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Generación Indio

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Una reflexión urgente y en primera persona sobre cómo impactaron las noticias del recital de El Indio Solari en Olavarría en una generación que vive la precarización de sus vidas en forma cotidiana.

(por Franco Ciancaglini) Escribo estas líneas sin ver las ultimísimas noticias, manijeado Whatsapp y charlas telefónicas y de las otras con mis amigos y mi novia – casi toda gente que solemos ir a ver al Indio- con temor a alimentar a la máquina de tirar mierda pero con la convicción de que es peor el silencio.
Escribo con el siempre nefasto diario del lunes arriba de la mesa, apuntándome.
Escribo sin saber con certeza cuál es la cantidad de muertos en el recital de ayer, pero sabiendo que es un dato menor porque -más allá de operaciones mediáticas y políticas- de esto hay que hablar. Y parece ser ahora, porque nos hicimos los boludos siempre.
Escribo con la memoria de haber ido a ver al Indio a cinco ciudades distintas y pasarla bien y mal al mismo tiempo.
Bien porque disfruto de escuchar la música que me gusta en vivo; mal porque fue a cualquier precio.
Bien porque disfruté de las famosas “misas” – en las que nadie puede negar que se la pasa bien-, esas que hoy se convirtieron en un funeral.
Mal porque está todo bien, hasta que está todo mal.
Escribo con la conciencia de saber que formo parte de una generación precarizada, acostumbrada al borde del abismo, en la calle, en el trabajo, en la vida cotidiana y, está claro ahora, en los recitales.
Cuidarnos
El Whatsapp con mis amigos empieza por el principio: dice que es siniestro que un “pelado que no puede salir del country le grite a 300 mil personas aplastadas que ´el lujo es vulgaridad´”. Así como se puede sintetizar al fútbol como 22 millonarios que patean una pelota, esa frase es también parte de los mundos que vivimos.
Primero, aceptarlo: tenemos razones artísticas, pasionales, catárquicas, tenemos muchas razones para ir a ver a un pelado que vive en country y que nos diga cómo vivir. Lo que no tenemos – como siempre en estos casos- son razonamientos, argumentos de tesis de doctorado.
¿Qué tenemos?
Experiencias:
“¿Qué nos pasa que nos cuesta tanto cuidarnos entre nosotros?”, pregunta alguien fanático del Indio en el grupo.
Otro salta: “¿Vos no manejás borracho?”.
La discusión sigue: “Todo sería hipócrita si lo vieras así. Si lo personalizás, no llegamos a nada: es un dispositivo más complejo”.
Otro dice: “No podés culpar a la gente de no cuidarse: hay responsables y no son precisamente las víctimas”.
¿Entonces quién?
“El problema es del Estado que no está presente”.
Otro apunta: “la organización”.
Alguien se anima: “el Indio”.
“¿Qué Estado?”, retoma otro. “¿El que te caga a trompadas arriba de un caballo y con un palo? Yo nunca sentí que poniendo más policía se pueda resolver algo de lo que pasa en un recital del Indio. Al contrario: se arma la 4° Guerra Mundial”.
Creo que todos tienen razón.
Tienen razón porque tienen experiencias.
Tienen razones.
Los Bulacios
La imagen del Estado montado al caballo y con un palo me lleva a otro episodio de rock y muerte que me pasó por al lado, cuando Viejas Locas tocó en Vélez. Esa noche la policía mató a Rubén Carballo, un Walter Bulacio con menos prensa, el Walter Bulacio de mi generación sub 30, esa que nunca llegó a ver a Los Redondos.
Después y antes hubieron otros Bulacios, sí, pero para mí es éste: Rubén Carballo. Estuve ese día, vi cómo la policía reprimía, cómo la escalada violenta te esperaba en la puerta hasta que pude meterme al recital y zafar. Ese día, además, detuvieron a muchísima gente y mis padres salieron a recorrer calabozos porque yo no contestaba el celular; a mí no me había pasado nada y hasta luego pude ir a ver a Rubén al hospital, cuando peleaba por su vida.
