Mu98
El maíz no se toca
Las lecciones de México sobre transgénicos y mucho más. La batalla por resistir al maíz transgénico es una reveladora manera de conocer qué pasa en un país atado a los tratados comerciales con Estados Unidos y a la violencia que eso genera en todo su territorio, cultura y vida. Por Soledad Barruti.
Las lecciones de México sobre transgénicos y mucho más. La batalla por resistir al maíz transgénico es una reveladora manera de conocer qué pasa en un país atado a los tratados comerciales con Estados Unidos y a la violencia que eso genera en todo su territorio, cultura y vida. ▶ SOLEDAD BARRUTI
Mientras que en Latinoamérica los cultivos de maíz transgénico no paran de crecer expandiendo sus fronteras sobre bosques, montes, comunidades, sobre otros alimentos posibles, haciendo difícil siquiera imaginar cómo podrían limitarse, en México se sostiene una batalla increíble porque así no sea. Que no ingresen y que los que ingresaron se vayan. Alianza en Defensa del Maíz se llama el grupo de 53 personas y 20 oenegés que desde 2013 lleva adelante un litigio contra Monsanto, Syngenta, Dow Chemical, Pioneer, Du Pont y el estado Nacional para obligarlos a cumplir el principio precautorio. Esto es: para que antes de seguir sembrando demuestren que los cultivos genéticamente modificados no afectarán a los tradicionales, ni a la dinámica de su campesinado, ni a su alimentación. Además piden que consulten a los involucrados –campesinos, indígenas, productores medianos y grandes- si saben de qué se trata lo que vendría y si están de acuerdo o no. Lo insólito es que hasta ahora resultó bastante bien: instancia tras instancia les vienen dando la razón y los cultivos están prácticamente suspendidos. Se trata de un triunfo que se sostiene por una convicción de miles de años que encuentra eco en todo México: si se pierde el maíz se pierde el mundo, y más que el mundo, el universo entero.
“Es imposible hablar del maíz como si fuera algo escindido de la realidad -dice Adelita San Vicente-. Estamos en un momento en que para algunos nada vale, ni la vida en sí ni lo que sostiene a la vida, como el alimento, nada. Y ante eso hay que defenderse”. Mujer de sonrisa fuerte, grueso pelo negro, mirada filosa, maestra rural con algo de agrónoma, custodia de semillas y madre de esta Alianza que no descansa, Adelita antes de hablar de maíz, habla con dolor de los cuerpos torturados y despachados como si fueran cosas casi a diario; del fotoperiodista Rubén Espinoza asesinado por sicarios junto con tres amigas en pleno DF, de los 43 estudiantes de Ayotzinapa que el monstruo deglutió; de la pobreza, de la riqueza, de la megaminería, de la impunidad con la que el mal se les viene encima. “La única esperanza está en la gente”, dice. Lo ha visto antes: el poder que tienen las personas cuando ya no aguantan. “Son muchos los que están en la calle. Porque lo que se juega es lo que somos, contra lo que nos quieren ser”.
Por qué México
México arde: en sus muertos, en sus desaparecidos, en sus montañas hechas pedazos, en sus humedales tapados por centros comerciales, en la comida que desaparece de sus tierras y en la gente que se desplaza del campo a las ciudades. Básicamente les ocurre lo que al resto de nosotros que agarramos el paraíso y lo pusimos en venta, bajándole el precio al suelo. Pero allá hay algo distinto: México insiste en volverse menos metafórico. Cada esquina es una representación cabal de esta tragedia en la que anda la Humanidad. No hay batalla que no sea de la vida contra la muerte y de la muerte contra la vida de un modo intensísimo y esperanzador.
¿Por qué México?
Bueno, somos el ombligo del mundo, dicen.
