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Teatro sin telón
Los Miguelitos. Primero escucharon, investigaron y caminaron la Villa 21. Luego, escribieron colectivamente una obra que intenta reflejar aquello que encontraron. El acto final fue estrenarla en esa villa para exponer y exponerse. El resultado: La empanada verde.
La señora Siria vive en una villa, se rompió el inodoro de su casa con las consecuencias que cualquier olfato puede imaginar, no sabe cómo solucionar el problema que inunda también a los vecinos, y para colmo empieza a recibir visitas.
Aparecen evangelistas, oficialistas, troskistas, macristas, turistas, documentalistas, organizaciones de caridad, todos para hablarle, seducirla, proponerle que ella los acompañe, los siga o participe en lo que hacen. Pero nadie atiende lo del inodoro, problema que sigue fluyendo. Aparece también el marido de Siria que ni la mira, hipnotizado por las peleas de panelistas televisivas a las que define científicamente como “putardas”. Pasan la maestra, el Paco, y también un hijo de Siria con novia y colchón a cuestas, y un telescopio para ver lo que ocurre más allá del barrio. Hay ventanas, sillas y muebles que hablan, se mueven, discuten y opinan. Hay un gendarme que busca morder algo. Y un loro paraguayo enamorado, que toma dos decisiones asombrosas.
Es apenas un esbozo sobre lo que muestra La empanada verde del grupo de teatro popular Miguelitos. En un ensayo abierto en el Teatro Calibán, una de las protagonistas irrumpe anunciando que triunfó la lucha del acampe villero en el Obelisco. Luego, cuando termina la obra, la gente aplaude de pie. Pasada la ovación, se produce un profundo silencio. Treinta actores y actrices de entre 20 y 76 años saludan, se sientan en el piso y miran al público.
Norman Briski, el director, propone el debate que es arte y parte del teatro popular. Un hombre se anima, cuenta que le gustó la obra, habla de su militancia en un barrio, pero se le quiebra la voz y no puede seguir. Sin una explicación racional, se me llenan también los ojos de lágrimas. No soy la única. Las carcajadas que se escucharon durante toda la función se transformaron en emoción y conmoción que no dejan continuar con el debate sobre este acto que ha sido teatro y actualidad al mismo tiempo.
El comienzo
“El nombre de nuestro grupo es un homenaje a los clavos miguelitos (caen siempre con una punta hacia arriba) que se llaman así por el chileno Miguel Enríquez, del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que los usaba para frenar a la represión”, explica el actor Daniel Ferrandino, Pájaro. El grupo nació del deseo de retomar la experiencia del propio Norman Briski en el grupo Octubre. Cuentan que el deseo común fue el de salir hacia los pasillos de las villas con una obra. “Es volver a actuar en espacios en los cuales surgen las ideas nuevas y emancipadoras”, cuentan casi a coro los Miguelitos. Busco “emancipar” en el diccionario, y una de las acepciones es: “Recuperar la autonomía, libertad, soberanía o dignidad”. Con esa convicción, se conectaron con el Movimiento La Dignidad, de la Villa 21, para conocer el barrio y construir entre todos la obra. Los ingredientes: observar, escuchar y conocer lo que relatan los vecinos.
Así crearon los personajes que van cocinando el clima para que Siria (el nombre del personaje es otra definición en sí mismo) imagine una empanada venenosa, mientras es invadida y acosada por el cúmulo de visitantes, cosa que a la vez es muy graciosa pero va provocando en el espectador el crecimiento de una bronca verde frente a tantos solidarios sordos ante los problemas reales de Siria. “La pobreza se transformó en un negocio”, dicen los Miguelitos. “Todos se acercan por intereses. Nadie está interesado en Siria; lo que buscan es su voto, su adhesión, captarla, atraparla”.
Es interesante que esa invasión supuestamente solidaria y bien intencionada sea un dato crucial en el ranking de problemas expresados por el barrio.
Obra en construcción
Los Miguelitos dicen que la obra no tiene una dramaturgia cerrada. Cada vez que sucede algún acontecimiento social o político, se considera en asamblea y puede incluirse. El guión se actualizó, por ejemplo, con el desalojo de la villa Papa Francisco, que ocurrió días después del ensayo general.