No creo que el de Rubén Carballo sea el caso – la policía suele elegir sus blancos-, pero alguien en el Whatsapp menciona la palabra “suerte”. Yo creo que usar la palabra “zafar” es mejor, porque en un punto uno puede hacer cosas para zafar o no. Suerte es un meteorito que te cae en la cabeza.
Cuando veo la larga cadena de mensajes lo primero que me llama la atención es el grado de vehemencia con la que discuten mis amigos vía celular, sin que los que fueron a verlo y los que no se planteen como dos bandos opuestos. Es un todos que  agrega matices y caras a la moneda. Veo entonces que no solo hay experiencias: así como hubo y hay una Generación Cromañón, hay una Generación Indio – y hay una Time Warp- aunque no hayamos ido a esos recitales.
Incluso mi novia, que no escucha para nada la música del Indio, me dijo que quería ir un día al recital: le prometí que sí. Hoy nos abrazamos y aprendimos un poco más: no podría hacerme cargo de otra persona que no sea yo en medio de una marea de gente amontonada. Ahora le pregunto por qué ella me pidió que la lleve: “Por el mito, es un hito contemporáneo”. Bien o mal, eso es cierto. Yo mismo me lamento no haber podido ver nunca a Los Redondos, el verdadero mito que originó todo esto. Nadie quiere perderse algo que es caracterizado como mito, incluso los que no adoran al dios. Es como para un turista ir a ver un River-Boca aunque no le guste el fútbol.
La experiencia de zafar
Ahora mi novia me dice: “No sé cómo es que tenía ganas de ir ahí, con todo lo que me contaste”. Y me hace recordar que mis relatos sobre los recitales no solo estaban teñidos de “lo bien que la pasé”, sino de cómo eran las condiciones antes y después de que la música estallara. Sin entrar en detalles de cada ciudad y su organización, en general el pésimo sonido, la lejanía de los predios y del escenario, la desorganización hecha caos, hacía que el disfrute se mezclara con el tormento. Hubo mejores y peores recitales, mejores y peores misas, pero hay algo de razón cuando mi amigo de Whatsapp dice: “En cualquiera pudo haber muerto gente. De hecho, pasó en las rutas más de una vez”. No lo dice como alguien que no sale a la calle por miedo a que lo roben. Lo dice porque estuvo ahí y lo disfrutó y lo padeció: “En todos hubo heridos, ¿cuál es la diferencia?”
“Yo mismo me puedo contar como un herido en Junín”, dice uno que en uno perdió ese día la zapatilla y volvió con los pies ensangrentados.
Entre el compendio de sensaciones desagradables en el marco de estos megarecitales se puede hablar de fríos hipotérmicos, caminatas hasta no sentir los pies, sequedad crónica de boca, dolores varios de cuerpo, dormidas en plazas, embarradas que arruinan ropas  y otras cosas que no se pueden contar, pero que fueron necesarias para llegar y volver de un recital del Indio, por múltiples razones que incluyen culpas propias, está claro.
Un amigo que está volviendo de Olavarría me habla de esto: “Lo peor fue cuando empezó el recital”. Si se lee la frase otra vez, resulta increíble. Está claro: el mejor momento es antes del recital. Cuando se entra y, sobre todo, cuando sale, la cosa cambia. “La pasé mal a la salida. Mal mal”, sigue vía Whatsapp sobre Olavarría. “Ahí me cayó la ficha de que no se puede dar un recital para 300.000 personas”.
Otro amigo que también va volviendo dice que, en los trece recitales del Indio a los que fue, “jamás viví algo como lo de ayer”.
¿Qué vio?
“La gente estaba muy violenta, era raro”, responde y menciona teorías conspirativas que se apoyan en el propio Indio (un posteo en su Facebook antes del recital llamado Un último secuestro, no) para decir que el caos pudo haber sido provocado.
¿Por quién?
