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Conversaciones en el acampe

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El centro porteño es escenario de un acampe masivo que refleja parte de la crisis que vive el país. Organizaciones de izquierda y gente no necesariamente encuadrada, se suman a un debate político y mediático que nunca ve con buenos ojos que la gente reclame derechos en la calle, cuando ya no encuentra otro lugar que brinde respuestas. Algunas charlas, imágenes y vaivenes desde adentro de una marcha con incertidumbres, frío y tortas fritas.

Daniel y Yésica toman mate sentados en el cordón de la 9 de Julio, a unos 20 metros del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación. Aunque no integran la organización, son parte de la columna más grande del Polo Obrero que va desde ese cordón hasta la Avenida de Mayo, que a su vez es parte de una marcha de decenas de organizaciones que reclaman que se distribuyan de manera urgente las partidas para sostener comedores, se aumenten las asignaciones para cooperativas y se incluya a más personas. Daniel, 54 años, hernia de disco, y Daniela, 31 años, madre soltera, son padre e hija. Son dos de los 17 millones pobres que anunció ayer el INDEC.

A  las 9:30 de la mañana el paisaje más amplio incluye:

  • Miles de personas que viajaron desde el conurbano, muchas familias, carros de bebé;
  • Decenas de organizaciones sociales y políticas de izquierda y, también, de algunas afines al gobierno: “Personas del propio gobierno nos dicen que marchemos”, asegura Daniel.
  • Mate o té con torta frita para aguantar el frío otoñal.
  • Banderas y bombos que no pararan de sonar, para que se escuche desde las oficinas  del edificio con la cara de Evita.
  • Carpas y frazadas que indican que aquí hay varios que pasaron la noche y otros que ¿dormirán? hasta mañana.

Sobre la 9 de Julio la masa de gente migra de acá para allá, en bloques; Daniel y Yésica explican los movimientos: “Se van turnando. La otra vez, en la marcha del FMI, nos tocó acampar: estuvo lindo”, dice ella.

Conversaciones en el acampe

Su papá la mira sorprendido, y ella aclara: “…lindo, en el sentido de que no hizo frío”.

Esta vez les tocó a otros guardar los lugares más cercanos al Ministerio. Los movimientos cruzados indican los grupos que se van, cansados, relevados por quienes recién llegan, como Daniel y Yésica: “La otra vez vinimos a las dos de la tarde y nos fuimos a la mañana. Hoy hacemos al revés”.

Si bien están en la columna del Polo Obrero, no militan en la organización. “Me quedé sin laburo en el gobierno anterior, me echaron. Yo me fui a anotar solo al Polo, por un vecino que estaba cobrando hace un año: puso un kiosquito”.

Daniel cobra dos asignaciones: una bajo el paraguas del Potenciar Trabajo (16.000 pesos), orientada a apoyar a trabajadores de cooperativas y emprendimientos comunitarios; y la Asignación Universal por Hijo (5.000 pesos), para su hija más chica.

“Nuestro trabajo es marchar para que se mejoren los salarios de los que trabajan”, define él. “Con el tiempo, podés pasar a una cooperativa”, asegura sobre el proceso.

Está anotado hace un año en una cooperativa en la que no cumple funciones. Su hija cobra únicamente la Asignación Universal y, además de acompañar a su padre, está en la marcha para reclamar nuevas altas en las asignaciones. Tal vez, una le toque a ella.

Además de los 21 mil pesos por mes de estos dos planes sociales, Daniel suma otros miles de changas: “Hago horas extra”, dice un poco en chiste, un poco en serio. “Corto el pasto: ayer me hice dos mil pesos”, cuenta.

Su rol en la columna es el básico: acompañar, dormir, estar en el lugar que le indican. Pero dice que hay otros roles para ocupar, con otros sueldos. Lo menciona como “recategorización”: “Para que te recategoricen tenés que ponerte los chalecos, llevar las banderas, ir a descargar los camiones a los comedores, hacer de seguridad”, enumera. Según Daniel, quienes realizan estas tareas dentro de la organización cobran 32 mil pesos. “Yo no quiero”, define sobre los límites de su compromiso.

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Durante muchos años Daniel fue motoquero. “Andaba por acá, por esta zona”, dice señalando al Obelisco. “¿¡Sabés cómo puteaba a los piqueteros!?”, dice entre risas. Vive en Moreno. “La primera marcha a la que fui fue en mi municipio”. Corría el 2017. “Me puse en la columna y me vieron todos. ‘¿Qué haces ahí?’ Tuve que mentir: vine a acompañar a mi hija”. La cosa era más bien al revés.

“No podés faltar, sino, te dan de baja”, comenta y aclara: “Pero siempre te explican bien cómo es: nadie te miente. De la organización te podés ir cuando quieras, pero en tiempos como estos, claro, no tenés mucha opción”, cuenta en relación a la situación personal pero sobre todo, a la situación del país: “Antes que movilizarme, prefiero barrer la vereda”, asegura sobre otro de los trabajos a los que asignan a sus compañeros. “No quiero molestar a nadie”, retoma pensativo. “Pero hoy hay que luchar. Hay gente que no está cobrando”, dice, tal vez pensando en su hija. Más allá de las opiniones que genere, la movilización es la expresión de un problema social de fondo que no solo no encuentra solución sino que tiende a profundizarse. Y es el símbolo de gente reclamando sus derechos en la calle, mientras buena parte de la clase política sigue sin dar respuestas.

Yésica tiene 31 años, una niña de 7 y hace dos meses no encuentra trabajo. Su último empleo fue como cajera en un supermercado chino en Moreno: ganaba 650 pesos por día, de 8 a 21, con un franco los domingos. “Dejé porque era muy poca plata”, dice. Antes trabajó en un Supercompras por 15 mil al mes. “Muchas horas, y no estaba con mi nena”.

