Nota
Adiós al amigo

por Sergio Ciancaglini.
“Gracias querido. La información es complicada. Tumor cerebral alojado en la zona del habla y el entendimiento. Y encima con mal aspecto, más allá de la elegancia del bicho. Están analizando secuelas posibles y tiempos. Apenas me dé, te llamo. Los quiero”.
El mensaje es de abril de 2021. Gerardo mezclaba el horror, el afecto y hasta el humor, más allá de la elegancia del bicho. El domingo 4 lo había llamado preocupado por la noticia de una supuesta arritmia que le había impedido aparecer en su programa. No contestó.
Al rato sonó el celular. La verdadera historia se armaba con otras palabras: tumor maligno, miedo, angustia, estudios, biopsias, operaciones. Le habían dado la noticia dos días antes, una fecha que fue cualquier cosa menos un viernes santo. Estábamos paseando ese domingo por San Telmo con Claudia (Claudia Acuña, la persona que me soporta desde hace algún tiempo). Quedé en modo arritmia existencial. Claudia agarró el teléfono y dijo las palabras que yo hubiera querido pronunciar. Le habló de fuerza, de que siempre estaríamos a su lado, de amor. Él dijo que lo sabía.
Volvimos a hablar muchas veces: tenía claro que la historia estaba escrita.
Cuestión de tiempo.
Para ese tiempo y hacia afuera el pacto que pidió, casi sin decirlo, fue el silencio.
En plena era pandémica, el bicho no venía de afuera ni se lo combatía lavándose las manos o con vacunas. El bicho de Gerardo era lo suficientemente maligno como para pretender atacar el habla y el entendimiento de alguien que siempre intentó entender, que siempre quiso hablar, que pese a pertenecer a nuestro democrático sindicato de los ensordecidos sabía escuchar con las orejas, los ojos y el alma.
Nos conocimos en el año 88 del siglo pasado, en Rosario. Él tenía 18 años. Era presidente o motor del centro de estudiantes de la Facultad de periodismo de la ciudad. Me invitó a dar una charla. Yo trabajaba en un diario progresista en el que se maltrataba a demasiada gente. Zarpar de ese ambiente para salir a hacer notas o aceptar invitaciones rosarinas era un truco de desintoxicación que recomendaba en voz baja un duende que andaba por allí llamado Osvaldo Soriano.
Cuando bajé del micro en Rosario estaban Gerardo y un par de sus compañeros del centro. Habían creado una agrupación que se llamaba El Payo, referenciada en un busto de alguien que no se sabía quién era (salvo que este recuerdo sea una especie de sueño posterior). En El Payo no tenían pretensiones pomposas de revolucionar la historia, de creerse la política universitaria, de adjudicarse el descubrimiento del agua tibia, sino de tomarse las cosas con seriedad, humor, y fomentar el periodismo como una pasión que no durase lo que un fósforo. De aquella charla en un aula llena recuerdo lo que comprobé siempre: el entusiasmo, la curiosidad, las miradas y los corazones abiertos que conocí en tantas provincias y que algunas veces me siguen haciendo percibir a Buenos Aires como un pueblo fantasma.
Gerardo me llevó a recorrer bares, radios, canales, sosteniendo científicamente que “en Rosario están las chicas más lindas del país”. Me presentó a su mamá, compartimos la comida porque El Payo no iba a financiarlo todo. Gracias a él conocí Rosario como un viajero, no como un turista. Mi modesto trabajo periodístico en temas relacionados con derechos humanos había sido el punto de encuentro con ese joven engañosamente tímido, que ya a los 12 años se había lanzado a hacer algo asombroso: un relevamiento callejero sobre los desaparecidos en dictadura, consultando a la gente de los barrios, a comerciantes, a las escuelas (dato para quienes creen que el periodismo depende de un título, y no de ingredientes tales como la curiosidad, las ganas, la pasión, y hasta cierta desesperación por contar lo que ocurre).
Gerardo era veloz de la cabeza y de la palabra, irónico, atento, compinche. Ya tenía una perplejidad entre azorada y divertida frente a los acontecimientos que nos propina la irrealidad nacional. Empezó a venir a Buenos Aires, a casa, fue testigo de cómo Claudia y yo intentábamos el oficio de criar a nuestros hijos. Trabajó luego en un diario rosarino, volvió a Buenos Aires, donde se sintió siempre un exiliado, pero con su talento se fue ganando los espacios en la televisión que le dieron fama más que merecida.
Usó un recurso extravagante en esos ámbitos: la inteligencia.
Anduvimos viéndonos un poco a los saltos, entre menemismos, alianzas, kirchnerismos, pero hay amistades que parecen no necesitar del fichaje cotidiano, que tal vez están arraigadas en mecanismos celulares, o de las neuronas, o de las coronarias, fluyendo aunque el contacto no sea permanente. Hoy creo que no siempre hay que dejar que eso ocurra.
En los últimos años recobramos esa compinchería. Cenas en parrillas insólitas y tangueras, intercambio de mensajes y noticias (me mandaba stickers canallas del matador Mario Kempes y Aldo Pedro Poy con la camiseta de Central). Fue gran impulsor de la primera y maravillosa novela de Claudia, No estás sola, saga que él se proponía convertir en serie televisiva. Y me metió también en un proyecto que para mí fue principalmente la excusa para hacer algo juntos y, como solía decir, aprovechar para reunirnos a chusmear de vez en cuando sobre los medios, el país, la vida y otros enigmas por el estilo.