El Indio dice que “es un momento especial, hay intereses oscuros que con pocos miembros pueden alterar la fiesta”. Mi amigo lo interpreta: “Juntar 300 mil personas en este momento del país es peligroso. El que antes venía un fin de semana, ahora llega sobre la hora; el que antes pagaba la entrada, ahora no; el que tomaba falopa, ahora viene a robar”. La famosa teoría de la olla a presión: “Hay que ver dónde encendés el fósforo”, dice el Whatsapp antes de perder señal en la ruta.
Recién entonces recuerdo porque decidí – medio inconscientemente- no ir a ver al Indio a Olavarría.
La última vez, en Tandil, a la salida del show tuve miedo. Miedo a la muerte, aunque parezca exagerado. Miedo o sensación de sentirme un alfiler dentro de una marea que podía aplastarme. Aclaro que nunca antes en los otros recitales me había pasado de esa manera.
Fue, precisamente, cuando salimos del recital: la gente se amontonó al intentar pasar por una de las puertas que salía a una calle lateral. No sólo estábamos muy apretados sino que la sensación de que no te podías mover, de que el equilibrio no dependía de vos y de que si alguien se caía se iban todos encima, era asfixiante.
Pensé: decí que tengo 26 años, soy hombre, tengo buena salud, etc.
Zafé.
Al lado mío había chicos, padres, mujeres y personas que no sé cómo pasaron ese momento.
Por eso ahora, cuando se mencionaban las “avalanchas” sentí escalofríos.
Tanta gente
Hoy también recordé cuando me tocó entrevistar a uno de los guitarristas del Indio. Me cayó bien y pareció un tipo simple, que de pronto – y de hecho, por una audición- se había subido a un tren de dimensiones inimaginables. Me habló de lo que significaba a nivel sonido la puesta en escena a cielo abierto y para 300 mil personas: “Imposible que se escuche bien”.
Desde lo técnico del sonido hasta la señora de Olavarría que abrió su casa para vender choripanes y gaseosas hay una cadena de variantes que suceden más por el negocio que por buen gusto. Mi novia me pregunta: “¿por qué lo hacen para tanta gente? ¿Es más caro, sino? ¿Es más democrático?” Una respuesta segura: es más guita.
Mi novia me cuenta cómo fue el recital de los Rolling Stones en La Plata, y relata, en particular, una situación que vivió en la fila, afuera: cómo unas personas intentaban colarse y agitaban violentamente. “Parecían agentes del mal”, dice ella, lo cual me parece una definición genial, aunque probablemente la explicación sea más simple: no tenían entradas.
En el Indio ese tipo de violencia se había disipado simplemente dejando pasar a quienes no tenían entradas, o haciendo la vista gorda o abriendo directamente las puertas apenas empezado el recital.
Yo mismo las cinco veces que fui a ver al Indio Solari jamás pagué la entrada. No recuerdo cómo, desde la primera vez, supe que no hacía falta pagarla: era más joven, más rápido y también más inocente. Con el tiempo, me fui convirtiendo en un simple pelotudo que no pagaba la entrada por cuestiones económicas más que por audacia. Esta vez me ofrecieron viajar por 850 pesos, con asado y entrada trucha incluida, y dije no, aprovechando otras excusas del fin de semana para justificarme, como si se tratase de faltar a la escuela.
Fue la primera vez que pudimos cumplir con una frase que se había vuelto entre mis amigos ricoteros: “No vuelvo nunca más”, decían varios al salir del recital, para luego reincidir a la fecha siguiente.
Es que es así: no tenemos argumentos, ni siquiera acumulamos esas experiencias.
O quizá lo hagamos en el sentido literal del verbo: las ponemos unas arriba de otras, contamos cuántas son, a veces las recordamos, y muchas las tapamos.
La hipocresía, el capitalismo, el Estado, los medios, la crisis, Olavarría, el Indio, las entradas, el pogo, las avalanchas.
La precariedad hecha máquina.
Y también y al mismo tiempo, mis amigos, mi novia, nosotros, los muertos.
Siempre es temprano para reaccionar.
Si estás vivo.
Por eso escribo.
 

