Nota
Generación Indio
Una reflexión urgente y en primera persona sobre cómo impactaron las noticias del recital de El Indio Solari en Olavarría en una generación que vive la precarización de sus vidas en forma cotidiana.
(por Franco Ciancaglini) Escribo estas líneas sin ver las ultimísimas noticias, manijeado Whatsapp y charlas telefónicas y de las otras con mis amigos y mi novia – casi toda gente que solemos ir a ver al Indio- con temor a alimentar a la máquina de tirar mierda pero con la convicción de que es peor el silencio.
Escribo con el siempre nefasto diario del lunes arriba de la mesa, apuntándome.
Escribo sin saber con certeza cuál es la cantidad de muertos en el recital de ayer, pero sabiendo que es un dato menor porque -más allá de operaciones mediáticas y políticas- de esto hay que hablar. Y parece ser ahora, porque nos hicimos los boludos siempre.
Escribo con la memoria de haber ido a ver al Indio a cinco ciudades distintas y pasarla bien y mal al mismo tiempo.
Bien porque disfruto de escuchar la música que me gusta en vivo; mal porque fue a cualquier precio.
Bien porque disfruté de las famosas “misas” – en las que nadie puede negar que se la pasa bien-, esas que hoy se convirtieron en un funeral.
Mal porque está todo bien, hasta que está todo mal.
Escribo con la conciencia de saber que formo parte de una generación precarizada, acostumbrada al borde del abismo, en la calle, en el trabajo, en la vida cotidiana y, está claro ahora, en los recitales.
Cuidarnos
El Whatsapp con mis amigos empieza por el principio: dice que es siniestro que un “pelado que no puede salir del country le grite a 300 mil personas aplastadas que ´el lujo es vulgaridad´”. Así como se puede sintetizar al fútbol como 22 millonarios que patean una pelota, esa frase es también parte de los mundos que vivimos.
Primero, aceptarlo: tenemos razones artísticas, pasionales, catárquicas, tenemos muchas razones para ir a ver a un pelado que vive en country y que nos diga cómo vivir. Lo que no tenemos – como siempre en estos casos- son razonamientos, argumentos de tesis de doctorado.
¿Qué tenemos?
Experiencias:
“¿Qué nos pasa que nos cuesta tanto cuidarnos entre nosotros?”, pregunta alguien fanático del Indio en el grupo.
Otro salta: “¿Vos no manejás borracho?”.
La discusión sigue: “Todo sería hipócrita si lo vieras así. Si lo personalizás, no llegamos a nada: es un dispositivo más complejo”.
Otro dice: “No podés culpar a la gente de no cuidarse: hay responsables y no son precisamente las víctimas”.
¿Entonces quién?
“El problema es del Estado que no está presente”.
Otro apunta: “la organización”.
Alguien se anima: “el Indio”.
“¿Qué Estado?”, retoma otro. “¿El que te caga a trompadas arriba de un caballo y con un palo? Yo nunca sentí que poniendo más policía se pueda resolver algo de lo que pasa en un recital del Indio. Al contrario: se arma la 4° Guerra Mundial”.
Creo que todos tienen razón.
Tienen razón porque tienen experiencias.
Tienen razones.
Los Bulacios
La imagen del Estado montado al caballo y con un palo me lleva a otro episodio de rock y muerte que me pasó por al lado, cuando Viejas Locas tocó en Vélez. Esa noche la policía mató a Rubén Carballo, un Walter Bulacio con menos prensa, el Walter Bulacio de mi generación sub 30, esa que nunca llegó a ver a Los Redondos.
Después y antes hubieron otros Bulacios, sí, pero para mí es éste: Rubén Carballo. Estuve ese día, vi cómo la policía reprimía, cómo la escalada violenta te esperaba en la puerta hasta que pude meterme al recital y zafar. Ese día, además, detuvieron a muchísima gente y mis padres salieron a recorrer calabozos porque yo no contestaba el celular; a mí no me había pasado nada y hasta luego pude ir a ver a Rubén al hospital, cuando peleaba por su vida.
