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Dos miradas sobre el 19 y 20. Dos libros sobre el estallido de 2001 repasan a través de testimonios e historias de vida qué pasó y qué no.

RevueltosAfines de 2001 a mi madre le diagnosticaron depresión. No supe qué pensar sobre su puesta a tono con un país desesperado, un país que no aguantaba nada más. Algunas metáforas de la vida tienen poca elaboración, como las películas berretas. Ella, ex militante de izquierda, ex dirigente gremial, estalló de un modo ajeno; para adentro. Hubiese querido que su tristeza fuera rabia y verla golpear la puerta de una sucursal bancaria hasta abollarla, o salir junto a sus vecinos para saquear un supermercado. Pero no. Mientras yo malentendía su enfermedad, estudiaba periodismo y participaba de asambleas y manifestaciones, pensaba cómo transmitirle el espíritu que sentimos todos los que estuvimos en la calle hace 10 años atrás. Eso de que todo es posible.
Lo vuelvo a pensar ahora, cuando Rodolfo González Arzac me cuenta que escuchó la noticia de casualidad. Estaba con un compañero de trabajo cuando alguien le anunció la muerte del hijo de una amiga. Le dio curiosidad. ¿Quién había muerto? Sergio Sánchez, uno de los heridos del 19 y 20 de diciembre que tenía media bala en la cabeza.
La madre lo encontró, sin vida, en su departamento. Fue en abril de 2010.
A partir de ahí Rodolfo empezó a pensar un libro capaz de plasmar lo que ocurrió en el último mes de 2001 y los 10 años que le siguieron.
Al principio sólo consideró 6 historias que dieran cuenta de los hechos y de ciertos fenómenos nacidos en 2001, como las fábricas recuperadas y la aparición de nuevos sindicatos. Sin embargo, cuando entregó la propuesta a la editorial modificó la cifra con la varita mágica de la arbitrariedad: serían 26. Y así es: La Rabia (y todo lo que vino después) cuenta muchas historias. Relata la de tres de los heridos del 19 y 20 –Paula Simonetti, Martín Galli y Sergio Sánchez–, también parte de la vida de Matilde Adorno, integrante de la fábrica recuperada Brukman, la del Movimiento de Trabajadores Desocupados donde militaba Darío Santillán y la del ex empleado bancario Martín Llambí, del economista y actual presidente de la Corporación Puerto Madero, Ivan Heyn, entre otros. Gente a la que el 2001 le había cambiado la vida.
Llegó al título porque muchos reporteados hablaban de la bronca de ese momento y se encontró buscando sinónimos para describir ese estado. Pero bronca no definía para él lo ocurrido; en cambio, la palabra rabia sí. Era más animal, algo que va de la desesperación a la acción. Se dio cuenta de que esa fue una marca de la época, junto con el impulso de pensar qué país se quería construir.
Rodolfo aclara que no participó de las jornadas del 19 y 20 de diciembre porque andaba lidiando con su propia crisis personal, con su hartazgo de no tener trabajo, que la plata de una indemnización le hubiera quedado dentro del corralito. Todo eso no lo dejaba pensar. Entonces, el libro también es para él una forma de volver hacia atrás para reconocer a quienes sí querían y buscaban luchar por algo mejor.
Ni silenciosos, ni silenciados
Para el autor de La Rabia los episodios de diciembre se clausuraron meses después, en junio de 2002, con el asesinato de los referentes sociales Darío Santillán y Maximiliano Kosteki y la posterior salida del presidente interino, Eduardo Duhalde. Le queda claro algo: el caudillo bonaerense abandonó el gobierno, y silenció las 38 muertes de la represión.
Rodolfo trabajó durante 10 meses en el libro hasta bordar 10 capítulos y admite que si hubiese tenido más tiempo habría agregado más historias. Cuando arrancó, supo que los relatos no iban a tener citas, ni preguntas, nada de formato periodístico. Solo las historias muy bien escritas, cruzándose. Y un deseo: que el libro se lea.
Le preguntó qué cree que pasó con las múltiples demandas de 2001. Rodolfo no duda a dónde fueron a parar: el ex presidente Néstor Kirchner tomó esa agenda y tocó cada uno de esos temas, aunque quizá no de la forma en que fueron enunciadas por la multitud. “Pero sí se dio cuenta de qué temas no se podían pasar por alto”. Por ejemplo, cambió a los integrantes de la Corte Suprema de Justicia, negoció con el Fondo Monetario Internacional, con algunas de las empresas de servicios privatizadas. González Arzac cree que diez años atrás había una amplitud en el pensamiento que hoy no existe, y todo es más chato, más pragmático. En este sentido, resalta la posibilidad de que en el futuro resurjan algunos de los debates planteados en 2001. Algo lo sigue entusiasmando: sobrevive el espíritu antisistémico, subyace la idea de que esta sociedad es injusta. Y en lo cotidiano, la mayoría de la gente ya no se come más ninguna. Ni se calla.
