Mu181
El paraíso perdido
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
San Martín de los Andes es la ciudad natal de mi madre, donde pasó su infancia y su adolescencia y donde viví largos tramos de mi propia infancia.
Alguien escribió un libro titulado Donde estuvo el paraíso describiendo la zona.
Declinaba un día infernal. El crepúsculo me encontraba tomando una cerveza mirando un lago Lacar inmóvil, transparente, siempre gris, siempre verde, siempre azul.
La gente había abandonado en buena medida la playa del centro y se dirigía a la Plaza Principal donde habría mucha actividad por un nuevo aniversario del pueblo, bicentenario y coqueto como pocos, poblado de árboles intensos y enormes rosales en la puerta de muchas casas.
Me habitaban muchos recuerdos y una melancolía previsible mientras esperaba. ¿Adónde van los recuerdos cuando ya no estemos más? ¿Qué va a ser de ellos, compañeros de viaje, de soledad y de charlas?
Cuando pedí la segunda cerveza, apareció Luis.
Es mi primo y estamos unidos por un afecto particular a pesar de que pasan años entre encuentro y encuentro y en el medio no hay wasap ni llamadas telefónicas.
Compartimos ser parte del linaje de las familias fundadoras y nos reímos de eso, pero preservamos algún orgullo de pertenecer, especialmente él, que toda su vida ha estado en el pueblo.
Un pertenecer que no le importa a nadie.
Luis tiene 70 años y una pinta que siempre le envidié. Alto, grandote, en línea siempre, elegante. Ahora jubilado, entre otras cosas escribe, y lo hace con talento. Unos días antes me había acercado unos cuentos muy breves, delicadamente bellos, anudados en las sinuosidades del amor y la pasión. Luis es un diablo de inteligente y entre sus blasones figura haber sido conductor de TC en estas tierras, cuando el asfalto era una utopía.
Siempre manejó su vida igual: al límite, cruzando el auto en el camino hostil pero sin volcar.
Nunca.
Abrimos la charla casual, me preguntó sobre los cuentos y después se quedó callado con la vista perdida sobre el Lacar que lentamente se volvía rojo y negro con la llegada de la noche, siempre tardía en el verano sureño.
“Te voy a contar”, me dijo con la coloratura de quien repentinamente tomó una decisión y se lanza a ejecutarla.
Pidió un whisky y se acomodó en la silla, bien de frente a mí.
Me describió a Magalí.
Que tenía 29 años, que no le gustaba cómo se vestía porque usaba unos borceguíes que -me dijo- eran horribles, y los combinaba con unos vestidos de muchos colores que tampoco le gustaban (a mí me encantan) y que se afeitaba la mitad de la cabeza y la otra mitad se dejaba el pelo larguísimo.
Que nunca le había dicho nada porque había aprendido a no dar su opinión si no se la pedían.
Que ella trabajaba en una oficina junto a su pareja. Oficina a la que Luis iba seguido a hacer unos trámites que no me precisó ni pregunté.
Que Magalí siempre lo atendía con mucha cordialidad y afecto y que tenía una sonrisa que iluminaba la cordillera.
Así me dijo: una sonrisa que iluminaba la cordillera.
Lo escuchaba atentamente imaginando esa sonrisa mientras miraba de reojo al Lacar, aquel que había recibido mil piedritas durante mi infancia cuando con Luis competíamos para hacer patito en el agua.
“Me enamoré como un pelotudo”, disparó sin piedad.
Me pareció imposible no enamorarse de una sonrisa que ilumina la cordillera, pero nada dije.
El diestro conductor de TC había ido a la banquina.
¿Qué inventamos cuando el deseo, esa bestia caprichosa, se despierta?
¿Qué alucinamos y dónde va lo real… si lo real existe?
Sonrió Luis y tomó un trago de whisky con delicadeza.
Nunca le insinuó nada. Siguió con los trámites, siguió viendo a Magalí, siguió sintiendo en las tripas cosas que hacía muchos años que no sentía y no podía comunicar.
Me dijo que se sentía estúpido, ridículo, viejo, patético.
Eso me dijo mientras terminaba su whisky y pedía dos más, invitándome sin preguntarme.
“Entonces me puse a escribir”, afirmó. A escribir frenéticamente, elípticamente, crípticamente, sabiendo sobre qué escribía, cuidando que no se notara.
Empecé a releer los cuentos en mi cabeza y los duendes se corrieron de lugar.
La belleza de lo que desgarra transformada en literatura: una historia tan antigua como repetida.
Ya era noche en San Martín de los Andes, la ciudad natal de mi mamá donde en mi infancia corrí con Luis por los senderos del Cerro Curruhuinca y alguna vez nos asustamos cruzándonos con un gato montés que se asustó más que nosotros.
La ciudad/pueblo donde nos hartábamos de cerezas trepados en el árbol de la casa de una tía, en una clandestinidad poco seria ya que esa tía se hacía la distraída mientras se persignaba para que no nos cayésemos del árbol.
En ese entonces el Ángel de la Guarda le hacía caso porque nunca nos caímos.
Luis me sigue contando pausadamente y noto un temblor en la mano izquierda, pero me callo. Se dio cuenta y solo me dijo que estaba arruinándose.
Así me dijo.
¿Para qué preguntar?
El tiempo implacable.
Me contó que pasaron unos tres meses y entonces tomó una decisión. Le iba a decir que ella había sido su musa.
Magalí había leído los mismos cuentos que yo y había quedado maravillada.
Luis se quedó mirándome fijo con sus ojos azules y me dijo: “¿Para qué mierda decidí contarle?”.
Sabía que allí nada había para él.
No había cobijo para un enamoramiento destemplado e inoportuno.
Me preguntó y se preguntó qué buscaba, si no había nada.
Me pregunté acerca de las ilusiones y su filo asesino.
¿Tal vez una despedida? ¿El acto final? ¿Un testimonio de lo imposible?
Estábamos en la tierra donde alguien escribió un libro llamado Donde estuvo el paraíso.
Citó a la muchacha de los borceguíes y los vestidos que no le gustaba allí mismo, donde estábamos ahora sentados, dos primos ya veteranos, que se ven muy de vez en cuando, compartiendo desolaciones, recuerdos y decisiones estúpidas.
Citó a la muchacha que tiene la mitad de la cabeza rapada y la otra mitad es un torbellino de rulos que se deslizan hasta su cintura; la muchacha que ilumina con su sonrisa esos senderos que anduvimos de pibes y que hoy ya no podemos transitar.
Me dijo que la única intención que tenía era decirle que ella había sido su musa. Y que no se le había ocurrido decirle ni una palabra más.
Ni una.
Que estaba asustado como aquella vez que cruzamos al gato montés.
Sentí que yo también empezaba a asustarme.
Me dijo que la vio entrar en el bar a la hora convenida y que se sentó frente a él con esa sonrisa que no necesita más explicaciones.
Me dijo que la miró en silencio y sintió un nudo en la garganta como nunca había sentido en sus 70 años de tipo pintón, un poquito calavera, conductor magistral en caminos inhóspitos.
Ahí estaba su musa y sin embargo…
La noche finalmente se recostó sobre el lago mientras el relato de Luis continuaba.
Dos días después regresé a Lomas de Zamora y dejé los cuentos en la ciudad natal de mi madre.
Hay dolores con los que no se puede cargar.
Definitivamente.
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