La primera función en el propio barrio fue en una canchita de cemento llena de charcos en el interior de la Villa 21. El espacio es muy distinto al de un teatro oscuro donde una voz amplificada pide que el público apague el celular durante la función. En el barrio no sólo no hay micrófonos, sino que el sol del mediodía pega de lleno en todas las cabezas. Los perros saltan excitados entre los actores. La obra se representa junto a otra obra en construcción: unos hombres levantan una casa mientras miran las escenas desde el techo. Los chicos se ríen fuerte con los disparates cloacales, y unas mujeres traducen en voz alta y comentan sonrientes cuando uno de los personajes habla en guaraní. Sin micrófono, luces, escenario, cosas que funcionen, público momificado, cualquier elenco convencional haría un clasiquísimo mutis por el foro.
Aquí, en cambio, las dificultades del barrio se incorporan a la obra. En una escena los actores necesitan que salga agua de una manguera, pero no hay agua en las casas de la villa. Actuar es eso: lograr que todos imaginen el agua. Una de las características del teatro popular es que la fuerza de los actores tiene que superar los inconvenientes que se presenten en el territorio, me advierten. Tienen que incorporar las distracciones que vayan sucediendo a la propia escena y, al mismo tiempo, lograr que crezca la convocatoria función a función.
Por ejemplo, los mismos Miguelitos recorrieron el barrio antes de comenzar la función, cantando “acá estamos los actores que traemos diversión”, para convocar a los vecinos. Son una banda que irrumpe en el barrio con alegría. En la trama de La empanada verde, los artistas también son personajes que se entrometen en la casa de Siria sin resolverle sus problemas. ¿Por qué tomaron esta decisión de actuar una autocrítica? Eliana Wassermann, una de las actrices: “Nosotros sabemos que somos parte de la invasión en un territorio ajeno. En la obra los actores también creen que vienen a alegrar, y tal vez molestan. Somos parte de nuestra propia visión crítica y de nuestro análisis sobre lo que creemos que pasa”.
¿Qué es lo que pasa? “Al barrio llegan puras palabras pero, a la larga, todo sigue igual”. Pero si todo sigue igual ¿para qué actuar en los barrios? Tal vez ahí se asome el corazón de la propuesta de Norman Briski: salir, moverse, exponerse, arriesgarse ante vecinos que no son el público convencional sino los que padecen los problemas, cosa que, por lo pronto, garantiza que algo va a cambiar y a influir en los propios actores. Briski ha dicho sobre estos Miguelitos: “Parece que nos consideran buena gente, y eso es muy importante para empezar. Somos buena gente interesada en lo que está pasando en nuestro propio país. Eso es simpático o empático, pero ¿es suficiente? No se sabe. No podemos medir, como en otros tiempos, la capacidad reproductiva de la presencia en el barrio”. Ese no saber empuja a seguir actuando.
El grupo agrega intenciones: apoyar reivindicaciones, reforzar la capacidad barrial de organizarse, ser solidarios “sin ningún interés que no sea acompañar la complejidad enorme que significa hoy este sujeto de la pobreza tan difícil de configurar, por la penetración del sistema”. El hallazgo es que en la propia obra, “los del teatro” van a ver a Siria para decirle que quieren representar sus dolores y sus infortunios, a lo que Siria responde catalogándolos como manga de inútiles y payasos que en realidad querrían trabajar en televisión, y proponiéndoles que actúen de cloaca. Crítica, autocrítica, exposición y capacidad de reírse de uno mismo: así también se hacen rellenos para las empanadas.
La decisión del loro
Los Miguelitos usan sus propios cuerpos como escenografía: son muebles, percheros, baldes. El recurso mezcla ingenio y autogestión. Por un lado es un recurso expresivo notable, cuando los objetos pueden interpretar lo que pasa en la vida cotidiana. Pero además, brinda movilidad al grupo, levedad de movimientos para planificar con más posibilidades la idea de llevar La empanada verde a la mayor cantidad de barrios, villas y comunidades posibles. El grupo es una cooperativa, que financia sus gastos a pulmón y mediante la venta de bonos que les permiten salir al mundo, que no deja de ser otra obra en construcción.
Un detalle que explica varias cosas. El loro paraguayo, según se ha dicho, está enamorado. En un momento clave de la obra logra recuperar sus alas y toma dos decisiones de alcances imprevisibles:
1) Renunciar al oficio de ser mascota y de tener patrones.
2) Dejar de repetir las palabras que dicen otros.
¿Puede ser que ese pajarraco esté diciéndonos algo sobre nosotros mismos? Habrá que repasar el contenido de esta empanada en la que hasta los loros elijen las posibilidades del vuelo, la invención y la libertad.
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