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Un proyecto en el Once porteño convoca ya a unos 170 chicos y grandes a jugar, a convivir, y a aprender a defender sus derechos, empezando por el del propio cuerpo. Desde los hoteles, casas tomadas o la misma calle, llegan a la casona de La Vereda los que buscan un espacio de vida, y saber para qué sirven los diarios.

OncelandiaLa gente que con ignotas intenciones sostiene que los diarios no están sirviendo para nada, se equivoca. En el Once sirven para que grupos de chicos de casas tomadas, hoteles densos, o en situación de calle, se disfracen, y sean reyes, o héroes, o exploradores (¿no son siempre un poco de cada cosa?) o para que fabriquen arquitecturas muchas veces inéditas: ciudades, casas y edificios donde todos pueden convivir. Los usan también para armar espacios de juego, territorios de diversión. Esos diarios son tan útiles como el papel higiénico, los globos, los cubos, las témperas, los toboganes inflables, la harina (¿cómo hacer un buen enchastre sin harina?), los pinceles y las ganas. Usan además el principal instrumento y juguete que tienen a mano: el propio cuerpo.
Con el desafío de afincarse en un lugar tendiente a lo inhóspito, el barrio del Once, y crear allí espacios capaces de recrear vida (y tómese la palabra “recrear” como recreo o como reconstrucción) nació La Vereda, una asociación civil que entendió que la vereda puede ser tanto un lugar de paso y tránsito, como un espacio de encuentro. Un territorio lleno de peligros o aquella zona inmediata a la calidez de un hogar.
 
Optimismo demente
La Vereda ya cumplió 10 años funcionando en una casa de Sarmiento al 2900, Buenos Aires, construcción vieja, primer piso por escalera, llena de salones de esos grandes y altos para albergar juegos, meriendas y compañía. La sede es lo suficientemente abierta, divertida e inspiradora como para que alrededor de 170 personas del barrio –la mayoría chicos, pero varios grandes no se lo pierden–, y 20 chiquilines que acuden al Jardín Maternal, se vayan sumando a actividades que –se verá– escapan a las rutinas urbanas. ¿Quiénes andan por La Vereda? El barrio de Once brinda todas las pistas, si se puede percibir que detrás del voltaje comercial y cierta impronta turística que ha marcado a la zona, están las huellas de la discriminación hacia los migrantes e inmigrantes, los problemas habitacionales materializados en hoteles, conventillos y casas tomadas, familias y niños en situación de calle, trabajo infantil y desocupación, por hacer un mapeo general.
¿Cómo nació esta idea? Viviana de Andreis es la coordinadora general del grupo: “Con Verónica García veníamos trabajando juntas hace tiempo con juego corporal y con arte. Buscábamos un espacio donde poner un centro cultural: queríamos que fuese luminoso y bello, que tuviera medios de acceso desde diversos lugares. El destino pudo llevarnos a cualquier barrio, pero quiso la suerte que cayéramos en Once, a una casa medio derruida, que solo nuestro demente optimismo podía lograr vislumbrar lo que es hoy”.
El optimismo demente es un recurso fácil de entender, accesible, y parece funcionar para hacer proyectos creativos. ¿Pero qué son los juegos corporales? La cuestión puede verse en la propia La Vereda. Los juegos tienden a privilegiar el propio cuerpo, cual inimitable instrumento humano, por sobre los mismos juguetes, y de ahí que se use la harina, los diarios y el papel higiénico, con la idea central del movimiento, el despliegue, como forma de conocerse, de terapia, y calculando que estos chicos con vida de hotel y conventillo de una sola pieza, en barrios de plazas enrejadas y/o inquietantes, no tienen espacio para desplegar actividades lógicas para su edad. Varios integrantes de La Vereda son especialistas en psicomotricidad, y evalúan que esas carencias son una amenaza para el presente y el futuro de los chicos.
 
