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Generación Indio

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Una reflexión urgente y en primera persona sobre cómo impactaron las noticias del recital de El Indio Solari en Olavarría en una generación que vive la precarización de sus vidas en forma cotidiana.

(por Franco Ciancaglini) Escribo estas líneas sin ver las ultimísimas noticias, manijeado Whatsapp y charlas telefónicas y de las otras con mis amigos y mi novia – casi toda gente que solemos ir a ver al Indio- con temor a alimentar a la máquina de tirar mierda pero con la convicción de que es peor el silencio.
Escribo con el siempre nefasto diario del lunes arriba de la mesa, apuntándome.
Escribo sin saber con certeza cuál es la cantidad de muertos en el recital de ayer, pero sabiendo que es un dato menor porque -más allá de operaciones mediáticas y políticas- de esto hay que hablar. Y parece ser ahora, porque nos hicimos los boludos siempre.
Escribo con la memoria de haber ido a ver al Indio a cinco ciudades distintas y pasarla bien y mal al mismo tiempo.
Bien porque disfruto de escuchar la música que me gusta en vivo; mal porque fue a cualquier precio.
Bien porque disfruté de las famosas “misas” – en las que nadie puede negar que se la pasa bien-, esas que hoy se convirtieron en un funeral.
Mal porque está todo bien, hasta que está todo mal.
Escribo con la conciencia de saber que formo parte de una generación precarizada, acostumbrada al borde del abismo, en la calle, en el trabajo, en la vida cotidiana y, está claro ahora, en los recitales.
Cuidarnos
El Whatsapp con mis amigos empieza por el principio: dice que es siniestro que un “pelado que no puede salir del country le grite a 300 mil personas aplastadas que ´el lujo es vulgaridad´”. Así como se puede sintetizar al fútbol como 22 millonarios que patean una pelota, esa frase es también parte de los mundos que vivimos.
Primero, aceptarlo: tenemos razones artísticas, pasionales, catárquicas, tenemos muchas razones para ir a ver a un pelado que vive en country y que nos diga cómo vivir. Lo que no tenemos – como siempre en estos casos- son razonamientos, argumentos de tesis de doctorado.
¿Qué tenemos?
Experiencias:
“¿Qué nos pasa que nos cuesta tanto cuidarnos entre nosotros?”, pregunta alguien fanático del Indio en el grupo.
Otro salta: “¿Vos no manejás borracho?”.
La discusión sigue: “Todo sería hipócrita si lo vieras así. Si lo personalizás, no llegamos a nada: es un dispositivo más complejo”.
Otro dice: “No podés culpar a la gente de no cuidarse: hay responsables y no son precisamente las víctimas”.
¿Entonces quién?
“El problema es del Estado que no está presente”.
Otro apunta: “la organización”.
Alguien se anima: “el Indio”.
“¿Qué Estado?”, retoma otro. “¿El que te caga a trompadas arriba de un caballo y con un palo? Yo nunca sentí que poniendo más policía se pueda resolver algo de lo que pasa en un recital del Indio. Al contrario: se arma la 4° Guerra Mundial”.
Creo que todos tienen razón.
Tienen razón porque tienen experiencias.
Tienen razones.
Los Bulacios
La imagen del Estado montado al caballo y con un palo me lleva a otro episodio de rock y muerte que me pasó por al lado, cuando Viejas Locas tocó en Vélez. Esa noche la policía mató a Rubén Carballo, un Walter Bulacio con menos prensa, el Walter Bulacio de mi generación sub 30, esa que nunca llegó a ver a Los Redondos.
Después y antes hubieron otros Bulacios, sí, pero para mí es éste: Rubén Carballo. Estuve ese día, vi cómo la policía reprimía, cómo la escalada violenta te esperaba en la puerta hasta que pude meterme al recital y zafar. Ese día, además, detuvieron a muchísima gente y mis padres salieron a recorrer calabozos porque yo no contestaba el celular; a mí no me había pasado nada y hasta luego pude ir a ver a Rubén al hospital, cuando peleaba por su vida.
No creo que el de Rubén Carballo sea el caso – la policía suele elegir sus blancos-, pero alguien en el Whatsapp menciona la palabra “suerte”. Yo creo que usar la palabra “zafar” es mejor, porque en un punto uno puede hacer cosas para zafar o no. Suerte es un meteorito que te cae en la cabeza.
Cuando veo la larga cadena de mensajes lo primero que me llama la atención es el grado de vehemencia con la que discuten mis amigos vía celular, sin que los que fueron a verlo y los que no se planteen como dos bandos opuestos. Es un todos que  agrega matices y caras a la moneda. Veo entonces que no solo hay experiencias: así como hubo y hay una Generación Cromañón, hay una Generación Indio – y hay una Time Warp- aunque no hayamos ido a esos recitales.