Ahí surgieron más de 300 pueblos indígenas que hoy conservan una descendencia de 15 millones, que no abandonan su posición de resistencia. Cómo habrían de hacerlo si fueron ellos los que descubrieron perfectas formas de leer el cielo y entender la tierra, con cientos de idiomas para contarla, con sistemas de cultivo perfectos, modernos todavía ahora. Entre calendarios, planetas y dioses que aún funcionan, ahí se domesticaron cien plantas que son hoy el sustento y la gloria culinaria de una gran parte del planeta.
Tal vez por eso, México.
Porque en ese proceso alquímico de la tierra, las semillas, la comida, surgió esa planta que cuenta la leyenda, hizo a los hombres y mujeres, y no al revés. Un alimento sagrado que conquistó al mundo cuando vinieron a conquistarlo y que hoy, que todo está tan roto, logró dar con su propia némesis maldita: un maíz amarillo fuego, siempre igual, transgénico, idéntico al atolladero del sistema que quiere tender una única monocultura a como dé lugar.
“Contra todo eso vamos, con el maíz bajo bandera”, dice Jesusa Rodríguez . Ella, famosa dramaturga, cantante, feminista, vegana, activista social, intérprete del mundo simbólico que se expresa con furia y de un modo cada vez más directo en ese país todos los días, se unió a la causa sin dudarlo, y desde esa trinchera habla del fin. “El fin de las relaciones humanas, de la comprensión, de la empatía. Eso es lo que está en juego. Qué mundo queremos: mira nomás”.
Inconciliables
Verlo es entenderlo todo.
La sala tiene el tamaño y la disposición de un modesto teatro: un escenario ovalado con un televisor a la izquierda y un escritorio a la derecha; allí se sienta un hombre bajito, moreno, de manos sudorosas y traje gris. Está abocado a la tarea de acomodar una a una, un pilón de hojas: es el secretario del juzgado. Frente a él unas treinta sillas casi todas vacías, menos las que ocupan los que esperan su copia para dar por terminada la sesión. A la derecha, cuatro hombres vestidos de trajes negros y camisas blancas, costosas telas frías; sombras que miran de reojo teléfonos celulares: son los abogados de las empresas demandadas. A la izquierda, dos sillas vacías después, siete mujeres con sus huipiles verdes, fucsias, amarillos, bordados de flores, de figuras geométricas, de personitas y animales: están Adelita y Jesusa, junto con otras de las demandantes de la Alianza del Maíz. Junto a ellas, René Sánchez, su abogado, de saco oscuro. Y detrás de ellos, dos hombres de vistosas corbatas, se echan una siesta sobre sus propias manos: son los abogados por el gobierno, uno de la Secretaría de Medioambiente y Recursos Naturales, Semarnat, y otro de la Secretaría de Agricultura, Ganadería y Desarrollo Rural, Sagarpa, parte demandada y garantes de un juicio justo.
Roncan.
Un rato antes el secretario del juzgado había intentado buscar un acuerdo porque para eso son las mediaciones y a fin de cuentas –no lo dije- para eso están acá: para ver si llegan a algo viéndose las caras.
El hombre bajito esbozó el caso, puso en duda el método de pruebas que habían llevado los demandantes y le dio la palabra a René Sánchez, a ver cómo se defendía. “Nosotros queremos que hagan consultas con nuestros especialistas y los posibles afectados”.
Los abogados de las empresas cuchichearon. Uno dijo: “Acá se debería llegar a un acuerdo, se decide aquí”.
“¿Cómo se va a decidir aquí ,si aquí no están todos? ¿Si ni nos queda claro cuál es el negocio que quieren emprender? ¡Si no lo quieren ni explicar!”, dijo Sánchez todo de golpe.
Ellos: “Lo que queremos hacer es lo que nos permite la ley”. Sánchez otra vez: “La ley no permite todo”.
Y así.
Hasta que el abogado de Syngenta dijo: “No va a haber acuerdo”.
Entonces el secretario preguntó: “¿Qué dicen Sagarpa y Semarnat?”.
“Lo mismo; que no”, respondieron los letrados oficiales antes de ponerse un rato a descansar.