No creo que el de Rubén Carballo sea el caso – la policía suele elegir sus blancos-, pero alguien en el Whatsapp menciona la palabra “suerte”. Yo creo que usar la palabra “zafar” es mejor, porque en un punto uno puede hacer cosas para zafar o no. Suerte es un meteorito que te cae en la cabeza.
Cuando veo la larga cadena de mensajes lo primero que me llama la atención es el grado de vehemencia con la que discuten mis amigos vía celular, sin que los que fueron a verlo y los que no se planteen como dos bandos opuestos. Es un todos que agrega matices y caras a la moneda. Veo entonces que no solo hay experiencias: así como hubo y hay una Generación Cromañón, hay una Generación Indio – y hay una Time Warp- aunque no hayamos ido a esos recitales.
Incluso mi novia, que no escucha para nada la música del Indio, me dijo que quería ir un día al recital: le prometí que sí. Hoy nos abrazamos y aprendimos un poco más: no podría hacerme cargo de otra persona que no sea yo en medio de una marea de gente amontonada. Ahora le pregunto por qué ella me pidió que la lleve: “Por el mito, es un hito contemporáneo”. Bien o mal, eso es cierto. Yo mismo me lamento no haber podido ver nunca a Los Redondos, el verdadero mito que originó todo esto. Nadie quiere perderse algo que es caracterizado como mito, incluso los que no adoran al dios. Es como para un turista ir a ver un River-Boca aunque no le guste el fútbol.
La experiencia de zafar
Ahora mi novia me dice: “No sé cómo es que tenía ganas de ir ahí, con todo lo que me contaste”. Y me hace recordar que mis relatos sobre los recitales no solo estaban teñidos de “lo bien que la pasé”, sino de cómo eran las condiciones antes y después de que la música estallara. Sin entrar en detalles de cada ciudad y su organización, en general el pésimo sonido, la lejanía de los predios y del escenario, la desorganización hecha caos, hacía que el disfrute se mezclara con el tormento. Hubo mejores y peores recitales, mejores y peores misas, pero hay algo de razón cuando mi amigo de Whatsapp dice: “En cualquiera pudo haber muerto gente. De hecho, pasó en las rutas más de una vez”. No lo dice como alguien que no sale a la calle por miedo a que lo roben. Lo dice porque estuvo ahí y lo disfrutó y lo padeció: “En todos hubo heridos, ¿cuál es la diferencia?”
“Yo mismo me puedo contar como un herido en Junín”, dice uno que en uno perdió ese día la zapatilla y volvió con los pies ensangrentados.
Entre el compendio de sensaciones desagradables en el marco de estos megarecitales se puede hablar de fríos hipotérmicos, caminatas hasta no sentir los pies, sequedad crónica de boca, dolores varios de cuerpo, dormidas en plazas, embarradas que arruinan ropas y otras cosas que no se pueden contar, pero que fueron necesarias para llegar y volver de un recital del Indio, por múltiples razones que incluyen culpas propias, está claro.
Un amigo que está volviendo de Olavarría me habla de esto: “Lo peor fue cuando empezó el recital”. Si se lee la frase otra vez, resulta increíble. Está claro: el mejor momento es antes del recital. Cuando se entra y, sobre todo, cuando sale, la cosa cambia. “La pasé mal a la salida. Mal mal”, sigue vía Whatsapp sobre Olavarría. “Ahí me cayó la ficha de que no se puede dar un recital para 300.000 personas”.
Otro amigo que también va volviendo dice que, en los trece recitales del Indio a los que fue, “jamás viví algo como lo de ayer”.
¿Qué vio?
“La gente estaba muy violenta, era raro”, responde y menciona teorías conspirativas que se apoyan en el propio Indio (un posteo en su Facebook antes del recital llamado Un último secuestro, no) para decir que el caos pudo haber sido provocado.
¿Por quién?