Además de la Asignación Universal por Hijo, Yésica cuenta: “Recibo cajas de mercadería que da la escuela: galletitas, dulce de leche, harina, fideos, polenta. La otra vez, que arrancaron las clases, vino una chocolatada”. Estos comestibles (que no son necesariamente alimentos) son fundamentales para el cotidiano familiar desde hace años: “Ya cuando la nena iba al jardín nos lo daban”. También cuenta con la ayuda de su padre.

Daniel hace sus propias estimaciones: “La marcha sabemos para qué es; hay gente que no sabe. Pero la necesidad está para todos. El 20 por ciento no querría tener trabajo. El 70 por ciento de la gente debe estar igual que yo”, calcula, más acá del INDEC.

“Primero, iría a trabajar. Segundo a pedir un plato de comida. Pero la gente se cansó de dar en el tren: de Once a Moreno pasa uno tras otro pidiendo”. ¿Entonces? “Robar nunca es opción”, informa.

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Daniel suspira y dice que tiene muchos años. Menciona 1988 y 2001 como comparaciones con el presente. Pero se detiene y niega con la cabeza: “No, no. Porque medianamente este es un gobierno que hace cosas. Lástima que hay una grieta muy grande…”.

Su percepción: “Hay un desprecio. Gente de acá desprecia a la gente que tiene una empresa. Y al revés. Hay una diferencia social muy grande. Hay mucha bronca”.

Daniel vive en el barrio donde nació. Dice que al lado, hace unos 5 años, nació un barrio nuevo: “Creció un montón. Vinieron muchos bolivianos y paraguayos, albañiles. Esa gente salió adelante. Pero generó pobreza en el barrio. A mí no me parece malo, porque son países hermanos”, reflexiona. Y ensaya una explicación: “Antes te cobraban para levantar una pared 200 mil pesos. Y estos (se refiere a las personas bolivianas y paraguayas) te la hacen por cien. Se desequilibró mucho. Estos no te faltan mucho, trabajan hasta los domingos. Son laburantes”.

Daniel cuenta una anécdota sobre un paro de colectiveros que hubo esta semana en Moreno: “Pedían un aumento del 150 mil pesos por mes. ¡Es lo que yo gano en un año!”. Enseguida piensa. “Igual, está bien que reclamen y les paguen lo que hay que pagarles”.

Reencauza la charla: “Esto es muy largo. Primero hay que cambiar la cultura de la gente”. ¿Alguna propuesta? Se ríe: “Podemos hacer la marcha y después dejar todo limpio: eso es trabajo”.

Cuenta que hace poco, otra marcha similar al Ministerio de Desarrollo “benefició a quienes limpian la verdad. Hubo bono de 15 mil pesos”.

De repente, por Cerrito, pasan varios camiones de policía.

Yésica avisa: “Si se pudre, yo me voy”.

Siguen llegando y yéndose distintas personas: cambio de turno.

Algunos miran fotos intentando encontrar dónde están sus compañeros.

Otros hablan por celular: “Después del semáforo, la tercer bandera”.

Alguien reta a un nene.

Otro pisa cenizas y una botella de vino que sirvieron para calentarse la noche anterior.

Algunas mujeres llegan con bolsones de fideos y frazadas para pasar la que viene.

Yésica y Daniel se disculpan; se tienen que ir porque los reasignan en otro lugar.

A la pasada, y mientras calculan que pasarán allí otra noche, con frío y tal vez sin respuestas, le preguntan a una de las mujeres que va llegando:

-¿Qué va a cocinar?

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De la idea al audio: taller de creación de podcast 

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Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

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Hoy se cumplen 23 años de los asesinatos de Darío Santillán y Maximiliano Kosteki que estaban movilizándose en Puente Pueyrredón, en el municipio bonaerense de Avellaneda. No eran terroristas, sino militantes sociales y barriales que reclamaban una mejor calidad de vida para los barrios arrasados por la decadencia neoliberal que estalló en 2001 en Argentina.

Aquel gobierno, con Eduardo Duhalde en la presidencia y Felipe Solá en la gobernación de la provincia de Buenos Aires, operó a través de los medios planteando que esas muertes habían sido consecuencia de un enfrentamiento entre grupos de manifestantes (en aquel momento «piqueteros»), como suele intentar hacerlo hoy el gobierno en casos de represión de sectores sociales agredidos por las medidas económicas. Con el diario Clarín a la cabeza, los medios mintieron y distorsionaron la información. Tenía las imágenes de lo ocurrido, obtenidas por sus propios fotógrafos, pero el título de Clarín fue: “La crisis causó 2 nuevas muertes”, como si los crímenes hubieran sido responsabilidad de una entidad etérea e inasible: la crisis.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Darío Santillán.

Darío y Maxi: el presente del pasado (video)

Maximiliano Kosteki

Del mismo modo suelen mentir los medios hoy.

El trabajo de los fotorreporteros fue crucial en 2002 para desenmascarar esa mentira, como también ocurre por nuestros días. Por aquel crimen fueron condenados el comisario de la bonaerense Alfredo Franchiotti y el cabo Alejandro Acosta, quien hoy goza de libertad condicional.

Siguen faltando los responsables políticos.

Toda semejanza con personajes y situaciones actuales queda a cargo del público.   

Compartimos el documental La crisis causó 2 nuevas muertes, de Patricio Escobar y Damián Finvarb, de Artó Cine, que puede verse como una película de suspenso (que lo es) y resulta el mejor trabajo periodístico sobre el caso, tanto por su calidad como por el cúmulo de historias y situaciones que desnudan las metodologías represivas y mediáticas frente a los reclamos sociales.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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