El desesperante mundo presente, diría Víctor Toledo. La crisis civilizatoria desplegada: lo privado haciendole frente a lo público, queriéndolo todo para sí, y la comunidad resistiendo y “fermentando una transformación radical y profunda que permita vivir, convivir y producir”.
La sesión termina con un apretón de manos. Los cuatro abogados se van, las mujeres y René Sánchez esperan para sonreír: cada vez que no pierden ni retroceden es un día más. Así llegarían hasta este marzo donde lograron la famosa suspención definitiva de la siembra comercial.
Qué comes, qué adivinas
La historia de este conflicto es larga. Puede empezar hace 500 años. O hace 80. Pero empecemos mejor por 1996, cuando Monsanto aterrizó con sus transgénicos en México. Los primeros cultivos fueron de soja y canola genéticamente modificados para resistir al herbicida glifosato. El permiso otorgado por el gobierno local –basándose en estudios de la empresa con aprobaciones ganadas en Estados Unidos- incluyó enseguida el consumo humano y animal. Pero el maíz, que compone el 40 por ciento de las calorías y proteínas diarias de la dieta de ese país, era un tema más delicado: para las multinacionales un negoción, para los mexicanos un sacrilegio.
Y acá es importante hacer una diferenciación: de qué hablamos cuando hablamos de maíz.
La tecnología de transgénesis para el maíz -RR (resistente al glifosato) o BT (que produce una proteína tóxica para los lepidopteros), o la combinación de ambos- está aplicada sobre la variedad de la que se alimentan no directamente las personas sino la industria alimentaria. Con un alto contenido en azúcar, es el maíz que obligan a engullir a los animales encerrados en las granjas factorías para que engorden más rápido, y es también el que aparece bajo distintas reorganizaciones moleculares en los alimentos ultraprocesados.
El jarabe de alta fructosa, un azúcar que está presente en el 80 por ciento de los productos de caja, el glutamato monosódico, varias vitaminas con las que se fortifican los alimentos industriales, el colorante caramelo, por supuesto el aceite en el que se fríen las cosas que no se fríen en aceite de soja y lo que termina de rellenar productos como las patitas de pollo: todo es ese maíz. Que en México no se produce sino que se importa -con toda esa enorme ideología alimentaria de Coca Colas, Big Macs y tortillas industriales- de Estados Unidos.
El maíz de consumo directo, el que hace esa fiesta que son las tortillas artesanales, los tacos, los tamales, los tlacoyos, es -son- 61 variedades de maíces locales que dan millones de variedades distintas. La mayoría son nativas aunque hay algunas híbridas, sobre todo el maíz blanco. Pero transgénicos, jamás.
En esa producción, la del delicioso maíz de consumo directo, México no sólo es autosustentable sino que es exportador: sus cultivos dan 22 millones de hectáreas; ellos comen 10 y el resto se va.
Entonces, no es que los mexicanos no estén hace años consumiendo maíz transgénico como comemos todos sin querer y sin saber, sino que casi no lo hacen cuando comen de verdad. Sus recetas, caseras, cocinadas por humanos, mexicanas, genuinas, son de maíz que es puro maíz, sin genes incertados a la fuerza.
Centro de origen
Hace 6 mil años no había maíz. Ni en México ni en ningún lugar del mundo. Lo que había, en lo que hoy es Puebla, era un zacante llamado Teocintle: una planta parecida a un pasto flaco y alto con un penacho en la punta. El resto es un misterio: hay rastros arqueológicos y pruebas de laboratorio, pero ninguna sirve para enteder cómo fue que se dio ese salto cuántico que es el choclo, el elote, el maíz. Las líneas de investigación van de la cruza que hicieron distintos grupos humanos, a una planta que por algún motivo evolucionó en esa dirección.
Dudas y más allá, relatos.