El Indio dice que “es un momento especial, hay intereses oscuros que con pocos miembros pueden alterar la fiesta”. Mi amigo lo interpreta: “Juntar 300 mil personas en este momento del país es peligroso. El que antes venía un fin de semana, ahora llega sobre la hora; el que antes pagaba la entrada, ahora no; el que tomaba falopa, ahora viene a robar”. La famosa teoría de la olla a presión: “Hay que ver dónde encendés el fósforo”, dice el Whatsapp antes de perder señal en la ruta.
Recién entonces recuerdo porque decidí – medio inconscientemente- no ir a ver al Indio a Olavarría.
La última vez, en Tandil, a la salida del show tuve miedo. Miedo a la muerte, aunque parezca exagerado. Miedo o sensación de sentirme un alfiler dentro de una marea que podía aplastarme. Aclaro que nunca antes en los otros recitales me había pasado de esa manera.
Fue, precisamente, cuando salimos del recital: la gente se amontonó al intentar pasar por una de las puertas que salía a una calle lateral. No sólo estábamos muy apretados sino que la sensación de que no te podías mover, de que el equilibrio no dependía de vos y de que si alguien se caía se iban todos encima, era asfixiante.
Pensé: decí que tengo 26 años, soy hombre, tengo buena salud, etc.
Zafé.
Al lado mío había chicos, padres, mujeres y personas que no sé cómo pasaron ese momento.
Por eso ahora, cuando se mencionaban las “avalanchas” sentí escalofríos.
Tanta gente
Hoy también recordé cuando me tocó entrevistar a uno de los guitarristas del Indio. Me cayó bien y pareció un tipo simple, que de pronto – y de hecho, por una audición- se había subido a un tren de dimensiones inimaginables. Me habló de lo que significaba a nivel sonido la puesta en escena a cielo abierto y para 300 mil personas: “Imposible que se escuche bien”.
Desde lo técnico del sonido hasta la señora de Olavarría que abrió su casa para vender choripanes y gaseosas hay una cadena de variantes que suceden más por el negocio que por buen gusto. Mi novia me pregunta: “¿por qué lo hacen para tanta gente? ¿Es más caro, sino? ¿Es más democrático?” Una respuesta segura: es más guita.
Mi novia me cuenta cómo fue el recital de los Rolling Stones en La Plata, y relata, en particular, una situación que vivió en la fila, afuera: cómo unas personas intentaban colarse y agitaban violentamente. “Parecían agentes del mal”, dice ella, lo cual me parece una definición genial, aunque probablemente la explicación sea más simple: no tenían entradas.
En el Indio ese tipo de violencia se había disipado simplemente dejando pasar a quienes no tenían entradas, o haciendo la vista gorda o abriendo directamente las puertas apenas empezado el recital.
Yo mismo las cinco veces que fui a ver al Indio Solari jamás pagué la entrada. No recuerdo cómo, desde la primera vez, supe que no hacía falta pagarla: era más joven, más rápido y también más inocente. Con el tiempo, me fui convirtiendo en un simple pelotudo que no pagaba la entrada por cuestiones económicas más que por audacia. Esta vez me ofrecieron viajar por 850 pesos, con asado y entrada trucha incluida, y dije no, aprovechando otras excusas del fin de semana para justificarme, como si se tratase de faltar a la escuela.
Fue la primera vez que pudimos cumplir con una frase que se había vuelto entre mis amigos ricoteros: “No vuelvo nunca más”, decían varios al salir del recital, para luego reincidir a la fecha siguiente.
Es que es así: no tenemos argumentos, ni siquiera acumulamos esas experiencias.
O quizá lo hagamos en el sentido literal del verbo: las ponemos unas arriba de otras, contamos cuántas son, a veces las recordamos, y muchas las tapamos.
La hipocresía, el capitalismo, el Estado, los medios, la crisis, Olavarría, el Indio, las entradas, el pogo, las avalanchas.
La precariedad hecha máquina.
Y también y al mismo tiempo, mis amigos, mi novia, nosotros, los muertos.
Siempre es temprano para reaccionar.
Si estás vivo.
Por eso escribo.
Nota
Orgullo