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Encuentro a la hora del té: Hebe de Bonafini, Chicha Mariani y una reunión para hacer historia

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Tiempo, emoción y galletitas. Memoria, humor y lucidez. Esos fueron algunos ingredientes de una reunión histórica y nutritiva ocurrida en 2010 entre Hebe de Bonafini y María Isabel Chicha Mariani. Una charla para recordar un día como hoy, 4 de diciembre, en el que Hebe cumpliría años, porque cuenta parte del nacimiento de un inédito tipo de movimiento social conformado por mujeres desesperadas ante la desaparición de sus hijas e hijos, nietas y nietos, tras el golpe del 24 de marzo de 1976. ¿Por qué recordar? Porque quienes olvidan todo o tienen amnesia, no saben quienes son hoy, en este momento.

Este encuentro de 2010 ocurrió en La Plata entre dos vecinas: Hebe (fallecida en 2022, quien era presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo) y Chicha (quien fallecería en 2018, fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo). Estaban distanciadas desde hacía 29 años, y la propuesta de nota en MU permitió reunirlas. ¿Qué nos dicen sobre el presente los primeros tiempos en la historia de lucha por la aparición de sus hijos y nietos? Los viajes, las gestiones, las anécdotas, la causa de la pelea, sus reflexiones e intercambios, en los principales tramos de esta conversación inolvidable.

Por Sergio Ciancaglini

A las 6 de la tarde sonó el timbre, con una puntualidad de los tiempos en que vida o muerte podían depender de la exactitud de las citas de madres, abuelas y familiares de desaparecidos. En la casa de la fundadora de Abuelas de Plaza de Mayo, María Isabel Chorobik de Mariani, Chicha, había una mesa con tetera, tazas y medialunas, que por un rato desplazaron expedientes judiciales, recortes de diarios y denuncias de su creación más cercana, la Asociación Anahí. A esa casa de la calle 47 de La Plata, llegó Hebe de Bonafini, presidenta de la Asociación Madres de Plaza de Mayo, con masas, un huevo de Pascua (enviado por Alejandra, su hija) y galletas dietéticas.
Besos, abrazos. Chicha ha perdido casi totalmente la vista. Por eso es Hebe la que dice: “Nos vestimos igual. Estamos en la misma murga”. Las risas ayudaron a sobrellevar la emoción de este encuentro en el que cada palabra y cada silencio tuvieron una carga que mejor que adjetivar, es conocer.
Chicha tiene 86 años, Hebe 81, y ambas una lucidez sin edad.
Se habían distanciado hace 29 años. Se volvieron a ver en marzo, en una exposición sobre Clara Anahí, la nieta que Chicha busca desde noviembre de 1976. Hebe fue a esa muestra en Canal 7, y del reencuentro fugaz nació la idea de una charla con MU. Con tiempo, té y galletitas.

Encuentro a la hora del té: Hebe de Bonafini, Chicha Mariani y una reunión para hacer historia