En las historias son los dioses los que alcanzan la primer semilla que constituirá a esos hombres y mujeres que no estarán hechos de barro ni costillas prestadas sino de sangre, carne y alma de puro maíz.
Biológicamente hablando, el maíz es un fenómeno rarísimo que parece una confirmación de los mitos y leyendas: si no hubiera agricultores liberando las semillas aprisionadas en la mazorza esta planta estaría condenada a la extinción. La fertilización también es una puerta de entrada a la relación intraespecie: los órganos masculinos que contienen el polen del maíz están en la parte superior, al aire libre, y tienen la difícil tarea de llegar a mazorca, atravesarla, acceder a la parte femenina. Interrumpir ese proceso, sacudir el polen de una planta a otra es fácil y permite crear nuevas cruzas de posibilidades infinitas. El agricultor puede seleccionar a su antojo los más bellos y deliciosos, los más tenaces y mejor adaptados. Y no sólo eso: cuando lo necesita puede ir hacia atrás para fortalecer adaptación.
Una de las prácticas agrícolas más interesantes que se han desarrollado –y que todavía se usan- es la de recruzar el maíz nativo con el teocintle, devolviéndole a la planta su recorrido genético de millones de años, donde ocurrió de todo: sequías, inundaciones, heladas. “La memoria genética de la diversidad que le permitió al maíz fortalecerse a lo largo de todos esos miles de años todavía está en el campo mexicano”, dice Antonio Turrent, un hombre amable, estudioso, cálido y a la vez combativo, siempre desde la información, desde el conocimiento.
Es ingeniero agrónomo de esa generación latina que floreció en los 60 y quien más ha estudiado el potencial productivo que tiene el maíz criollo en México. “La biodiversidad que hay en el campo mexicano es mayor que la que hay en los bancos de germoplasma de todo el mundo. De las variedades, cada año salen miles de millones de plantas diferentes entre sí que producen los agricultores. Es infinita la diversidad posible también: y cada variedad es una oportunidad de subsistencia ante el cambio climático, la inestabilidad, las tragedias esperables. Son plantas que saben superar muchas de esas contigencias, porque esos eventos que vendrán en el futuro, ya les tocaron. Le tocaron al maíz y al teocintle y a los ancestros del teocintle 20 millones de años atrás. Es la teoría darwiniana del éxito de la evolución la que tenemos representada en nuestro principal alimento: por eso es importante que permanezcan sin contaminación”.
El peligro más grande -no sólo para México, sino para todo el mundo que consume ese grano- es la contaminación de ese pasado: la desaparición de la memoria genética que encierra el secreto de la vida que lo trajo hasta acá y al que se podría recurrir cuando el presente aceche.
Para explicar todo eso, entre otras cosas, surgió uno de los grupos más activos que tiene la región: la Unión de Científicos Comprometidos con la Sociedad, una organización que Turrent presidió hasta hace muy poco. Es parte de la Alianza por el Maíz y está conformada por profesionales de distintas ciencias, que subrayan una y otra vez que el campo no es el ente inanimado que proyectan los biotecnólogos en su laboratorio.
El vínculo íntimo de los pueblos del maíz con sus plantas se basa en el entendimiento mutuo y, sobre todo, en la libertad.
Los campesinos, cuando cuentan con lugares, suelen ser territorios breves y más difíciles. De las 8 millones de hectáreas dedicadas al maíz en México, 3 millones son de excelente calidad; ahí es donde los maíces transgénicos intentan penetrar. El resto, 5 millones están distribuidas en pequeñas parcelas de calidad diversa. Y no se producen con la lógica de la propiedad privada. “¿Por qué? Porque con el maíz ocurre igualito que con nuestra especie, si se cruza entre familia se debilita -dice Turrent-. Y en 2 ó 5 hectáreas, que es lo que tiene un campesino promedio, eso sería inevitable. Una buena manera que encontraron de protegerse eso es intercambiar las semillas. Así ya nadie cuenta con una sola hectárea, sino con todo el territorio. La producción es colectiva. Es algo que está en el ADN de la planta y del productor. Por eso cuando un productor se va lejos de su tierra, siempre lleva su maíz. Y lo que va a regresar es algún maíz del lugar a dónde fue: quiere que se crucen como se han cruzado las tierras en su propia historia. Así se ha dispersado al maíz por toda Latinoamérica”.