Texto de Claudia Acuña. Fotos de Juan Valeiro.
Es cortita y tiene el pelo petiso, al ras en la sien. La bandera se la anudó al cuello, le cubre la espalda y le sobra como para ir barriendo la vereda, salvo cuando el viento la agita. Se bajó del tren Sarmiento, ahí en Once. Viene desde Moreno, sola. Un hombre le grita algo y eso provoca que me ponga a caminar a su lado. Vamos juntas, le digo, pero se tiene que sacar los auriculares de las orejas para escucharme. Entiendo entonces que la cumbia fue lo que la protegió en todo el trayecto, que no fue fácil. Hace once años que trabaja en una fábrica de zapatillas. Este mes le suspendieron un día de producción, así que ahora es de lunes a jueves, de 6 de la mañana a cuatro de la tarde. Tiene suerte, dirá, de mantener ese empleo porque en su barrio todos cartonean y hasta la basura sufre la pobreza. Por suerte, también, juega al fútbol y eso le da la fuerza de encarar cada semana con torneos, encuentros y desafíos. Ella es buena jugando y buena organizando, así que se mantiene activa. La pelota la salvó de la tristeza, dirá, y con esa palabra define todo lo que la rodea en el cotidiano: chicos sin futuro, mujeres violentadas, persianas cerradas, madres agotadas, hombres quebrados. Ella, que se define lesbiana, tuvo un amor del cual abrazarse cuando comenzó a oscurecerse su barrio, pero la dejó hace apenas unas semanas. Tampoco ese trayecto fue fácil. Lloró mucho, dirá, porque los prejuicios lastiman y destrozan lazos. Hoy sus hermanas la animaron a que venga al centro, a alegrarse. Se calzó la bandera, la del arco iris, y con esa armadura más la cumbia, se atrevió a buscar lo difícil: la sonrisa.
Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
Al llegar al Congreso se pierde entre una multitud que vende bebidas, banderas, tangas, choripán, fernet, imanes, aros, lo que sea. Entre los puestos y las lonas que cubren el asfalto en tres filas por toda Avenida de Mayo hasta la Plaza, pasea otra multitud, mucho más escasa que la de otros años, pero igualmente colorida, montada y maquillada. El gobierno de las selfies domina la fiesta mientras del escenario se anuncian los hashtag de la jornada. Hay micros convertidos en carrozas a fuerza de globos y música estridente. Y hay jóvenes muy jóvenes que, como la chica de Moreno, buscan sonreír sin miedo.
Eso es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
Sobre diagonal norte, casi rozando la esquina de Florida, desde el camión se agita un pañuelazo blanco, en honor a las Madres, con Taty Almeyda como abanderada. Frente a la embajada de Israel un grupo agita banderas palestinas mientras en las remeras negras proclaman “Nuestro orgullo no banca genocidios”. Son quizá las únicas manifestaciones políticas explícitas, a excepción de la foto de Cristina que decora banderas que se ofrecen por mil pesos y tampoco se compran, como todo lo mucho que se ofrece: se ve que no hay un mango, dirá la vendedora, resignada. Lo escaso, entonces, es lo que sobra porque falta.
Y no es Orgullo.

