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La empanada Briski
Actor, director y maestro, festejó los 25 años de su Teatro Calibán con una asamblea. Así nació esta propuesta de regresar a los barrios con obras que escuchan y conversan.
Ciertos mapeos políticos y mentales de la actualidad indican que a la izquierda está la pared, al menos según la Cadena Nacional, ciclo generalmente considerado de no ficción. El centro, promocionado por el establishment & afines, es en realidad un pasadizo falso y embarrado en el que resulta más fácil meter la pata y caer, que levantarse. Limita a la derecha con otra pared, que da a un abismo sin vida. El pasaje es estrecho, casi no caben personas comunes y corrientes. El techo bajo obliga a agacharse para andar. No hay luces. Se escucha una saturación de voces que retumban y no se entienden, y el ambiente no está oliendo precisamente bien en ese túnel partidista, cultural y mediático de la actualidad. “Si ese es el mapa político, tengo el honor de ser un desubicado”, dice Naum Normando Briski, que no habita el túnel sino otro lugar en el que cabe todo el mundo: el Teatro Calibán.
Capricorniano clase 38, Briski fundó hace 27 años ese teatro-fábrica de actrices, textos, actores, sueños, cooperativas y personajes, que los fines de semana muestra lo suyo al público, y el resto del tiempo nutre y prepara a más de 200 personas que buscan ser protagonistas de su futuro teatral. Calibán es un personaje de Shakespeare, el esclavo rebelde, símbolo de ese sujeto al que el poder ha querido siempre colonizar, concientizar o domesticar.
El rigor del deseo
Cuando Calibán cumplió años hicimos asamblea, que para mí es una fiesta”. Briski consultó a esa pequeña multitud invitada: ¿Cómo seguimos adelante con este boliche? “Me sorprendí, porque me respondieron: ustedes dejaron de hacer teatro popular. Salir a los barrios. ¿Por qué Calibán no hace algo como antes lo hacían con el grupo Octubre y después Brazo Largo?”
Traducción: Octubre fue el grupo teatral que Briski creó a fines de los años 60, fogoneado por un cura que no cabía en los túneles, Carlos Mugica, con un planteo: si existe una estrategia para el teatro, es la de convertirse en asamblea. Algunas décadas, muertes, exilios y vidas más tarde, Brazo Largo intentó retomar aquellos octubres, pero se disolvió en 2009. Explica Briski: “El teatro popular significa hacer un relevamiento de lo que pasa y sienten en los barrios, preparación grupal del texto, ensayos, vuelta al barrio, actualizar y agregar cosas a la obra. De entrada mucha gente se entusiasma, pero yo sé que este es un tiempo de pinchaduras, de confusión, donde cuesta sostener una actividad. Al primer encuentro vinieron 40 personas. Calculé: por más que se pinchen varios, podemos trabajar”. Eligieron llamarse Miguelitos. Briski ríe con los ojos y mira con los dientes: “Yo hubiera puesto otro nombre, pero lo votó el grupo, pensando en esos clavos que se usaban para frenar a los vehículos policiales”. Tal vez el nombre fue un antídoto contra las pinchaduras.
Briski es uno de los más nobles actores, dramaturgos y directores argentinos: se evita decir “el mejor” para alejarse de eslóganes publicitarios, empleados del mes, o cosas peores. No tiene la prensa que le correspondería porque no va a los almuerzos, paneles ni cócteles de las celebridades de los túneles. Pero además es un maestro para quienes buscan aprender a exponerse en escena. “Lo que se produce aquí es una mezcla enorme de afecto y disciplina”, cuentan en Calibán. Disciplina como rasgo inevitable de la gestión, del cómo hacer. Sostiene el maestro: “Si pedimos rigurosidad es porque estamos haciendo algo que deseamos con todo nuestro cuerpo y si es así, no podemos perder el tiempo ni contagiarnos de adicciones que nada tienen que ver con los excesos, ni con el ocio productivo”. Las clases se hacen sin aros, pulseras, colgantes, piercings, tobilleras, borceguíes, modas. “La idea es despojarse de lo artificial”, me cuenta uno de los calibanes. Sin tales armaduras externas, el trabajo pasa a ser sobre lo interno. “La materia de los sueños”, que necesita su propia ingeniería, arquitectura, ciencia e historia para poder materializarse, dice Briski.
Así, bajo la mirada azul del maestro, encendiendo imaginación e información grupalmente, con esos viajes ida-vuelta a Villa 21, Miguelitos fue cocinando La empanada verde. “La idea es que la gente del barrio diga: ‘Esta es mi obra, y no la de un izquierdista que vino a trabajar con nosotros’”.
Después de Mugica
De joven ya fue célebre, con películas como La Fiaca (1968), mientras comenzaba su militancia teatral-política con Octubre y el Peronismo de Base: “Pero mi mayor orgullo fue que nos recibieron en el sindicato SITRAC-SITRAM (uno de los corazones del Cordobazo de 1969) y nos incorporaron a la asamblea con voz y voto. Yo lloraba de emoción”. Sobre Mugica: “Lindo muchacho, con mucha astucia sobre lo social, con la potencia puesta en el barrio. Esa era su sexualidad”, dice y abre los ojos como si fuera el cura preguntándose: “¿Cómo hacer para que la gente esté mejor y salga de la mierda de la pobreza?”.
