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Piratas

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Crónicas del más acá.

Dicen que el Océano Pacífico, tan bello como extenso, es de una placidez acariciadora, aunque chinchudo, con berretines tan violentos que estrujan el alma del más veterano de los navegantes. Dicen también (nunca se sabe), que su hermano menor, el Océano Atlántico, es un gigante siempre inquieto y malhumorado desconocedor de la calma chicha, agitador implacable del velamen de los barcos fantasmas que recorren su oleaje espumoso. Vaya uno a saber. Atlántico: Siempre caótica Buenos Aires, con autopistas cortadas a repetición, cual tormenta rutinaria, con el Roca convertido en el Holandés Errante, con micros atestados, combis frenéticas, taxis varados en las oceánicas avenidas. Los sufridos caminantes luchan entre el oleaje para no verse ahogados en la desesperación absurda en la que los sumergen otras desesperaciones. Una suerte de Titanic donde cada uno tironea al otro en las heladas aguas y todos (o casi) se ahogan indefectiblemente. Nos ahogamos. Pacífico: El edificio del Museo de Bellas Artes es una especie de portaaviones majestuoso y extrañamente feo, rodeado por un verde inusual y paquete y asediado por manadas de orcas y delfines metálicos que le susurran a babor y a estribor. Entrar en el museo es un remanso sorprendente, es un crepúsculo que incendia el cielo, es una mentira de la vida que uno necesita creer. Las entrañas del viejo portaaviones están llenas de belleza quieta, serena, para legos y eruditos, para especialistas y neófitos. Sobrio, elegante, con cierto aroma aristocrático inevitable, conmueve hasta el alma de un lagarto borracho. Nombre de artistas que no tenía ni idea que pudiesen estar en estas pampas (Monet, Degas, Rodin, Pissarro, Van Gogh…) y otros navegantes nuestros, tan queridos y, a veces, olvidados (Pueyrredón, Ferrari, Noé…), hacen que uno, aferrado a la quilla de la vida, sepa, pueda, sienta, merezca, transitar en calma cada sala, cada rincón. Colores, figuras, trazos, cuerpos, una fiesta silenciosa para el alma griega, para el alma cristiana, para el alma atea. No se puede describir lo bello. No se puede des-cubrir lo bello. Sólo quedarse sin aire, sólo sentir la brisa salada del Gigante Marítimo y cerrar y abrir los ojos para tiritar de frío y emoción, como cuando se navega entre el temor y el temblor. Atlántico: No hay Isla de Tortuga en el viejo museo. Pero viejos nombres aparecen con una frecuencia suficiente, sin alharacas pero tenaces, para que uno no olvide a la vieja oligarquía como fundante, como creadora. En las salas y bajo la forma de donaciones (aunque no solamente) aparecen ellos, los dueños del atardecer, los dueños de las aguas, los que crearon eso y nos dicen te lo presto, te los doy para que los veas, para que los disfrutes, pero jamás creas que te pertenecen. Eran nuestros. Son nuestros. Somos dueños y señores de la cultura y la belleza. Piratas. Cabo de Hornos: Donde la Sudámerica se sumerge, los hermanos del Océano se abrazan en un amor prohibido, tumultuoso, temible, por fuera de lo humano. Allí, en Cabo de Hornos, pocas veces el Pacífico puede ofrecer calma, siempre fugaz como el deseo. Prevalece el temperamental abrazo Atlántico que ha llenado de espanto y desafío a los navegantes de la era del velamen, con olas que certifican la indiferencia de Dios. Desierto feroz donde los capitanes recibían un aro como premio si cruzaban el Estrecho de Drake y si no, una corona de maderos rotos y abismos oscuros. Y el arte, los hombres del arte tienen su propio Cabo de Hornos. O lo tenemos aquellos que miramos a los hombres del arte. ¿Cómo conciliar la escritura sublime de Vargas Llosa con su pensamiento político? ¿Se puede conciliar la locura de Van Gogh con su pintura dramática? ¿El stalinismo de Neruda con su poesía? ¿El nazismo de Von Karajan y hasta el uso de Wagner con su arrasadora capacidad musical? ¿Qué es el Cabo de Hornos si no el desafío final de calmas chichas y tormentas arrasadoras, inexplicables, inciertas? ¿Cómo navegar las inmensas contradicciones que transitan los mares de la vida? ¿Cuál es el rumbo? ¿Cuál el navío? Arrecifes: El numen de muchos años de ese espléndido portaaviones del Pacífico y el Atlántico, esa maravilla del Museo de Bellas Artes, es un apellido Blaquier. Nelly Arrieta de Blaquier. Legendaria presidenta de la Asociación de Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes. Fina y larga mano de titiritera discreta y poderosa. ¿Cómo conciliar la promoción de la belleza que paraliza hasta las lágrimas con apellidos de sangre, de prepotencia, de muerte y de desprecio? ¿Es Barbanegra un romántico, es Morgan un héroe o son ambos vulgares asesinos con una pátina infame de brillo prestado? ¿Será idea de la Asociación Amigos del Museo Nacional de Bellas Artes llamar a alguna sala “Los 4 ausentes”? ¿Expondrán alguna obra o cartel o, si más no fuera, la puerta de un baño con el nombre de Olga Arédez? ¿Una maldita, puta, miserable placita con un sol de noche que no se apague nunca? ¿Acaso, entonces, nunca más debo volver a este magnífico museo? Desde la playa, cerca de la Isla de Pascua, en la medianoche estrellada: Cuando pisé tierra firme observé la Facultad de Derecho, cuadrada y mestiza entre cajetillas venidos a menos y la morochada que busca ir a más. Me imaginé a algún cuervo diciéndome que Nelly Arrieta de Blaquier hace 30 años que se separó del marido que le dio el apellido, y que desde hace muy poquito no pertenece más a la Asociación de Amigos del Museo, mascarón de proa de la figuración oligárquica. Y que sea embajadora cultural o algo así del PRO (o de la ciudad imperial de Buenos Aires) no tiene nada que ver. Que soy injusto, insultante, mal escritor e inclusive, un hijo de puta. Pero nadie me dice nada. Me subí a un botecito cazcarriento que suspiraba en la arena, atravesé la rompiente, solté los remos y me puse a llorar.

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El ingenio Blaquier

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La marca Ledesma es sinónimo de azúcar y papel y el apellido Blaquier, de aristocracia. Han acumulado dinero y lo demuestran. Por ejemplo, comprando 7 yates o destinando una mansión de 17 mil metros cuadrados exclusivamente a cenas de negocios. La pasión por el arte es otra de las virtudes de Carlos Pedro Blaquier, presidente del grupo y también filósofo y poeta. Cómo enfrenta una familia de tan alto perfil social los hechos que la vinculan con los crímenes de la dictadura militar en el ámbito de su Ingenio y los asesinatos que se cometieron hoy para defender sus tierras.
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El Ledesmazo

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35 años y 1 día después de aquel apagón, hubo 4 muertos más en esas tierras de impunidad. Fue el saldo de la batalla que libran allí “los desesperados contra la política y los negocios”, como ellos mismos definen. Algo huele mal y es Ledesma.
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Hacer justicia

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El caso de Julián Antillanca. La policía y la prensa dijeron que murió de un coma alcohólico. Su padre dejó de trabajar para dedicarse a buscar a los culpables. Ahora, exige condenarlos.
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LA NUEVA MU. Tomar el futuro

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