La reunión en casa de Chicha, después de 29 años distanciadas. Foto: lavaca.org

Sonrisas junto al paraíso

Hebe tiene dos hijos desaparecidos, Jorge y Raúl. A Enrique Mariani, el hijo de Chicha, lo mataron en 1977. En noviembre de 1976, un ataque de la Bonaerense bajo órdenes de Ramón Camps reventó literalmente la casa donde había al menos cinco personas que fueron acribilladas, entre ellas la nuera de Chicha, Diana Teruggi. Allí estaba Clara Anahí, tres meses de edad.
Hebe y Chicha se conocieron en noviembre de 1977, con la llegada a Buenos Aires de Cyrus Vance, enviado del presidente norteamericano James Carter, que iba a participar en un acto en Plaza San Martín. Chicha: “Yo había conocido a Licha (Alicia De la Cuadra, un hijo y una hija embarazada desaparecidos) y me dijo que podíamos ir a darle un ‘testimonio’ a Vance. Yo era una bruta, daba clases de Artes Visuales en el Liceo de La Plata pero no sabía viajar a Buenos Aires. Aprendí que un testimonio era un papel con mi caso. Cuando llegué me quedé paralizada. Estaban los funcionarios, todo lleno de milicos armados, los perros, en otro lugar había mujeres. Todas empezaron a gritar. Y se pusieron los pañuelos que tenían escondidos. Y yo sin saber qué hacer, con el papelito apretado contra el pecho. Vino una mujer corriendo, me dijo: ‘Dame el testimonio’, y se lo llevó a Cyrus Vance. Era Azucena Villaflor, la fundadora de Madres”.
Con Licha ya habían resuelto encontrarse allí mismo con otras mujeres que buscaban a sus nietos. “Nos juntamos abajo de un paraíso, frente al Colegio Militar. Nos debían estar filmando desde adentro. Conocí a Ketty (Beatriz Neuhaus) y me llevé una sorpresa: me saludó con una sonrisa. Y Eva Castillo, lo mismo. Pensé que no tenía que andar con esa cara de desgraciada, si ellas intentaban que el encuentro no fuera tan ingrato”.
Así, el 21 de noviembre, nacía Abuelas. Hebe, intencionadamente: “¿No era el 22 de octubre, entonces?” La diferencia de fechas es parte tal vez de las distancias nacidas con la salida de Chicha de Abuelas, en 1989. “Hubo cosas que no me gustaron y siguen sin gustarme, pero no quiero hablar de eso. No quiero que nada demore el trabajo de buscar a mi nieta”. Hebe: “Pero tu trabajo fue fundamental, y en los momentos más difíciles con vos al frente, fue que lograron recuperar a los primeros 60 chicos. Todos lo sabemos. Y por eso te quiero decir que todas las Madres te mandan un beso grande, te apoyamos totalmente en lo que necesites”.
Chicha se emociona, y me cuenta: “Pero aquel día, cuando me iba a volver, la veo a Hebe que dice: ¿quién va para La Plata? Cuando me acerqué, no me preguntó si quería que fuéramos juntas. Directamente me dijo: ¡vamos!” Se ríen y Hebe agrega datos no descartables: “Los pañuelos eran en realidad los viejos pañales que guardábamos para nuestros nietos. Los habíamos usado primero en octubre, para poder reconocernos en una marcha a Luján. Las que nunca los usaron fueron Azucena, y Esther Careaga, porque decían que parecíamos monjas”. Azucena, Esther y Mary Bianco desaparecieron poco después, en diciembre de 1977, operativo de la ESMA alrededor de la Iglesia de la Santa Cruz, merced a la infiltración de un falso hermano de desaparecidos, que en realidad era Alfredo Astiz.
 

Madre de la bombacha roja

Los viajes de estas dos mujeres recién comenzaban. Chicha empieza a reírse, recordando uno de sus regresos en colectivo, desde Quilmes.
 
Hebe: Yo iba con la carpeta de denuncias, paraguas, piloto, fiambres y chorizos.
Chicha: Y yo llevaba salamines, lo hacíamos medio para disimular, y para hacer algún mandado de paso.
H: Cuando llegamos, me paro, se me cae la pollera, y quedo en bombacha.
C: Escuché la risotada de Hebe, que para no largar los chorizos no se subía la pollera. No la veía bien porque yo iba agarrada a los salamines. Pensé que tenías combinación.
H: ¡No! Para mi las enaguas eran cosa de vieja, y para colmo me habían regalado una bombacha roja y era justo la que llevaba puesta. Más trola imposible.
Otra ronda de té. Chicha toca la mano de Hebe.
 