Oda a la necedad
A fines del año 2000 un grupo de investigadores de la Universidad de Berkley denunció que en Oaxaca y Puebla el maíz nativo estaba contaminado con los transgénicos, que se suponía aguardaban el limbo de las moratorias su aprobación. Entonces se empezó un juicio –el primero- contra el gobierno mexicano. Se llevó adelante un informe participativo cuyos resultados nunca fueron develados. Se publicaron informes que mostraban que más del 33 por ciento del maíz estaba contaminado. Comenzaron también campañas, debates, viajes, encuentros, alianzas.
Fueron años.
Hasta que aparecería un grito que venía movilizando a todo el mundo tierra adentro: “El campo no aguanta más”.
El tratado de Libre Comercio firmado en los 90 había generado un ingreso masivo de productos de Estados Unidos: a nadie le convenía competir ni producir. La desocupación en el campo era brutal. También la inseguridad alimentaria.
El destino de México estaba dictado: producir autopartes y maquilas. También liberar la megaminería, las represas y el petróleo.
Sin que estuviera escrito en ningún papel de acceso público, en los hechos, ese abandono del campo, la producción de porquerías y la transformación del sistema alimentario, coincidió con todo lo malo: en las ciudades se dispararon cifras espeluznantes de diabetes, obesidad, malnutrición. Tierra adentro, el aumento del narcotráfico se abría paso generando violencia en las regiones más codiciadas. La gente empezó a huir a un Estados Unidos que se cerró rápido a un acuerdo migratorio. “Desde el inicio la idea detrás de estos tratados fue despojar los territorios”, dice Adelita San Vicente. “Que las tierras queden libres para que desde afuera se puedan explotar el agua, los bosques, los recursos minerales y los germoplasmas”. El movimiento de campesinos desde entonces es incesante. Las remesas se perpetuaron como el segundo ingreso del país. Y sin embargo, cada rincón de México pareciera estar repleto de gente en resistencia.
“Todo está dado hace años para que el campo se vacíe. Pero por suerte los campesinos son necios: se quieren quedar y ese año lo manifestaron en las calles, repitiendo una consigna clara: El campo no aguanta más”, dice Adelita.
Biopiratas
Pero todo eso a Monsanto le importó nada. Y a los senadores menos. Y a los diputados menos que menos. A poco de la revuelta, en 2005, se apuraron a firmar una Ley de Bioseguridad que autorizaba los cultivos experimentales de maíz transgénico. Sin principio precautorio, sin consentimiento informado de las comunidades, sin aviso, sin responsabilidad o peor: con la responsabilidad arrojada contra la víctima contaminada, a la que la corporación podía reclamarle la propiedad intelectual de las semillas.
Para muchos, como Adelita, esa ley fue un grito de largada. Ella tampoco aguantaba más. Formó Semillas de Vida, y se acercó a otras organizaciones como Greenpeace (que tuvo un rol fundamental en defensa del maíz) y tendió lazos con los también flamantes Científicos Comprometidos. La propuesta era imponer límites en los lugares del país que eran centro de orígen.
Para esa nueva causa se apuró un mapa coordinado por biólogos y antropólogos. Es un mapa hermoso: como un cuadro repleto de puntos y puntitos de colores. Cada uno marca un maíz que no existe en otro lado. Todo México es centro de origen, no hay dudas de eso.
Sin embargo, se decretó que sobre el norte se podía avanzar y ahí se dieron los permisos pre comerciales. Porque el asunto se plantea así: se experimenta, va bien, se hace una prueba piloto, va bien, se empieza a vender.