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org


Foto: Juan Valeiro/lavaca.org

Foto: Juan Valeiro/lavaca.org
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Cómo como 2: Cuando las marcas nos compran a nosotros

(Escuchá el podcast completo: 7 minutos) Coca Cola, Nestlé, Danone & afines nos hacen confiar en ellas como confiaríamos en nuestra abuela, nos cuenta Soledad Barruti. autora de los libros Malcomidos y Mala leche. En esta edición del podcast de lavaca, Soledad nos lleva a un paseíto por el infierno de cómo se produce, la cuestión de la comida de verdad, y la gran pregunta: ¿quiénes son los que realmente nos alimentan?
El podcast completo:
Con Sergio Ciancaglini y la edición de Mariano Randazzo.
Nota
Elecciones: lo que ven y sienten los jubilados para el domingo y después
Otro miércoles de marcha al Congreso, y una encuesta: ¿cuál es el pronóstico para el domingo? Una pregunta que no solo apunta a lo electoral, sino a todo lo que rodea la política hoy, en medio de una economía que ahoga: la que come en el merendero; el que no puede comprar medicamentos; el que señala a Trump como responsable; la que lo lee en clave histórica; y los que aseguran que morirán luchando, aunque sean 4 gatos locos. Crónica y fotos al ritmo del marchódromo.
Francisco Pandolfi y Lucas Pedulla
Fotos Juan Valeiro
El domingo son las elecciones legislativas nacionales pero también es fin de mes, y Sara marchó con un cartel que no necesitaba preguntas ni explicación: “Soy jubilada y como en un merendero”.
Tiene 63 años, es del barrio Esperanza –Merlo, oeste bonaerense–, y para changuear algo más junta botellas y cartón, porque algunos meses no le alcanza para medicamentos: “El domingo espero que el país mejore, porque todos estamos iguales: que la cosa cambie”.

El miércoles de jubilados y jubiladas previo a las elecciones nacionales de medio término –se renuevan 127 diputados y 24 senadores– tuvo, al menos, tres rondas distintas, en una Plaza de los Dos Congresos cerrada exclusivamente para manifestantes. Nuevamente el vallado cruzó de punta a punta la plazoleta, y los alrededores estuvieron custodiados por policías de la Ciudad para que la movilización no se desparramara ni tampoco avanzara por Avenida de Mayo, sino que se quedara en el perímetro denominado “marchódromo”. Un grupo encaró, de todas formas, por Solís, sobrepasó un cordón policial y dobló por Alsina, y se metió de nuevo a la plaza por Virrey Cevallos, como una forma de mostrar rebeldía.
Unos minutos antes, un jubilado resultaba herido. Se trata de Ramón Contreras, uno de los rostros icónicos de los miércoles que llegó al Congreso cuando aún no estaba vallado después de la marcha por el recorte en discapacidad, y mientras estaba dando la ronda alrededor del Palacio un oficial lo empujó con tanta fuerza que cayó al suelo. “Me tiraron como un misil –contó a los medios–. Me tienen que operar. Tengo una fractura. Me duele mucho”. La Comisión Provincial por la Memoria (CPM) presentó una denuncia penal por la agresión: “Contreras fue atacado sin razón y de manera imprevista”.

La violencia desmedida, otra vez, sobre los cuerpos más débiles y más ajustados por un Gobierno que medirá esa política nuevamente en las urnas. Jorge, de 69 años, dice que llega con la “billetera muerta”. Y Julio, a su lado, resume: “Necesito tener dos trabajos”.
Juan Manuel es uno de esos jubilados con presencia perfecta cada miércoles. Una presencia que ninguna semana pasa desapercibida. Por su humor y su creatividad. Tiene 61 años y cada movilización trae mínimo un cartel original, de esos que hacen reír para no llorar. Esta vez no sólo trae un cartel con una inscripción; viene acompañado de unas fotocopias donde se leen una debajo de la otra las 114 frases que creó como contraofensiva a la gestión oficialista.
La frase 115 es la de hoy: “Milei es el orificio por el que nos defeca Trump”.

