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Pensar la escena
Guillermo Cacace, uno de los directores más interesantes de la época, analiza la política cultural, la situación del teatro independiente y del oficial.
Visitó el Teatro San Martín a los catorce años en una excursión de colegio secundario y no fue una salida más. Una multiplicidad de factores lo condujo a descubrir su vocación, admite, pero aquella obra de teatro en esa sala oficial movió algo en su interior. Eso volvió a latir mientras hacía el servicio militar y, al mismo tiempo, tomaba clases de actuación. “Me voy a morir si no vengo acá”, le dijo a su profesor.
Guillermo Cacace es actor, director y docente. Dirige Mi hijo sólo camina un poco más lento en una sala de teatro independiente y La crueldad de los animales en el Teatro Nacional Cervantes. La primera, con dramaturgia de Ivor Martinic, autor croata, agotó localidades durante el 2015 y apenas se repuso este año vendió ocho funciones en 72 horas. La segunda, de Juan Ignacio Fernández, ganó un concurso de búsqueda de nuevos autores, giró durante 2014 por distintos puntos del país y en octubre llegó a la sala Luisa Vehíl del Cervantes. Ambas sacuden, estremecen, conmueven.
La trinchera
Cacace alquila y gestiona desde hace más de una década una sala en el barrio porteño de Balvanera, a la que llamó Apacheta. En diciembre pasado el propietario del lugar decidió vender. Dio un plazo de tres meses para que le hagan una oferta; si no, ya tenía comprador. Después de la sorpresa y la incertidumbre, pidieron ayuda a familiares, amigos y espectadores que quisieran colaborar. Lograron reunir el 50 por ciento y por el resto, hicieron una hipoteca. “Comencé gestiones en Cultura, en Nación –relata Guillermo-. Hay subsidios para empresas, para el campo, para la educación, pero no para sostener un espacio cultural. Proteatro y el Instituto Nacional de Teatro ayudan a producir una obra o a sostener el mantenimiento de un lugar, no a comprarlo. Hubo un apoyo masivo del público, ahora esperamos que llegue ayuda del Estado. Ante muchas decepciones o situaciones sociales que generan mucha tristeza, el anuncio de que nos quedamos en esa sala se ha convertido en metáfora de una alegría que estábamos necesitando muchos. Tener un lugar donde proyectar las ganas de que suceda algo distinto es una energía que nos llena de algo muy vital”.
Mudarse a otra sala no era una opción: la Apacheta ya tiene historia de resistencia. Comenzó cuando, trece años atrás, se propuso encontrar un lugar para alquilar y dar clases de teatro, dirigir, ensayar y poder compartirlo con otros colegas. Caminaba por la calle Pasco al 600, levantó la mirada y vio una ventana que le llamó la atención. Abajo había una concesionaria de autos, arriba una especie de galpón. Habló con el dueño y le pidió ver el lugar. Había sido alquilado a un grupo de cineastas que filmaron cortos, luego se convirtió en iglesia evangélica y más tarde en una fábrica de botones. Pese a que el panorama era desalentador –agujeros en el piso, paredes destruidas, pasto entre los ladrillos- y la zona no parecía muy propicia para el ámbito teatral, pensó: “Es acá”. Ofreció alquilarlo y ponerlo en condiciones. Familiares, amigos y alumnos ayudaron a reconstruirlo. Con el tiempo arrancaron los talleres de teatro, los ensayos, los estrenos de obras. El éxito de Mi hijo sólo camina un poco más lento les trajo propuestas de llevarla a otras salas más grandes, por más dinero, que fueron rechazadas por la lealtad hacia el espacio. “Hemos remado con espectáculos a los cuales venían diez personas. No nos vamos a ir ahora. Es tiempo de seguir apostando acá”, fue el lema de ese cambio.
