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El agujero heroico

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Crónica del Más Acá

La sorpresa es una condición de la vida inquietante. Hay sorpresas maravillosas y otras que mejor ni acordarse. Algunas te llevan la vida y otras te la traen.

Durante una fría tarde de invierno, un viernes (dato irrelevante si los hay), decidí darle una sorpresa a mi abnegada compañera e ir a buscarla a la salida del trabajo, cosa que me reclama con insistencia y que mi fiaca pertinaz y pétrea me impide hacer.

No soy Yo. Es mi fiaca.

En el trayecto pensé en posibles daños colaterales del efecto sorpresa y me sentí ligeramente miserable. El oleaje de la vida siempre algo te trae a las playas. Basura o tesoros, pero algo trae. Atravesé la Plaza de Mayo cansino, con mi elegante paso de mono paspado y bajé hacia el edificio del Ministerio de Defensa.

(A todo esto: la Plaza de Mayo no está fea, pero está insípida. Y si la Plaza emblemática de los argentinos está insípida…).Vi la oportunidad de visitar el Museo del Bicentenario (“aprendí a desarrollar la atención del cazador”, me dije), pero estaba cerrado por un “evento”, según me informó el voluminoso agente del orden que custodiaba la entrada con mirada de halcón sobre su celular.

Cazador las pelucas.

El edificio del Ministerio de Defensa es como alguna gente que conozco: imponente, cuadrado y feo.

La sorpresa me salió a medias. La petisa, emocionada por mi épica aparición pero jodidamente responsable,  tenía para un buen rato más de oficina y proyectos misteriosos de educación para los militares. Educación para los militares: una especia de imposible emocionante. Casi un oxímoron.

Resolví amenizar la espera caminando y al salir del parque-living del edificio lo vi: una estatua (artística supongo) de un soldado en la clásica postura de la carga a la bayoneta con un… enorme agujero en el medio…

Obviamente, su sentido no era la ventilación. El problema es cuál era ese sentido.

¡Un soldado con un agujero en el medio de su cuerpo!

Cavilando acerca de si lo que había visto era una metáfora de profundidad cósmica o una burrada, subí por una avenida y  pasé frente al Mausoleo de Manuel. Luego me detuve y volví sobre mis pasos. No era la primera vez que caminaba por el frente del Convento de Santo Domingo y nunca me había detenido.

Era hora.

Una deuda con Belgrano, decía mi enano solemne. Seguro que encontramos algo de qué burlarnos, decía mi enano perverso (que es el dominante).

No vi un maldito cartel más o menos llamativo que me avise que allí está Manuel, el glorioso general de los discursos oficiales. El hombre controvertido, jugado, polémico, querible, mediocre militar, según los rumores populares.

Hay, sí, un gran mamotreto de mármol oscuro, rodeado y coronado por esculturas de bronce de clásicas alegorías a la libertad, el coraje y la lucha, algunas de ellas damas con las gomas al aire o casi.

Esto de que la Libertad equivale a andar en bolas me preocupa un poco.

El arte y Yo seguimos desencontrados.

El mausoleo/monumento está solo, rodeado de un patio de embaldosado vainilla, descuidado, baño de palomas, con signos evidentes de que nadie se ocupa de él hace mucho tiempo. Seguro que para el Bicentenario lo limpian y después, 100 años más de olvido.

Con cuatro o cinco gringos distraídos lo miramos merodeándolo como lobos ante una presa a la que se le desconfía. Hay unas cuantas plaquetas, deterioradas como el conjunto, con homenajes tan poco sentidos que mejor hubieran gastado esa guita para ir a cenar.

Todas, sin excepción, todas, son de instituciones militares.

Sorpresa. Todas.

¿Cuándo se lo entregamos a los milicos?

¿Cuándo?

¿Cuando se robaron su reloj del Museo Histórico Nacional?

¿O cuando se robaron la dentadura de su cadáver?

¿Ahora también nos roban a Manuel?

No me importan demasiado las fastuosidades post mortem, pero ya que están vamos a cuidarlas, a apropiarlas, a compartirlas, porque son parte de la lucha por los sentidos.

Tanto cacareo de las preferencias oficiales por Manuel.

¿Y?

Me vuelvo sobre un crepúsculo que late alocado, lejos de meditaciones cristalinas y verdor que se vuelve noche.

Estamos en la ciudad. La ciudad de soldados agujereados y olvidos insistentes. La ciudad que te parió, abrigó y que te tira a sus mismas calles, que no te mira porque no te ve.

Soldados agujereados, Manuel, y tu tumba borrosa.

Me vuelvo a buscar a la petisa mientras recuerdo los discursos de mis maestras, las imágenes del niño soldado de Tacuarí, de la niñas de Ayohuma. Los soldados no mueren gritando Viva la Patria, sino llamando a su mamá para que no los dejen solos. Mamita…

La ciudad es brutal. Y no nos cuida.

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