C: Pero te quiero recordar algo más, también por el 77 o 78. Un día apareciste con vestido celeste, planchadito. La noche anterior se había escuchado un tiroteo. Viniste a avisarme que ibas a ver qué pasaba. Y llevabas una canastita con comida por si había alguien que necesitara algo. Te pregunté si querías que fuera con vos, dijiste que no. Fue una prueba de coraje. Yo no me atrevía a ir.
H: Esas cosas nacen pensando en que si tu hijo está en esa situación…
C: El tema es cómo superar el miedo sin paralizarse.
H: Las mujeres lo sabemos. Es como parir. No pensás en vos, ni en quedarte quietita, pensás que tenés que hacer fuerza para que nazca y sea sano. Pero además, se llevan a tu hijo ¿Hay algo peor, más horrible? Así que nada: hay que seguir.
C: Yo pensaba que si me llevaban no iba a aguantar ni dos minutos en la mesa de torturas. Soy muy sensible al dolor. Mi ilusión era morirme enseguida. Qué tonta, ¿no?
H: Una piensa estupideces. Yo andaba siempre con cepillo de dientes, calzoncillos y pañuelitos en una bolsita, por si encontraba a mis hijos. Todos éramos muy inocentes. Hasta los chicos. Un día entro al cuarto del mayor y estaba con unos amigos, todos atándose. ¿Qué hacen? “Practicamos cómo desatarnos por si nos agarran”. Creían que les iban a dar tiempo.
C: Nunca imaginaron la perversión.
H: Habían preparado todo para saltar a lo del vecino. Pobres. A uno de mis hijos lo encontraron por mi vecina, que dijo que había reuniones en la casa y pasaba algo raro.
C: Pensar que tanta gente pudo ayudar, pero se calló. No sé qué tenemos adentro. El enano fascista.
H: Pero fijate al revés: otro vecino salió a avisarle a mi hijo que lo esperaba la policía, y entonces se lo llevaron a ese vecino. Después lo soltaron, pero el tipo no quería ni verme. Es difícil juzgar.
C: Sí, pero yo veo que tenemos raíces. Hace mucho quiero hacer un libro, la Historia de la Infancia Argentina. Desde los españoles que llevaban chicos y chicas indígenas como esclavos y sirvientes, después los terratenientes con derecho a hacerles hijos a las mujeres campesinas y apropiarse de ellos. El derecho de pernada, que todavía existe, del patrón sobre la primera noche de cada niña. Hagamos un salto: llegan los militares, se llevan a los chicos, y mucha gente lo ve bien. Yo creo que es todo ese residuo ancestral, que produjo la enorme vergüenza de un pueblo que se supone culto, pero no abrió la boca, no tomó la defensa de ningún niño. Me atrevo a decirlo porque es mi pueblo. Pero no puede ser que haya parecido normal que los chicos sean secuestrados y apropiados.
H: Hacé el libro. Nosotras lo podemos imprimir.
C: Te cuento algo más. El secretario de Pío Laghi, monseñor Celli, les dijo a dos abuelas, Elba Ford y Delia Penela: “Dejen de molestar, imagínense los chicos están con familias que pagaron 4.000 pesos por cada uno, eso les dice que los van a cuidar bien”.
 
Hebe da un respingo. “Tengo una información muy importante que contarte cuando estemos solas”.
Les propongo apagar el grabador. “No, totalmente solas. Encerradas en el baño”, dice Hebe, entre las carcajadas de Chicha. ¿El baño es un lugar para intercambiar datos? Hebe: “Claro. Hay cagadas, pero de otra clase”. Chicha: “Me estoy divirtiendo. Mirá, cada una habrá hecho o dicho cosas. Pero somos leales”. En una época engañaron a Chicha diciéndole que podría recuperar a su nieta. “Le hice a Hebe un poder para que cuidase a mis padres por si yo tenía que irme al exterior. Todavía lo tengo guardado”.
 

