Mu77
Libros que muerden
Crónicas del más acá.
El amor siempre nos pone entre el territorio de la gloria y la estupidez. Entre Gioconda Belli y Poldy Bird. Natalia venía de un largo asedio en torno a mi ciudadela: vamos a la Feria del Libro. Como Stalingrado, resistí un par de inviernos. Pero a diferencia de Stalingrado, capitulé. Algo de culpa, bastante de pajaronez, sectores de la ciudadela peligrosamente inflamados, hicieron que la bandera blanca ondeara sin dignidad ni honra.
Mi resistencia viene de ser un hijo díscolo, pero amante profundo y fetichista de la galaxia Gutenberg, para el cual la Feria del Libro no es el éxtasis, sino la brutal paradoja del objeto vacío.
Un viernes puente, feriado innominado, partimos rumbo a La Rural.
¡Encima en La Rural!
Viaje descansado hasta que llegamos a Plaza Italia: la estación tiene un arco alegórico, formado por textos de pelaje variado que forman un Arco del Triunfo de la cultura. Una cosa a lo Minujín, pero con dolor de cabeza. A pocos pasos, antes de la escalera mecánica, cientos y cientos de personas pugnando por subir en moderado desorden. Cientos.
Nos miramos emocionados porque supusimos una convocatoria feroz de la Cultura y los Libros. No. Están trabados porque baja un tropel de madres y padres y abuelas y tías de rostros extenuados, todos acompañados por niños pintarrajeados, con globos de colores, camisetas, pochoclos, muñecos y bijouterie de Violetta.
Allí cerca recién finalizaba el recital de la piba Stoessel, embajadora cultural de la Santa María de los Buenos Aires. Todos parecen regresar de la Tercera Guerra Mundial. Lo que prima es el cansancio más cruel, el agotamiento absoluto, el “esta parte de cuidar la infancia me tiene los huevos/ovarios al plato”. Y por supuesto, el griterío infantil, caprichos pidiendo lo imposible como en el Mayo Francés, y escenas que preludian sopapo o tirón de pelos en busca de la justicia divina.
Inútil. Los monstruos son invencibles.
Subimos penosamente, apretadísimos en la escalera de cemento, porque son muchos más los que bajan. Una veterana, que parece una persona normal, va a mi lado. Cometo mi primer error: hago contacto visual, entre empujones y resoplidos. La señora dispara: “La culpa de todo la tiene la yegua ésta”. Ligó Cristina pensé. La señora, irritada, sigue: “A la yegua ésta le pagamos entre todos, con su dinero y el mío, para que venga a entretener a Macri y su cría”. Obviamente habla de Violetta.
Espero, tenso.
Silencio…
Y cometo mi segundo error.
Digo: “Y, sí…”, mientras piso el pie de un niño, en un silencioso y anónimo acto de venganza. La veterana, decidida a mostrar su lucidez sociológica, se despacha (textual): “Las clases populares se preñan, trayendo hijos al mundo para que ésta se llene de plata, suya y mía, entreteniéndolos”.
Una obra maestra del fascismo de subte: refinamiento lingüístico y brutalidad que haría temblar de terror a Le Pen o a Göebbels. Inspiración para Stephen King.
La marea me saca de los 2 mil grados centígrados del subte. Rescato a Natalia, que desde su metro sesenta se pregunta acerca de sus posibilidades de supervivencia, y miramos alrededor. Cientos y cientos y cientos más. Una multitud caótica. Sin la velocidad ni el entrenamiento de las multitudes futboleras. Niños que se empacan, carritos que revientan tibia y peroné ajena, más niños corriendo hacia la calle ante el horror de madres y etcéteras, gente que mastica y no puede abordar la compleja tarea de, a la vez, caminar.
Un kilombo épico.
Siento ganas de llorar. Recuerdo las desventuras de Pepe Le Pou para conquistar a la gatita, buscando consuelo en el amor sacrificial. Igual, las ganas de llorar no se me van.
Cuatro cuadras de cola para entrar a la maldita Feria. Cuatro. Más ganas de llorar.
Y la multitud violetera que viene en oleadas, cual tsunami de pelotudos. Miro disimuladamente a Natalia esperando ver en su rostro piedad, fastidio, cansancio, resignación y una convocatoria al regreso a la Madre Patria, las Lomas de Zamora.
Hundido.
Pagamos, porque colarse venía complicado, y entramos.
Entrar en La Rural me ha empezado a generar en los últimos años un malestar indefinido, pero notorio. Que no es La Náusea del Gran Sartre. ¿O sí?
La Feria es inmensa, efectivamente. Más bien un inmenso e impersonal shopping. Un largo túnel de entrada (ni siquiera se les ocurrió jugar con la novela de Sábato) lleno de banners que anuncian las maravillas del gobierno de la ciudad de Buenos Aires.
¡Eso es literatura!
Y el gran salón coronado por el inalterable nombre de José Alfredo Martínez de Hoz tallado en el vidrio.
La era del consumo cancela la ética. El espacio no importa. Se lo disuelve con su significación y todo se convierte en momento, profano, urgente, innecesario.
Gente. Gente. Gente. Incluso seres humanos. Todos cargados, como burros, de paquetes y bolsas con textos.
Una fiesta para Fontanarrosa.
No falta -jamás falta- el niño que te empuja, te pisa y avanza como si el Universo fuese suyo. Tal vez tenga razón y el Universo es suyo, de ellos.
Un lector se detiene, hojea, piensa. Las palabras escritas no tienen prisa ni ansiedad. ¿Qué le vas a decir? El fulano está leyendo. Es de los nuestros. Pero leer, lo que se dice leer, en medio del tránsito de la Feria, es hacer un piquete.
Por fuera de las ofertas, hay precios descuidados, algunos impiadosos. Y vendedores amablemente indiferentes.
EUDEBA, la vieja y gloriosa editorial, ofrece una austeridad muy parecida a la escasez. Otros stands son pintorescos: conviven Cómo Hacer Tu Propia Bombacha con Por qué no soy cristiano, de Bertrand Russell, juntitos.
En un stand curiosamente vacío, junto a una pila de libros que versan sobre la sexualidad en la escuela, una joven autora espera para firmar alguna dedicatoria.
Sola.
Nadie, ni cerca. Ni para el levante ni para hacer chistes guarros y desubicados.
Nada.
Se ve que el ejercicio de la sexualidad en la escuela ha perdido convocatoria. Me da pena y pienso en acercarme, aunque sea para darle charla y que me cuente de su libro (que no voy a comprar ni mamado). No puedo. No es que no quiero. No puedo.
Estuvimos un par de horas.
Lo suficiente para restaurar mi ciudadela y huir del horror del no lugar.
El amor es así: a veces te lleva a lugares de mierda.
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