Fue esa ganancia a medias lo que los decidió por la vía legal. Un camino que, en un país donde sólo el 8 por ciento de la población confía en la justicia, parecía una apuesta arriesgada. “Pero no había otra opción. -dice Adelita- Había que frenarlos”.
El largo camino de legislar contra el Estado y las empresas fue un vía crucis repleto de trampas y encerronas.
Se establecieron moratorias.
Se dejaron sin efecto por decreto presidencial.
Se reestablecieron.
Se volvieron a abrir.
Así el maíz transgénico avanzaba por las tierras más sangrientas de México; por la Sinaloa de los Zetas, el Tamaulipas del cártel del Golfo o el Chihuahua del de Juárez. De la mano de empresas que en esos territorios se mueven, curiosamente, con total seguridad.
El sabor del mal
El escenario era perverso: los transgénicos irían colándose de a poco de los bolsillos de los campesinos a sus propios cultivos. Las milpas donde crecen juntos las delicias de la región (calabaza, frijoles, chiles, quelites, y maíz) empezarían a dar de a poco organismos genéticamente modificados. Y, de ahí llegaría a la mesa de México entero, en los panes de elote, en los guisos. En esas 600 recetas que están tipificadas e hicieron la cocina que es patrimonio de la Humanidad.
Así las cosas, si faltaba alguien para dar pelea, eran los cocineros: comunicadores y garantes de un saber que en las ciudades se usa cada vez menos pero que nadie está dispuesto a olvidar.
En ese contexto Enrique Olvera no es uno más. Es el mejor de su país y lo sabe. Comer en su restaurante, Pujol, es participar de un majestuoso juego de cajitas chinas donde todo sabe al cielo y tiene un profundo sentido. Para su cocina no se compran productos, se hacen curadurías como si cada ingrediente fuera una obra de arte. Puede sonar snob –y sin dudas a varios dólares el cubierto no es de libre acceso- pero, si de imponer tendencias se trata, él está haciendo algo bueno ahí. Las tortillas en Pujol son dulces, carnosas, púrpuras. El mole –una especie de salsa espesa- tiene meses consiguiendo su sabor complejo, indefinible. El mezcal es una declaración de principios: esto es una bebida espirituosa… Y así podría seguir y seguir porque una cena tiene como 12 platos. “Salimos del sistema de mercados grandes, de esos productos de monocultivo que no respeta al productor ni al comensal ni a nadie. En el mercado ves lo que está pasando con la comida y es fatal. El pinche pollo está inflado como balón de fútbol, las manzanas vienen de Nueva Zelanda; hay una sola variedad de jitomate que no sabe a nada. No tienes opción, y lo peor es que todo puede ser peor”.
Eso mismo se dio cuenta cuando conoció a Adelita San Vicente para la producción de un libro que lo llevaría a las entrañas de su país. En la milpa se tituló el trabajo y le sirvió para entender cuestiones gastronómicas pero sobre todo de las ciencias sociales: “Producir aquí es una manera de entender al mundo, y la civilización. Es estar todos juntos, construir con poder colectivo”.
Padre de tres hijos chicos, Olvera empezó a girar por escuelas con ese mensaje. Y también, de algún modo promovió un grupo dentro de su propia tribu: El Colectivo de Cocineros Mexicanos. Un grupo que en 2015 publicó una valiente carta dirigida al presidente Peña Nieto en el que señalaban los peligros que venían junto con el maíz BT y Rr: pérdida de biodiversidad, la incertidumbre frente a esa tecnología, los peligros por el aumento de uso de agroquímicos –con la desgracia que azota la ruralidad argentina como ejemplo- y la pérrdida de soberanía alimentaria.
Entre los firmantes hay varios chefs famosos que de repente se mostraron dispuestos a usar sus minutos de cámara para decir lo que debería escuchar la gente que normalmente busca entender algo por la tele: que el maíz transgénico podía hacer de México un lugar peor.
¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué se arriesgaron? “Mira, no creo que los cocineros seamos vengadores sociales, no es nuestro trabajo frenar a los transgénicos, ese es un trabajo en todo caso de los campesinos y los científicos. Por supuesto tengo mucho que decir al respecto como mexicano, y lo dije y lo firmé. Pero como cocinero mi responsabilidad es el comensal y el asunto ahí es muy claro. Olvídate de la letra chica: el maíz transgénico sabe a mierda”.
La vía legal
Entre 2010 y 2013 se gestó la Alianza y se terminó de armar la defensa por el maíz: campesinos, indígenas, apicultores de yucatán (que habían tenido su propio triunfo prohibiendo la siembra de soja transgénica en la península); también activistas, artistas, científicos y cocineros. Faltaba sólo uno y apareció en el momento indicado.
René Sánchez Galindo: el abogado. Un chico joven, entusiasta e inclaudicable. Su primer trabajo fueron tres años en el senado haciendo una ley espejo a la de los tratados de libre comercio con Estados Unidos. Es una ley que existe, que da derechos a indígenas y grupos ciudadanos; que nadie aplica, pero que él conoce y usa astutamente cada vez que puede. La primera vez fue en Tlaxcala: “Me invitaron a participar de un congreso para tratar una ley agrícola y eso hicimos, la Ley Agrícola de Fomento y Protección al Maíz como Patrimonio Originario, en Diversificación Constante y Alimentario, así se llamó”. Fue en 2011. La ley reconocía a los campesinos e indígenas como dueños y custodios del germoplasma que dio origen al maíz y previó darles herramientas para protegerlo: bancos de semilla, un padrón de productores, catálogos y registros y la prohibición total de transgénicos cerca. “Tlaxcala significa lugar de la tortilla, mis abuelos son de ahí, de algún modo se los debía”. Su dedicación está repleta de motivaciones como esas: sus padres, sus abuelos, su hijo. “Yo quiero que mi hijo recién nacido coma como mexicano, nada de transgénicos. Él no es un experimento”.
Por suerte, dice, Adelita y el resto lo fueron a buscar: “Me reclutaron para llevar adelante los amparos, pero terminamos haciendo una demanda colectiva sin precedentes”. Eso es lo más original del proceso, y a la vez lo más arriesgado: enfrentados a 83 pedidos de experimentación por parte de las multinacionales, salieron a defender los territorios de un posible daño, representando a comunidades que no iban a participar del proceso, que en algunos casos ni iban a enterarse.
La demanda tenía que ser sólida, perfecta. Y así se hizo: sólo 22 páginas y siete estudios científicos locales para un único reclamo: que se cumpla el principio precautorio. La demanda acusa al gobierno y a las empresas de haber liberado transgénicos al ambiente, menoscabando el interés “de conservación, utilización sostenible y participación justa y equitativa de la diversidad de los maíces nativos”.
Después de incontables idas y vueltas, en marzo de este año recibieron finalmente esa noticia que era tan esperada: el juez dispuso suspender definitivamente la siembra de maíz transgénico para comercializar en México. La siembra experimental, por su parte, quedó sujeta a una evaluación mensual de la que participan y opinan las partes afectadas.
O sea, todos.
Si bien las empresas de cara al público tomaron la sentencia positivamente (no había prohibición total), lo cierto es que la Alianza va ganado.
¿Por qué creés? “Mira, en la demanda no dijimos gran cosa. Son pocas páginas a las que ellos respondieron con 500 o 600, porque los que tienen que probar que no hacen daño son ellos. Pero no les sale. Y, ¿sabés por qué? Porque no lo creen. Porque todos compartimos un simple detallito: somo mexicanos, comemos y queremos la tortilla”.
También el juez.
“Todos. También los de Monsanto. Fíjate sus abogados: son mexicanos. Y los mexicanos comemos tacos. ¿Van a andar jugando con el sustento? El Maíz es México, fíjate lo profundo que cala eso”.
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