El día que se distanciaron

Siguen las cataratas de diálogos:
C: ¿Te acordás cuando estuvimos con Sandro Pertini? (Presidente de Italia)
H: Estábamos en un departamentito vacío, con dos camas y dos colchones. Como éramos cuatro (con Elida Galetti y María Del Rosario Cerrutti) nos turnábamos: cama sin colchón, o colchón en el piso. Calentábamos agua en una jarrita para poder bañarnos.
C: Salimos de compras y vos llevabas la comida en una bolsita.
H: Comprar era un lío, como no sabíamos italiano, tenía que hacer el gesto de limpiarme el que te dije para que entendieran de queríamos papel higiénico.
C: Y de repente nos avisan que vayamos urgente al Quirinale, que Pertini nos iba a recibir. Salieron los del protocolo, agarraron nuestros tapados pero Hebe no quería darles el tapadito ni la bolsa de comida.
H: ¡Con lo que nos costaba la comida, mirá si se las voy a dar! Además yo había salido así nomás, con ropa medio feona, no quería sacarme el tapado. Pertini lloró con nosotras, denunció a la dictadura. No lo reconoció a Videla. Fue de los pocos.
C: Pero cuando salimos, en esos salones principescos, había un sillón de terciopelo con la bolsita de nuestra comida.
¿Cuándo se distanciaron?
C: Capaz que ni te diste cuenta. Yo me enojé con vos en la Catedral de Quilmes. Las Madres la habían tomado. Yo las acompañaba. Seríamos 20 entre todas. Hiciste un comentario de esos que hacés vos, fuerte. Yo dije: “No podemos seguir discutiendo”, y me abrí.
H: Ya me acuerdo, fue en 1981, después de la primera Marcha de la Resistencia. Claro, lo querían mucho al obispo (Jorge Novak) y yo le decía de todo. Fue así: terminó la Marcha y nos fuimos para Quilmes. Teníamos termos, frazadas, hasta walkie talkie (en la era pre-celulares y pre-Internet). Estábamos comiendo heladito en la plaza, todas separadas para que nadie se diera cuenta. Juanita Pergament se encargaba de la prensa. Pero llegó antes de tiempo con los periodistas, tiramos los helados y nos metimos corriendo antes de que nos cerraran la Catedral. Se armó un quilombo padre. Y ya ni sé qué le habré dicho al viejo ese. Me decían: “Claro, tomás la Catedral del que sabés que no te va a echar”. Y claro, no iba a ir a una donde nos rajaran. El ayuno duró 12 días, hasta Navidad. Pero es cierto, siempre fui una desbocada. Ella no (señalando a Chicha). Ella lo que tuvo es el rigor, la prolijidad para investigar todo. Impresionante.
C: Mi desesperación era encontrar a Clara Anahí. Todo lo que fuera distraer esa búsqueda para discutir, me sacaba de quicio. Pelear con Hebe no tenía sentido. Además, te acordás que una vez en tu casa te dije: mi hijo está muerto. Mi búsqueda es diferente. Las Abuelas tenemos que recurrir a la justicia. Las Madres tienen otro reclamo. Fue bueno que cada una fuera por su lado.
  

La hora del secreto

Hebe cuenta que a pedido de su hijo Raúl una vez sacó a una mujer y a un chiquito al Brasil, todos con documentos falsos, en plena dictadura. “Lo llevaba en brazos yo, porque si agarraban a la mamá, por lo menos se salvaba la criatura”. Chicha tuvo lo suyo, pero en democracia: “Con Mirta Baravalle, una valiente, llevamos a un chiquito a Brasil, donde tenía familia. La mamá había muerto ese día en el ataque a La Tablada (enero de 1989). Lo hicimos en secreto. Nunca supe de él”.
 
¿Cuáles son las claves para actuar en estas situaciones donde todo parece en contra?
C: Hay que aprender a mirar para afuera de uno, de la casa, captar todo lo que hay alrededor. Aprender todo lo que quepa en el cerebro, en el cuerpo y en la memoria.
H: Es cierto. No pensar en uno. El otro soy yo. Lo que le pasa al otro me pasa a mí. Y no parar. Como hizo Chicha. Lo que está haciendo ahora es muy importante con la Asociación Anahí. Hay que conocer eso. Porque ella tiene un modo especial que le llega mucho a la gente. Hoy como funciona la política, no sirve. Hay que cambiar el estilo. A nadie le interesa hablar de marxismo, trotskismo ni peronismo. No te dan bola. Funciona que haya gente como Chicha, o las cosas que hacemos nosotros con el Ecunhi (Espacio Cultural Nuestros Hijos, en la ex ESMA), con la Universidad, la radio y todo lo demás”.
 
Sobre el presente, Chicha dice: “El gobierno hizo avances, pero para mí falta que apuren a las fuerzas militares para que digan qué pasó con los desaparecidos y los chicos apropiados. Lo saben, tienen el material. Entonces, que digan la verdad”.
Hebe: “¿Te digo lo que te tengo que contar”. Chicha le responde “vamos” y zarpan las dos tras una puerta vaivén. La reunión no fue en el baño, sino en la cocina de la casa de Chicha. Vuelven, sin apiadarse del cronista.
Hebe: No sabés lo que te perdiste.
Chicha: Ya lo sabrás alguna vez.
Hebe: Ella sabe unas cosas. Yo sé otras. Es lo que hicimos siempre. Juntar lo que cada una sabe, y armar el mapa, para saber dónde estamos paradas.