Al costado del mundo
Cacace diferencia a los gestores culturales de los empresarios, y traza esa diferencia con una fina línea: “El teatro independiente tiene otra denominación que yo prefiero y que es la de teatro alternativo. Es una alternativa al teatro comercial y oficial por los temas, el lenguaje y las condiciones de producción. Si el teatro oficial se torna tan inconsistente como en este momento, el teatro independiente pasa a no ser una alternativa, porque para que haya una alternativa a algo tiene que existir del otro lado: una entidad a la cual ser la alternativa. Cargarse con la responsabilidades del teatro oficial sin tener su infraestructura es de una exigencia que no tenemos que asumir. No sirve operar de modo asistencialista con los artistas. Es importante hacer un seguimiento de gestión, de cómo circula lo que se está subvencionando. ¿Lo hacen para aflojarte la soga del cuello o para que un día seas independiente y no necesites el subsidio? El teatro independiente pasa a ser un teatro dependiente de subsidios magros. Entonces lo que se genera con los subsidios son muchos teatros dependientes de muy poquita plata versus lo que podría ser luchar por otro presupuesto de cultura, que los subsidios sean más altos, más eficientes y tengan un seguimiento tal como para decir: este elenco que en una época subsidiábamos ahora tiene público que lo va a ver. Creo que hoy en día los teatros independientes lo somos a nivel de los contenidos, pero no de ese magro subsidio que nos da el Estado”.
¿Y cuál es la responsabilidad del teatro oficial?
A diferencia del teatro alternativo y del teatro comercial, le cabe una responsabilidad pedagógica y si no la asume se empobrece mucho el mapa teatral de la ciudad. Para mí el “pecado” más grave del teatro oficial es que no es un sitio de pertenencia de la gente, sino que es el sitio de pertenencia de una clase media intelectual que se reproduce a sí misma en esos espacios y arman generaciones que van a ver obras a estos lugares. Esto no se puede revertir sin una política cultural que se ocupe de que estos otros espacios tengan llegada. ¿Por qué mi vecina o la vecina de un barrio más periférico que el mío pasaría por la puerta del San Martín y le interesaría entrar, si nunca hubo un puente entre su realidad y la de ese espacio? Yo entiendo, con todo dolor porque que me dedico a esto, que lo sienten como un sitio ajeno; ni hablar dentro del circuito de teatros oficiales, de un teatro como el Colón. Que el San Martín y el Cervantes estén con andamios es algo grave, pero más grave aún es que esto sea una de las consecuencias: es casi la metáfora de años de no tener una reflexión sobre qué significan esos espacios en la ciudad.
El lugar del espectador
El arte es una multiplicidad de prácticas sensibles, sugiere Cacace. Simpatiza con la idea de que lo artístico tiene la capacidad de afirmar que hay una alternativa para lo dado, y que la vía de construcción de esa alternativa no es meramente intelectual, sino sensible. El teatro construye otra realidad distinta a aquella que habitamos en lo cotidiano y en las obras que dirige busca armar una horizontalidad para poder compartir algo que repita la matriz de las relaciones amorosas. “Yo no te uso a vos para mi proyecto, sino que quiero compartir algo con vos. Una cosa es decir: yo quiero estar en pareja porque tengo ese proyecto, a preguntarse ¿qué hace ella en mí, qué hago yo en ella? Desde ahí se puede construir porque queda afuera ese concepto del uso, tan ligado al consumo, a lo utilitario, nadie usa a nadie. Sería un error pensar que usamos al público para hacer una obra: el público es lo que necesitamos para construir juntos”.
¿Cuál es la mejor relación entre el artista y el espectador? ¿Qué los une y qué los separa? “El artista muchas veces se convierte en alguien que ha entendido algo y que te lo explica a vos que todavía no lo entendiste. Entonces entrás a un museo porque hay gente más elevada que vos, que no entendés. Y no hay nada que entender: lo que ha hecho la política cultural es hacerte creer que algo de lo que pasa en lo artístico lo tenés que entender. Mi mamá por ejemplo, me decía: ´me gustó, pero no la entendí´. ´Pero mamá, si yo te vi conmovida´. ´Sí, Guille, pero no la entendí´. Si tenés docentes que de chico te llevan a ´la meca del teatro´, cagaste. Si te dicen que son los sitios inaccesibles donde el arte se realiza, entonces el arte pasa a ser un bien suntuoso, algo exótico, que no es para todos. El filósofo italiano Giorgio Agamben dice que todas estas cosas eran de la gente y, en algún momento, la cruza de la religión y el capitalismo hacen que se en conviertan en objetos sagrados. En la medida en que se vuelven sagrados, ya no son más del pueblo. Profanar lo sacralizado, esa es la misión contemporánea”.
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