Desborde
Consuela a su hija Juana cuando se despierta sola de la siesta. La nena chiquita, a upa de su papá, mira a través de una cortina de pelos finitos y despeinados hasta que otra vez la vence el sueño o el calor de las 3 de la tarde. Y ahí Walter Isaía, autor junto a Manuel Barrientos de 2001 Relatos de la crisis que cambió la Argentina traslada a Juana a su cama y me cuenta que se le ocurrió escribir un libro sobre el 20 de diciembre de 2001 el mismo 20 de diciembre de 2001.
Ese día había salido disparado hacia Plaza de Mayo con el móvil de la radio La Tribu –donde hacia un programa a la mañana– para dar cuenta de lo que estaba ocurriendo en la calle. Rápidamente se convenció de que todo estaba al revés, desbordado, mientras el móvil iba de acá para allá resguardando de la policía a los heridos hasta que llegara la ambulancia. En un momento vio que un patrullero iba por Venezuela hacia el Bajo y que minutos después ese mismo auto iba marcha atrás, hacia el Obelisco y con más terror que potencia en las ruedas: quince pibes lo corrían cagándolo a pedradas. Cientos de imágenes de pequeños triunfos contra la policía, empleados protestando, motoqueros organizando la resistencia, militantes marchando y el miedo en el cuerpo al ver los muertos y los heridos quedaron pendientes e indelebles en la cabeza de Walter, hasta que hace dos años le propuso a Manuel concretar el libro sobre los episodios de 2001 y tratar de atrapar algo de su espíritu épico, pero sin quedarse sólo con eso. Había otras cosas en las que estaban de acuerdo: el formato entrevista, una larga lista de gente con la que tenían ganas de hablar del tema, y que la charla no sólo hiciera eje en el 19 y 20 de diciembre sino que alarguara su relato hasta la actualidad.
Ayer y hoy
Confiesan que esa lista llegó a tener 70 posibles entrevistados, pero comenzaron a juntarse en un bar para tachar nombres y ajustarse al siguiente criterio: personas ligadas a organizaciones sociales, para las cuales esos días hayan sido importantes en sus vidas, que tengan capacidad de autorreflexión y que sus presentes sean disímiles. Ahí están los testimonios y relatos de Wado de Pedro, dirigente de La Cámpora, y de Hebe de Bonafini, presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, también muy cercana al oficialismo; de Christian Castillo, dirigente del Partido de los Trabajadores Socialistas (PTS), de María del Carmen Verdú, fundadora de la Coordinadora contra la Represión Policial (CORREPI), y del intelectual uruguayo Raúl Zibechi, entre otros.
Para Manuel y Walter fue importante, a la hora de concebir 2001, Relatos de la crisis que cambió la Argentina que el formato sea periodístico. Por eso formularon entrevistas que luego volcaron al papel en forma directa, es decir pregunta-respuesta o en forma indirecta –contando qué dice un reporteado– con la explícita intención de evadir las conclusiones y para que el material pueda ser un punto de partida y de encuentro para reflexionar sobre el proceso que se abrió hace 10 años. En este sentido, consideran que se trata de un libro incómodo porque hay discursos que toman estas jornadas como un proceso de lucha, pero también están los que lo ven como el fracaso de nuevas formas de Estado. A la vez, el libro logra que estas posturas dialoguen entre sí. También es incómodo –dicen los autores– comprobar qué estaba haciendo cada quien hace diez años atrás y qué está haciendo ahora. La diferencia entre una situación y otra puede ser algo irritante si se tienen que dar demasiadas explicaciones.
El lado negativo de 2001 lo conocemos todos: 38 muertos en todo el país, y poca justicia. Pero, ¿cuál es el lado positivo? La respuesta tiene para estos autores forma de enumeración:
En ese momento todo era posible, había una creatividad enorme.
Se restableció el diálogo entre generaciones y hubo un momento de diálogo entre clases sociales resumido en el cantito: “Piquete y Cacerola, la lucha es una sola”.
Nacieron un montón de organizaciones sociales, culturales y barriales.
Fue una patada en el culo al neoliberalismo, a la teoría que festejaba el fin de las ideologías.
Muchos jóvenes empezaron a pensar lo público desde las asambleas, desde pequeños grupos.
La gente se animó a hacer más cosas.
Se establecieron límites al cinismo de los funcionarios públicos.
Esta suma de cosas dejó una semilla; de eso Walter y Manuel están convencidos. Creen que a partir de 2001 pudimos ser más libres.
 
 

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