Muestra la lista que arrancó previo a las elecciones de octubre de 2023. Sus primeras dos creaciones:
- “Que no te vendan gato por león”.
- “¿Salir de la grieta para tirarse al abismo?”.
Y elige sus dos favoritas de una nómina que seguirá creciendo:
Sobre el veto al aumento de las jubilaciones: “Milei, paparulo, metete el veto en el culo”.
Sobre el desfinanciamiento de las universidades: “Milei: la UBA también tiene las facultades alteradas”.
Juan Manuel le cuenta a lavaca lo que presagia para él después de las elecciones: “Se profundizará el desastre, sea porque pierda el gobierno o porque gane, de cualquier forma tienen la orden de hacer todo tipo de reformas. Como respuesta en la calle estamos siendo 4 gatos locos, algo que no me entra en la cabeza porque este es el peor gobierno de la historia”.

Sobre el cierre de la marcha, en uno de los varios actos que se armaron en esta plaza, Virginia, de Jubilados Insurgentes y megáfono en mano, describió que la crisis que el país está atravesando no es nueva: “Estuvo Krieger Vassena con Onganía, Martínez de Hoz con la última dictadura, Cavallo con Menem, Macri con Caputo y Sturzenegger, que son los mismos que ahora están con este energúmeno”. La línea de tiempo que hiló Virginia ubica ministros de economía con dictaduras y gobiernos constitucionales en épocas distintas, con un detalle que a su criterio sigue permaneciendo impune: “La economía neoliberal”.
Allí radica la lucha de estos miércoles, dice. Su sostenibilidad. Porque el miércoles que viene, pase lo que pase, seguirán viniendo a la plaza para continuar marchando. “Estar presente es estar activo, lo que significa estar lúcido”, define.

Carlos Dawlowfki tiene 75 años y se convirtió en un emblema de esa lucidez luego de ser reprimido por la Policía a principio de marzo. Llevaba una camiseta del club Chacarita y en solidaridad con él, una semana después la mayoría de las hinchadas del fútbol argentino organizaron un masivo acompañamiento. Ese 12 de marzo fue, justamente, la tarde en que el gendarme Héctor Guerrero hirió con una granada de gas lacrimógeno lanzada con total ilegalidad al fotógrafo Pablo Grillo (todavía en rehabilitación) y el prefecto Sebastián Martínez le disparó y le sacó un ojo a Jonathan Navarro, quien al igual que Carlos también llevaba la remera de Chaca.
Carlos es parte de la organización de jubilados autoconvocados “Los 12 Apóstoles” y habla con lavaca: “Hoy fui a acompañar a las personas con discapacidad y me di cuenta el dolor que hay internamente. Una tristeza total. Y entendí por qué estamos acá, cada miércoles. Y sentí un orgullo grande por la constancia que llevamos”.
La gente lo reconoce y le pide sacarse fotos con él. “Estás muy solicitado hoy”, lo jode un amigo. Carlos se ríe, antes de ponerse serio: “Hay que aceptarlo, hoy somos una colonia. Pasé el 76 y el 2001, y nunca vi una cosa igual en cuanto a pérdida de soberanía”. De repente, le brota la esperanza: “Pero después del 26, volveremos a ser patria. Esperemos que el pueblo argentino tenga un poquito de memoria y recapacite. Lo único que pido es el bienestar para los pibes del Garrahan y con discapacidad. A mí me quedarán 3, 4, 5 años; tengo un infarto, un stent, así que lucho por mis nietos, por mis hijos, por ustedes”.

Carlos hace crítica y también autocrítica. “Nosotros tenemos un país espectacular, pero nos equivocamos. Los mayores tenemos un poco de culpa sobre lo que ocurrió en las últimas elecciones: no asesoramos a nuestros nietos e hijos sobre lo que podía venir y finalmente llegó. Y en eso también tiene que ver la realidad económica. Antes nos juntábamos para comer los domingos, ahora ya no se puede. No le llegamos a la juventud, que votó a la derecha, a una persona que no está en sus cabales”.
Remata Carlos, antes de que le pidan una selfie: “Nosotros ya estamos jugados pero no rendidos. Estos viejos meados -como nos dicen- vamos a luchar hasta nuestra última gota. Y cuando pasen las elecciones, acá seguiremos estando: soñando lo mejor para nuestro país”.


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