Asesinado Mugica, Briski huyó antes del golpe, en 1974, tras una bomba depositada por la Triple A en el jardín de su casa (huyó con su familia, y hasta su entonces ex, Nacha Guevara), pasó un tiempo escondido en Perú, vivió en Estados Unidos haciendo teatro callejero, participó en Europa en la denuncia del terrorismo de Estado, que aquí los medios serios llamaban “campaña antiargentina”: una biografía que lo trajo de vuelta al teatro (hizo una obra con los trabajadores que recuperaron Gráfica Patricios), y a una idea desafiante: “Lo único que quiero es vivir intensamente”.
Linternas y heladeras
Briski abjura de su judaísmo (se siente cada vez más palestino) y políticamente ha decidido no votar más. Tiene ideas indigestas para muchos comensales, lo cual debería ser un atributo de la democracia: “Para mí esta democracia funciona contra la gente, a la que le dan cosas y subsidios para que no se arme la podrida”. El gobierno plantea que ha habido avances en la inclusión. “Son modelos anunciados como humanistas, pero no modifican las estructuras para que no caigamos en un modelo neoliberal. No se institucionaliza nada, y entonces te dan cositas, pero no cambia la realidad”.
¿La gente no recibe mejoras concretas? “Pero las mayorías no asumen el sistema, sino que lo utilizan. Lo que está pasando no es de la gente: es del Estado. Hay un escenario que controla la situación y donde pasan las cosas. ¿Y qué somos nosotros? El público. Ni siquiera el pueblo. Eso no tiene nada de revolucionario, y lo digo aunque no esté de moda la palabra”.
¿Y el conflicto entre oficialismo y medios o políticos opositores? “No es una interna entre revolución y capitalismo, sino entre capitalistas. Y encima aquí hasta la izquierda es conservadora, la otra cara de la misma moneda”. Muchos de sus viejos compañeros defienden al gobierno ante el ataque, por ejemplo, de los fondos buitres: “Son luchas dentro del sistema. A alguien se le está acabando un negocio. Y esos viejos compañeros, creo que en muchos casos están cansados, envejecidos. Los conozco, tienen la gestualidad del funcionario. Me guiñan un ojo: ‘Dejate de joder, boludo, adaptémonos a los tiempos’. Es una racionalización de la derrota. Ocurre incluso con los intelectuales, que son funcionarios, o están ahí para serlo”.
¿Y los jóvenes que volvieron a la política? “Eso pasó por (Néstor) Kirchner, y te muestra que había un espíritu antiimperialista. Hubo un entusiasmo, una exaltación, pero a veces eso te hace meter en la milonga equivocada, pero hay gente que va encontrando información, es sensible, ve cosas, como la aparición de los nietos, y dice: ‘che, no nos perdamos esto’”.
Puede haber convicción, buena fe. Briski indigesto: “Me cuesta pensarlo si hablamos de mis viejos compañeros. Es gente inteligente, que sabe, como yo lo sé, que se necesita del Estado para trabajar en Canal 7, o de Suar para estar en la vereda de enfrente”, dice, escapando otra vez de cualquier túnel. Algo es seguro: con su posición no gana nada en términos de negocio ni de guiñadas de ojo. “Siempre pensé que no hay ninguna luz al final del túnel. Si querés ver la luz, conseguite una linterna, o juntate con otros y hacé el camino”. Su teoría: “Tenemos que saber estar a la intemperie. A veces es un lugar de soledad o de incomprensión, pero si te plegás a ideas que no son tuyas, o a las de tus enemigos, si te engañás, te terminás enfermando: el cuerpo se da cuenta. Como los que dicen que Argentina es un país sojero y transgénico, que significa envenenar a la gente, y creen que eso resuelve el problema económico”.
¿Qué significa aquello de vivir intensamente? “Hacer lo que te apasiona. Si las razones van delante de las pasiones sos un aburrido y el que racionaliza todo hace algo muy parecido a la locura. Pero a la vez, el apasionado necesita razonar para sostener la pasión: eso es salir de la alienación”. ¿De qué modo? “Hay que mantener la rebeldía. Si no hay grandes causas, que haya minicausas que permitan que la rebeldía sea una práctica de todos los días. Si no, sonaste. El contagio de la rebeldía a las mayorías es algo que no depende de uno, es imprevisible, pero eso no quiere decir que no hay que hacer nada: al revés, hay que nutrir esa rebeldía para sentirse bien. No hay que morir por una causa. Hay que vivir por causas, es lo más pícaro que uno puede hacer: ahí aparece el amor, la aventura, la vida”.
Como las cosas son imprevisibles Briski sostiene que no hay fechas para las revoluciones, como no las hay para el amor: “A esta altura no quiero estar más en política: demuestra tanto que el que mete un dedo se vende, se compra, entra en intereses, que prefiero pensar en lo social”.
Mientras Calibán se llena de rumores porque va a haber un ensayo, Briski propone pensar en otra modernidad: “Una buena modernidad que nos saque de los intereses descalificadores de lo humano. Yo todavía creo que tiene que haber una asamblea de los justos, de gente justa que en lugar de racionalizar los errores logre inventar lo nuevo. Inventar es el mayor potencial humano”. ¿Con qué recursos contamos para semejante proyecto de la reinvención? “Es difícil, pero lo principal es el juego infantil, no el profesional. Jugar es la manera de vincularse, que es mucho más que conectarse. Los alienados no inventan ni se vinculan. Su proyecto es durar y conservar. Entonces, la vida es como una heladera. No estoy en contra de las heladeras, sólo digo: no te cases con ellas. Vivir es más que durar”.
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