Jugar es hacer
Desde los comienzos realizados según el clásico gerenciamiento “a pulmón”, La Vereda ya ha llegado a 19 integrantes entre talleristas y docentes. Todo es gratuito, y se manejan con financiaciones y subsidios que pelean para poder hacer cosas a las que nadie se dedica, tan sustanciales como dar espacio de crecimiento y creación a los chicos. Uno de los lemas del grupo, en su página web, propone: “Para dominar lo que está afuera es preciso hacer cosas, no sólo pensar o desear, y hacer cosas lleva tiempo. Jugar es hacer”. Los juegos, se sabe, tienen reglas. Dos de las reglas en La Vereda: “Está prohibido jugar si uno no tiene ganas y está prohibido lastimar o lastimarse”.
La biografía de La Vereda tuvo un bautismo junto al grupo Huellas en la propia Plaza Miserere, los jueves de aquellos hipergélidos 1999 y 2000, y la propuesta de hacer juntos al aire libre, con algo de murga, fútbol y juegos corporales, atrajo a más de 50 chicos. Para dominar lo que está afuera es preciso hacer cosas.
“Lo primero que nos llamó la atención del barrio fue la diversidad de orígenes de las personas. Y casi simultáneamente percibir la discriminación terrible que había con esas personas. La violencia. Esto nos impactó profundamente. Pensando alternativas para trabajar con la comunidad, elegimos que nuestras primeras acciones fueran destinadas a los niños y que a partir de la confianza que pudieran tener los padres luego del trabajo con los chicos, seguramente podríamos comenzar a trabajar con los adultos”, relata Viviana.
Con el tiempo, al trabajo en la plaza le fueron sumando la apertura de espacios y talleres propios en la casa de La Vereda. Iniciaron, como propuestas siempre gratuitas que se mantienen al día de hoy, los talleres de plástica y juego corporal. Éste incluye un momento de mapeo corporal y descanso, un relax que después del juego permite retomar la calma, haciendo jugar (¡con perdón de tantos juegos!) la atención, percepción y reconocimiento sobre cada zona del cuerpo.
Toda esta actividad que puede parecer simplemente lúdica, tiene un sentido que va más allá. Por ejemplo, la defensa de los derechos humanos en un ámbito donde todo derecho suele ser vulnerado. El contacto con familias y sectores en riesgo busca también acompañar y brindar herramientas para que la idea más elemental de “ciudadanía” (o la palabra que cada uno prefiera) deje de ser una ficción. Eso abarca la prevención de daños, golpes, discriminación, intolerancia. Y también la idea de que cada vecino y cada niño asuma que son suyos esos derechos que a veces parecen fantasía: entre otros, el derecho a la vida, a la identidad, al propio cuerpo, a opinar y a ser escuchado, a la participación, al esparcimiento, y la convivencia.
 
El éxito del fracaso
El taller de arte textil, en su primera convocatoria, contó con la participación de un (1) adulto. Una característica del juego de La Vereda es nunca considerarse derrotados. Hoy el problema que tienen es lidiar con una larga lista de espera debido a la gran demanda de participación en el curso. Se sumaron los talleres de música, batería y canto. En 2004 inauguraron la biblioteca con talleres de escritura y lectura. Ya a esa altura La Vereda iba mucho más allá de lo imaginado, y gestaba un movimiento que empezando por los chicos, comenzaba a sumar familias enteras.
Así recibieron la consulta de una mujer que precisaba saber dónde había un jardín maternal para su hijo. No había nada por la zona. Jugar es hacer: decidieron armar el proyecto ellos mismos, y golpear las puertas de todos los rincones de la inmensa maquinaria burocrática del Estado. Pasaron dos años de cajones y siestas hasta que lograron el esquivo sello de aprobación. El jardín funciona todos los días con orientación psicomotriz. “Queríamos un jardín donde los chicos tuvieran muchas posibilidades de moverse, de explorar, ya que estaría destinado principalmente para las personas que habitan en los hoteles del barrio donde es muy difícil el despliegue que necesitan los chicos”, dicen los veredistas, que ya celebran tener a su cuidado a hijos de los primeros chicos que conocieron en el Once.

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