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Portate bien

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Crónicas del más acá, por Carlos Melone

Con alguna regularidad viajo desde Lomas de Zamora, Capital de un Imperio no reconocido, a José C. Paz, más específicamente a su universidad, a desarrollar mi oficio de enseñar.

La UNPAZ (así se la conoce) es una universidad relativamente nueva (fue creada en el año 2009) y recibe, como muchas universidades del Conurbano, a una población mayoritariamente humilde que busca realizar sueños en un mundo que se parece cada vez más a una pesadilla.

Pero no me pondré intenso al respecto. Aunque me encantaría.

Llegar a la Universidad en auto me implica casi dos horas, toda una travesía en sí misma. A lo largo del tiempo he ido notando algunas diferencias entre el Conurbano Sur y el Oeste, diferencias que me fueron ratificadas por los locales.

El Oeste es apretado, multitudinario, llamativamente abigarrado para mis ojos sureños. Gente, gente y más gente. Poco verde. Un tránsito un poco más salvaje que en otros lugares, intenso, compacto, un poco… ¿temerario?

En José C. Paz la imagen y el nombre de Mario Alberto Ishii aparecen con regularidad, un intendente de poncho al hombro y porte gauchesco conurbánico.

Y, como buen cristiano que se precie, alberga algunos pecados.

El edificio central de la Universidad se llama Mario Ishii.

No diré más. Aunque me encantaría.

En mis viajes a UNPAZ varias veces debí cambiar el recorrido por obras de infraestructura variopintas y, como corresponde a toda persona sensata, me perdí. Mi interpretación del GPS es opinable según algunos criterios mientras que otros (criterios) dicen algo así como que soy un pelotudo porque me pierdo en una rotonda.

Es cierto.

Lo de la rotonda.

Personalmente, soy un fiel creyente respecto de que el mundo digital conspira contra mi endeble persona.

En alguna ocasión, regresando de noche, fui a parar a un barrio muy pobre mientras el GPS me gritaba que estaba en una zona peligrosa. No me pasó nada, por lo que tengo reservas ideológicas con la señorita del GPS que me gritaba.

Pero transpiré un poquito y aceleré innecesariamente en un par de ocasiones, a qué negarlo.

Sin embargo, hasta aquí son solo devaneos narrativos para entrar en el territorio heavy metal real: la Avenida General Paz.

La General Paz es como algunas relaciones sexoafectivas: promete mucho, cumple muy poco, siempre hay kilombos, pero uno insiste en una esperanza absurda de que todo va a salir mejor.

Así nos va.

Con una tenacidad digna de mejores causas, siempre alguien se da un palo. Palos graves, palos medio pelo o palitos. Pero no faltan.

Nunca.

Mi transitar buscando el Acceso Oeste cada vez que voy o regreso de UNPAZ tienen un suspenso que nunca es tal: siempre pasa algo.

Siempre.

Lo demás es historia conocida: la General Paz explota de autos casi a toda hora; largas filas avanzado a paso de caracol fumado; gente nerviosa; gente muy nerviosa y gente desquiciada. Motos que aparecen de la nada y siguen rumbo a la nada. Conductores necesitados de cercanía amorosa que se pegan a otro auto a diez centímetros, buscando un afecto que les falta, sin duda.

Y todo así.

Un dudoso homenaje al célebre Manco, don José María Paz.

No diré más. Aunque me encantaría.

Una noche regresaba tipo 22 hs. de la lejana Universidad y repentinamente aparecen en medio de la calzada dos intrépidos agentes ordenadores del Jardín de Horacio haciendo señas de detención junto a una camioneta de tránsito con luces navideñas a todo ritmo.

Mi GPS estaba apagado por lo que no puedo reprocharle que no me avisara. Igual, tuve un recordatorio acerca de su madre; injusto, lo admito.

Me detuve y quedé en primera fila junto a dos motos y otros vehículos. La gente de tránsito colocó unos conos, y dos policías varones y una policía mujer se quedaron parados frente a nosotros. 

Los agentes de tránsito se fueron a empujar dos camionetas que se habían estrolado entre sí lo suficiente para quedar cruzadas en la calzada.

Le pregunté a la agente femenina, que estaba un poco más cerca, cómo pintaba el asunto, y me pidió muy amablemente un poquito de paciencia: que corrían los vehículos de la calzada y habilitaban la circulación.

Resignado, en calma y armonía con la naturaleza y la humanidad, volví a mi auto y comencé a esperar.

A mi lado, dos motos empezaron a acelerar como si estuviesen tomando impulso para mandarse de guapos nomás.

La agente les hizo señas de calma y paciencia. Las motos seguían bramando. Ambas a mi izquierda.

Una de ellas, en un momento, dio un saltito hacia adelante. El amague crecía.

La Guardiana del Jardín de Horacio se acercó caminando lentamente. Sus dos compañeros me pareció que sonreían, pero no afirmaré ni negaré nada, Sr. Juez.

Se paró junto a la moto y con una seña clara le dijo que apagara el motor al inquieto motorista. El fulano pegó una acelerada más y la apagó. 

El otro motorista, sin que nadie le indicase nada, también apagó su moto.

La agente le indicó que se quitara el casco al interpelado. El supuesto retobado obedeció.

Todos los gestos de la agente eran calmos, reposados y su rostro, plácido. Una especie de Madre Teresa suburbana con chaleco antibalas y una pistola en la cintura.

Una imagen muy tierna.

Mirando fijamente al motoquero, le dijo con voz metálica: “Dejate de hinchar las pelotas, portate bien y no me obligues a romperte la cabeza y la moto”.

Una síntesis gramatical de una precisión exquisita.

Una narrativa negadora de la metáfora.

Una declaratoria de un conflicto que soy incapaz de precisar.

Ley, patoterismo, orden y moto revoltosa, todo en el mismo paquete.

Tal vez algo más.

Yo, con mi desértica mente atrapada entre mi rechazo visceral a los Guardianes del Jardín de Horacio (y de cualquier otro Jardín) y mi rechazo emocional a los motoqueros citadinos (los de ruta son otra cosa) que siempre amenazan mi vida y la de ellos.

Una encrucijada de rechazos.

El de la moto se quedó tieso, perplejo, observando cómo la cenicienta blindada volvía a su lugar junto a los dos compañeros.

Me miró como buscando respuesta. 

No se me ocurrió ninguna.

Cuando se abrió el paso me sumergí en el oleaje del Camino Negro, ese cinturón identitario del Conurbano Sur automovilístico, y pensé qué lejos me quedaba el Oeste.

Qué lejos está todo.

Qué confuso está todo.

¿No?

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