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El palacio está vacío

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Crónicas del más acá

El tiempo o la inutilidad de correr. No es que todos corran, pero todos parecen sin tiempo. Una urgencia en las miradas, en los gestos, aun en la actitud aparentemente reposada del ocasional habitante de la mesa de un café.
No hay empujones ni corridas, pero todos los cuerpos se mueven al límite, te rozan como las brisas de la muerte, sutiles y letales. Es hora de plena actividad en la City porteña y los relojes parecen estar algunos segundos por encima del tiempo de los demás mortales. No abruma, no enloquece, pero inquieta y estremece si uno se pone dramático.
No hace falta:
El lugar es dramático.
El lugar es peligroso.
Está lleno de bancos, los peores estafadores del capitalismo del siglo 21.
¿Será por eso que hay tantos policías?
Antonella me lleva a recorrer algunos espacios del edificio de la Bolsa de Comercio de Buenos Aires. Antonella es guía y estamos sólo ella y Yo. Sobria y descontracturada, reconoce sin titubeos lo que no sabe (un verdadero alivio ante tanto chanta suelto) y dialoga y explica de manera sencilla y segura. Se apoya en la deliciosa impunidad de sus 23 años y, posiblemente, en su casi terminada carrera de Comunicación Social.
Recorremos ambientes enormes y vacíos. Pasillos amplios y silenciosos. Los diferentes salones (sala bursátil o algo así, salón del Directorio, el antiguo salón donde se cotizaba a gritos y pizarra escolar) están silenciosos, desolados.
Elegantes, repujados, recargados del neoclasisismo y de todos los clichés de la oligarquía de principios del siglo 20, desmesurados, de belleza dudosa, algunos con columnas de reminiscencias dóricas, base de mármol y estuco mentiroso para dar una idea de lujo farolero, todos los ambientes están sin personas.
La imponente mesa del directorio, con más de 20 sillas a su alrededor, bosteza por el solemne aburrimiento al que es sometida durante todos los días del mes, menos uno: el único en el que hay reunión.
Se me presenta la imagen de una ciudad muerta por un misterioso virus o cualquier otra pelotudez apocalíptica.
¿O no será una pelotudez?
En el ex salón de cotizaciones, al que podríamos llamar “histórico”, alguna vez habitado por voces, rufianes, sueños y expectativas, hay un hombre tirado en un sillón que nos mira con una curiosidad negligente. Está solo, sentado como un vagabundo sin perro y sin destino, tirado a un costado de la inmensidad desértica y lustrada hasta el absurdo de ese salón.
Mira la nada como en una novela de J. G. Ballard.
En el salón actual de las cotizaciones/ transacciones/tramoyas, hay un grupo de no más de diez señores, soberanamente aburridos, mirando monitores y rodeados de pantallas (muy grandes) cubiertas de códigos alfanuméricos. Nada más. Ni tipos gritando como desaforados, ni papelitos volando por el aire, ni fulanos saltando por la ventana en un suicidio épico ni garcas abrazándose porque son ricos después de haber cagado a otro.
Nada. Abulia y apatía.
Y un silencio mortuorio.
Al frente del recinto (ese que sale en la tele) una enorme cantidad de butacas vacías, cada una con un teléfono para comunicaciones que ya no se usan.
Un teatro vacío, una obra sin actores, un silencio sin escucha.
Antonella me dice que siempre es así.
La era digital como asesino serial. No hace falta venir. No hace falta verse.
Los cuerpos o la física de la ausencia. Todos los que circulan a nuestros costados son gente mayor. Pero mayor sin eufemismos. No sé si son viejos de mierda o viejitos amorosos (lo dudo), pero seguro que son mayores. Todos hombres. Y son pocos. Muy pocos.
Una conversación distraída, alguien en otro piso toma el café, un par que mira una pantalla de las muchas que hay sin usar.
Ninguno responde al estereotipo del yuppie elegante, juvenil y miserable ni es el Gekko de Michael Douglas ni nada que siquiera se le acerque.
Jolivud me sigue mintiendo.
¿Por qué vienen? ¿A qué vienen? Antonella, fría e implacable como una sentencia borgeana, me responde: “es la costumbre”.
Les tengo miedo.
Los dioses o la soledad infinita. En todas partes aparece la figura de Mercurio (Hermes en la versión griega) bajo el formato de esculturas que tal vez tengan un gran valor artístico. Aunque a mí me parecen de esas compradas en las casas de artículos para decorar el parque.
Mercurio llevaba las almas al infierno.
Miro por una mínima ventana las calles de la City y veo su gris implacable, incontenible, un infierno moderado, intenso y discreto.
No hay árboles.
Mercurio está asociado a la inestabilidad, a la volatilidad. Viajero incansable, su nombre fue derivando hacia lo frágil, lo precario, lo efímero.
Mercurio alguna vez se cargó a Wall Street… ¿O fue otra cosa?
Mercurio es el Dios del Comercio. Tal vez por eso me regalaron una lapicera al entrar a la Bolsa, cuya calidad era comparable a la de la vida de unos cuantos compatriotas.
Mercurio es el mensajero/alcahuete de los Dioses.
Evitaré obviedades.
Antonella me despide con la cordial amenaza de leer la revista sólo para ver si hablo mal de ella. Nunca tomo a la ligera una amenaza femenina.
Atravieso un enorme salón (todo es grande aquí, una especie de recinto monárquico sin reyes ni cortesanos) que funciona como antesala a mi retirada. A sus costados, pinturas en exposición.
No hay casi nadie para verlas. Cuadros solos.
Los atributos del Poder han cambiado. Como una pesadilla revolucionaria, el Palacio de Invierno está vacío.
¿Dónde están?
Porque están, sé muy bien que están.
Estremecido, recorro parte de Aglaura, una de las ciudades invisibles del Gran Italo Calvino: “la ciudad de que se habla tiene mucho de lo que se necesita para existir, mientras que la ciudad que existe en su lugar, existe menos”

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Política al dente

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Desde la Cátedra de Soberanía Alimentaria de la Facultad de Medicina de la UBA investiga el mapa de la concentración empresaria que controla los precios y la basura que comemos. Toda la información que nunca vas a leer en la prensa comercial.
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