránsito confuso, nublado.
No había debate ni discusión. Tampoco griterío ni chistes. Era un momento en que todos tenían algo que decir y se cuidaba ese decir como una flor de cristal.
Raro. Conmovedor.
¿Qué cuidaban en ese momento?
Alguna intervención sobre el enamoramiento, y el segmento más veterano de la clase pensaba y pensaba.
¿Qué se piensa del amor cuando las canas se instalaron?
¿Qué se cree?
¿Qué se recuerda?
¿Es la memoria emotiva del que corrió por ese territorio más fiable que la ilusión de quien aún no anduvo esa senda?
¿De qué se trata la sabiduría en las escarpadas laderas de la “cuestión amor”?
Las voces iban y venían con una calma inusitada, un vals multiforme, un encantamiento sin encanto.
Había poco de naif (nada diría yo) en las voces, poco de suspiro, poco de todo y sin embargo el aula diluida estaba llena.
Completa.
Sólida.
Escuché y escuché: no era hora de decir.
Solo el silencio debía decir.
Nadie más que él.
Nadie más sabio que él.
Me pareció visualizar tristezas.
Nunca se sabe.
Me pareció algún brillo en otros ojos.
Nunca se sabe.
Me pareció que había mucha ausencia.
Estoy seguro.
La inoportunidad del recreo destrozó la escena.
Nos quedamos un instante mirándonos.
Sonreí y me fui, casi en puntas de pie.
Afuera la noche se acostaba sobre el mundo.
Manejé a casa pensativo, aunque no era claro lo que pensaba.
Pero supe de mis desolaciones. Las lejanas y las cercanas.
Sobre todo, las cercanas.
Sobre todo.
En casa me serví un vino.
Y me puse a llorar.
Nunca se sabe.
Mu174
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