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Orgullo

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Texto de Claudia Acuña. Fotos de Juan Valeiro.

Es cortita y tiene el pelo petiso, al ras en la sien. La bandera se la anudó al cuello, le cubre la espalda y le sobra como para ir barriendo la vereda, salvo cuando el viento la agita. Se bajó del tren Sarmiento, ahí en Once. Viene desde Moreno, sola. Un hombre le grita algo y eso provoca que me ponga a caminar a su lado. Vamos juntas, le digo, pero se tiene que sacar los auriculares de las orejas para escucharme. Entiendo entonces que la cumbia fue lo que la protegió en todo el trayecto, que no fue fácil. Hace once años que trabaja en una fábrica de zapatillas. Este mes le suspendieron un día de producción, así que ahora es de lunes a jueves, de 6 de la mañana a cuatro de la tarde. Tiene suerte, dirá, de mantener ese empleo porque en su barrio todos cartonean y hasta la basura sufre la pobreza. Por suerte, también, juega al fútbol y eso le da la fuerza de encarar cada semana con torneos, encuentros y desafíos. Ella es buena jugando y buena organizando, así que se mantiene activa. La pelota la salvó de la tristeza, dirá, y con esa palabra define todo lo que la rodea en el cotidiano: chicos sin futuro, mujeres violentadas, persianas cerradas, madres agotadas, hombres quebrados. Ella, que se define lesbiana, tuvo un amor del cual abrazarse cuando comenzó a oscurecerse su barrio, pero la dejó hace apenas unas semanas. Tampoco ese trayecto fue fácil. Lloró mucho, dirá, porque los prejuicios lastiman y destrozan lazos. Hoy sus hermanas la animaron a que venga al centro, a alegrarse. Se calzó la bandera, la del arco iris, y con esa armadura más la cumbia, se atrevió a buscar lo difícil: la sonrisa.

Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Al llegar al Congreso se pierde entre una multitud que vende bebidas, banderas, tangas, choripán, fernet, imanes, aros, lo que sea. Entre los puestos y las lonas que cubren el asfalto en tres filas por toda Avenida de Mayo hasta la Plaza, pasea otra multitud, mucho más escasa que la de otros años, pero igualmente colorida, montada y maquillada. El gobierno de las selfies domina la fiesta mientras del escenario se anuncian los hashtag de la jornada. Hay micros convertidos en carrozas a fuerza de globos y música estridente. Y hay jóvenes muy jóvenes que, como la chica de Moreno, buscan sonreír sin miedo.

Eso es Orgullo.

Orgullo

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Sobre diagonal norte, casi rozando la esquina de Florida, desde el camión se agita un pañuelazo blanco, en honor a las Madres, con Taty Almeyda como abanderada. Frente a la embajada de Israel un grupo agita banderas palestinas mientras en las remeras negras proclaman “Nuestro orgullo no banca genocidios”. Son quizá las únicas manifestaciones políticas explícitas, a excepción de la foto de Cristina que decora banderas que se ofrecen por mil pesos y tampoco se compran, como todo lo mucho que se ofrece: se ve que no hay un mango, dirá la vendedora, resignada. Lo escaso, entonces, es lo que sobra porque falta.

Y no es Orgullo.

Orgullo

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

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Orgullo

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Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

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(Escuchá el podcast completo: 7 minutos) Coca Cola, Nestlé, Danone & afines nos hacen confiar en ellas como confiaríamos en nuestra abuela, nos cuenta Soledad Barruti. autora de los  libros Malcomidos y Mala leche. En esta edición del podcast de lavaca, Soledad nos lleva a un paseíto por el infierno de cómo se produce, la cuestión de la comida de verdad, y la gran pregunta: ¿quiénes son los que realmente nos alimentan?

El podcast completo:

Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

Con Sergio Ciancaglini y la edición de Mariano Randazzo.

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