Supe de sus ideas y de cómo se las robaron en algunos casos esas empresas mediáticas que tantas veces parecen un tumor alojado en la zona del entendimiento. Existe el llamado modelo extractivo (agricultura transgénica, megaminería, petróleo y los etcéteras actualizados de estos últimos 500 y pico de años) pero lo que me contaba Gerardo era un emblema de que la cosa tiende a ir mucho más allá, a toda forma de vida y de relación.
Con la noticia del tumor el correr de los meses trajo bajones y remontadas, pero él ya había entendido todo. Transitó las operaciones, los tratamientos, las quimioterapias. Nunca se puso en víctima.
Como le gustaba decir: cero queja.
Tampoco iba haciendo alarde de sus gestos de generosidad, que tanta gente le reconoce en estos días.
Seguía simplemente haciendo lo suyo, con sus armas de construcción masiva: creatividad, cordialidad, trabajo, convivencia, sensibilidad, mirada crítica, alegría. Y entendimiento. El bicho no lo logró. Antes y después de aquel viernes no santo, Gerardo siempre entendió todo.
En una cena en casa nos pidió que no le mandáramos textos sino audios, porque el tumor le estaba empezando a afectar la vista. Un día me dijo: “Ando medio desorientado cuando camino, pero bien, tengo que ir arreglando todo”.
Me habló de la gente que lo ayudó, de la que lo contuvo. Su programa se había convertido en hogar, barrio, territorio común de la gente que hace música, espacio de conversaciones y de melodías y de sueños. Fue feliz por volver a hacerlo el año pasado. Fue feliz por poder trabajar.
En uno de esos días difíciles le mandé una foto en la que se lo veía agitando un puño. Debía estar cantando en La Peña del Morfi, pero parecía un agitador de barricada. Contestó riéndose: “A uno no lo dejan ser un judío burgués que quiere hacer televisión tranquilo”. Me contó que su hija Elena, 11 años, también estaba entendiendo todo: “¿pa, te vas a morir?” le había preguntado. Logró hacer un viaje con ella y con Pedro, su hijo mayor. Como organizando la despedida. Cero queja.
Ayer vi el cajón cerrado antes de que se lo llevaran a Rosario, envuelto en una bandera de Central. En estas ocasiones me vuelve un recuerdo.
Hace muchas vidas otra duende, María Elena Walsh, durante una entrevista me planteó un deseo: “Abrir los diarios y que haya muerto un gran hijo de puta, y no la gente buena. No personas queridas y valiosas”. En aquel momento me habló de Osvaldo Soriano y de María Herminia Avellaneda. “No quiero desearle la muerte ni voy a matar a nadie. Pero no seamos tan buenitos. Esto es un desequilibrio social muy grande. Y no sé cómo consolarme de tantos ausentes”.
Queda dicho Gerardo, sembraste mucho de bueno frente a lo maligno. Una forma de vivir, y hasta una forma de morir llena de un coraje callado, en medio del miedo, construyendo. Pero no hay caso. No me resigno a estos desequilibrios, y no logro aprender cómo consolarme por los ausentes. Eso sí: cero queja. Te abrazo.
Nota
83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

83 días.
Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.
83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.
83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.
83 días y seis intervenciones quirúrgicas.
83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo.
83 días hasta hoy.
Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro.
Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”.
Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).
Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca.
El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”.
La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».
La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería.
Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.
Esta es parte de la vida que no pudieron matar:
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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen
Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.
Por María del Carmen Varela.
La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia.
La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.
Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.
La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional. A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.
Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.
Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro.
MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA
Viernes 30 de mayo, 20.30 hs
Entradas por Alternativa Teatral

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.
Por María del Carmen Varela
La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.
La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario. Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.
El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.
Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.
Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.
La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.
Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA
Domingos 18 y 25 de mayo, 20 hs
Más info y entradas en @perlaguarani
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