Mu40
La cruda Normalidad
Juan Xiet. A punto de parir su cuarto libro, ha logrado transformar su poesía en un medio de vida y sus presentaciones en una leyenda. Ataques de pánico mediante.
Ser poeta y lograr vivir de esa rara condición no es común: pocos lo consiguen. Y Juan Xiet (multioficio, cuerpo esquelético, verba ocurrente, casi 30 años) no es la excepción. Circuló por varios trabajos, como empleado y encargado de un restaurante de mariscos, por una pizzería, en un hotel del centro y un call center especial, donde no vendía ni ofrecía nada, sino que convertía mensajes de voz de gente radicada en España a mensajes de texto, una de esas locuras de la modernidad. Otra locura un poco más triste: una mañana llegó al trabajo y no había nada, la empresa se había convertido en un fantasma y sus 400 miembros en desempleados.
Juan se educó en esa atmósfera cerrada que sólo logran los colegios religiosos. Casi no veía a su papá y el día del entierro se quedó dormido. Probó su primer porro a los 17 años. Tocaba el bajo en bandas punk del under porteño. Cuenta que de chico jugaba al fútbol y que pertenecía a una raza hoy en extinción: jugaba de diez (dice: “fue una de las pocas cosas que hice bien en mi vida”) en las plazas de su barrio, San Nicolás.
En su vida hubo varios puntos de inflexión, pero hay un punto que vino de Brasil acompañado por 50 dólares, circunstancia que censurada podría eclipsar un buen relato de su carácter improvisado. Trabajaba de bellboy (esos que levantan valijas y tienen un moñito) en uno de los hoteles del centro. Llegó un nuevo cliente. Lo llamó a la recepción, hizo subir a Juan a su cuarto y le preguntó si conocía un sauna por la zona, un bar, algo para divertirse. “Tenía un olor raro, a viaje, a muchas horas de avión. Estaba chivado y tenía una mancha de esperma en la corbata”, recuerda Juan. A la segunda vez que lo hizo subir a su cuarto, el viajero le pidió un favor manual, mientras sostenía en la derecha un billete convertible, 50 dólares. Lo importante es que Juan tuvo que descargar toda esa experiencia, y empezó a escribir. “Antes no leía poesía, casi te diría que no leía nada, pero ese día hice como 25 poemas, de corrido, por necesidad. ¿Viste cuando están los caballos antes de una carrera esperando desaforados por salir? Me pasó eso. Empecé a escribir y fue como un tiroteo”.
Mientras trabajaba en un restaurante sucumbió durante un tiempo a espaciados ataques de pánico. Pese a todo Juan se recuperó para regalarnos una valiosa lección: la cura no está en la buena combinación de un grupito de pastillas rojas y verdes, a tomar cada seis o doce horas. Hay una medicina alternativa que no viene con prospecto y que tampoco trae fecha de vencimiento: es el estado poético, que además de ser más barato produce mejores efectos, y una dependencia más sana.
En ese tiempo frecuentaba boliches de electrónica, donde se sentaba a dibujar en medio de la pista o a repartir fanzines de su poesía mientras los demás bailaban. En esas noches conoció a Javier Bazin, con quien fundó más tarde Poesíaurbana, medio de comunicación que permitió participar del parto de proyectos importantes como la FLIA (Feria del Libro Independiente). Hoy Juan está alejado de esa experiencia, pero sigue activo.
Estamos en una época que no lo permite, pero es cierto que sus libros podrían generar ese extraño delito de “atentar contra la moral pública” por los arrebatos de suciedad, de desamparo, por la intensidad erótica. De Ataque de Pánico, su tercer libro, se imprimeron 3.000 volúmenes. Ya no queda ninguno, y ni siquiera Juan guarda una copia. El último ejemplar perdido lo encontramos en Mu. Punto de Encuentro, y me lo quedé yo para maravillarme con su escritura.
Creo que cuando escribe interviene en esa generación un principio casi biológico: su poesía emerge gracias a un caudal latente que se impregna y se fragmenta, lenta, meticulosamente, de realidades desconcertantes: en el trabajo, en el subte, en un colegio, con una mujer teniendo sexo, de los recuerdos de la infancia. Como las esponjas, organismos que son grandes receptores y que liberan su contenido ante la mínima presión, las palabras brotan y circulan de la mente de Juan –ya liberadas, fuera del recinto donde se han criado– con una intensidad característica, como entes autárquicos que se relacionan amistosamente con su órbita.
¿Qué hace ahora? Se ocupa de la publicación de su último libro Crematorio (los primeros fueron Metástasis, Vestigios de Porcelana, luego Ataque de Pánico), mientras trabaja organizando todas las movidas que de lunes a lunes aparecen en Emergente Bar en forma de varieté con bandas, poesía y delirios, a pocas cuadras del Abasto. Ahí mismo Juan recita, después del groove de una banda funk, durante un corto surrealista de origen polaco, cosas como ésta:
Una vez, en la espera del dentista,
el hijo y su madre:
—Mami, ese chico tiene la nariz demasiado grande, ¿qué le pasa?
—¡Shhhhhhhh!, basta, Nahuel.
—Pero maaa, ¿está enfermo? ¿Se le agrandó?
—¡Basta te digo!
—Déjelo, señora, mi nariz no tiene ego, no le molesta.
Pero de hecho sí, tiene ego. Le gusta pasearse pegada a mi cara con toda su humanidad, sus fosas nasales torcidas, con algunos pelitos en su interior, la metáfora de una pequeña foca humana, y como no podía hacer nada, me uní a ella
la ACEPTÉ el sol y los planetas
volvían a tener sentido.
Escucharlo hace pensar que la poesía recitada vuela esencialmente sobre otros registros, que a la literatura tradicional le son imposibles: la ortografía es un fantasma inocuo, la puntuación no es otra cosa que la respiración del que dice; las pausas y los énfasis se roban la escena: así el escritor se transforma en cantor, y el hechizo para el que recibe se multiplica. El espacio es más tangible: de una hoja manchada a tintazos pasamos a estar frente a un escenario donde el poeta da la cara y transpira mientras lee, ríe, insulta, grita. Apartado del arquetipo ya en desuso del artista retirado, incivil y solitario, Juan poeta no es sino en los otros.
Su mérito más extraño es el de saber decodificar toda nuestra normalidad con mucha crudeza, sin meditar en lo elevado de la literatura, para encontrarle de a turnos su lado gracioso, macabro o insólito, y poder narrar todo eso con mucha ligereza, con una sinceridad que acorrala y que nos pone muchas veces contra las cuerdas, al borde del knock out. Pero no voy a hacer más esfuerzos para describir a esta persona porque es probable que estén pensando lo que Juan ya escribió: “De afuera todos parecemos normales, idiota”. ¿No?
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Regresiones
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El pueblo mapuche en Chile. En la patagonia chilena el Estado defiende con ley militar los negocios que arrasan con los recursos naturales. Causas armadas y testigos comprados son los mecanismos que ya lograron encarcelar a 96 comuneros mapuche. Teléfonos pinchados y operativos violentos forman parte de la vida cotidiana de quienes se resisten a ponerles precio a sus vidas: eso es el territorio para la comunidad más perseguida de Latinoamérica y con la que conversamos en la cárcel y a orillas del lago que hoy es zona de guerra.
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