Incluso mi novia, que no escucha para nada la música del Indio, me dijo que quería ir un día al recital: le prometí que sí. Hoy nos abrazamos y aprendimos un poco más: no podría hacerme cargo de otra persona que no sea yo en medio de una marea de gente amontonada. Ahora le pregunto por qué ella me pidió que la lleve: “Por el mito, es un hito contemporáneo”. Bien o mal, eso es cierto. Yo mismo me lamento no haber podido ver nunca a Los Redondos, el verdadero mito que originó todo esto. Nadie quiere perderse algo que es caracterizado como mito, incluso los que no adoran al dios. Es como para un turista ir a ver un River-Boca aunque no le guste el fútbol.
La experiencia de zafar
Ahora mi novia me dice: “No sé cómo es que tenía ganas de ir ahí, con todo lo que me contaste”. Y me hace recordar que mis relatos sobre los recitales no solo estaban teñidos de “lo bien que la pasé”, sino de cómo eran las condiciones antes y después de que la música estallara. Sin entrar en detalles de cada ciudad y su organización, en general el pésimo sonido, la lejanía de los predios y del escenario, la desorganización hecha caos, hacía que el disfrute se mezclara con el tormento. Hubo mejores y peores recitales, mejores y peores misas, pero hay algo de razón cuando mi amigo de Whatsapp dice: “En cualquiera pudo haber muerto gente. De hecho, pasó en las rutas más de una vez”. No lo dice como alguien que no sale a la calle por miedo a que lo roben. Lo dice porque estuvo ahí y lo disfrutó y lo padeció: “En todos hubo heridos, ¿cuál es la diferencia?”
“Yo mismo me puedo contar como un herido en Junín”, dice uno que en uno perdió ese día la zapatilla y volvió con los pies ensangrentados.
Entre el compendio de sensaciones desagradables en el marco de estos megarecitales se puede hablar de fríos hipotérmicos, caminatas hasta no sentir los pies, sequedad crónica de boca, dolores varios de cuerpo, dormidas en plazas, embarradas que arruinan ropas  y otras cosas que no se pueden contar, pero que fueron necesarias para llegar y volver de un recital del Indio, por múltiples razones que incluyen culpas propias, está claro.
Un amigo que está volviendo de Olavarría me habla de esto: “Lo peor fue cuando empezó el recital”. Si se lee la frase otra vez, resulta increíble. Está claro: el mejor momento es antes del recital. Cuando se entra y, sobre todo, cuando sale, la cosa cambia. “La pasé mal a la salida. Mal mal”, sigue vía Whatsapp sobre Olavarría. “Ahí me cayó la ficha de que no se puede dar un recital para 300.000 personas”.
Otro amigo que también va volviendo dice que, en los trece recitales del Indio a los que fue, “jamás viví algo como lo de ayer”.
¿Qué vio?
“La gente estaba muy violenta, era raro”, responde y menciona teorías conspirativas que se apoyan en el propio Indio (un posteo en su Facebook antes del recital llamado Un último secuestro, no) para decir que el caos pudo haber sido provocado.
¿Por quién?
El Indio dice que “es un momento especial, hay intereses oscuros que con pocos miembros pueden alterar la fiesta”. Mi amigo lo interpreta: “Juntar 300 mil personas en este momento del país es peligroso. El que antes venía un fin de semana, ahora llega sobre la hora; el que antes pagaba la entrada, ahora no; el que tomaba falopa, ahora viene a robar”. La famosa teoría de la olla a presión: “Hay que ver dónde encendés el fósforo”, dice el Whatsapp antes de perder señal en la ruta.
Recién entonces recuerdo porque decidí – medio inconscientemente- no ir a ver al Indio a Olavarría.
La última vez, en Tandil, a la salida del show tuve miedo. Miedo a la muerte, aunque parezca exagerado. Miedo o sensación de sentirme un alfiler dentro de una marea que podía aplastarme. Aclaro que nunca antes en los otros recitales me había pasado de esa manera.
Fue, precisamente, cuando salimos del recital: la gente se amontonó al intentar pasar por una de las puertas que salía a una calle lateral. No sólo estábamos muy apretados sino que la sensación de que no te podías mover, de que el equilibrio no dependía de vos y de que si alguien se caía se iban todos encima, era asfixiante.
Pensé: decí que tengo 26 años, soy hombre, tengo buena salud, etc.
Zafé.
Al lado mío había chicos, padres, mujeres y personas que no sé cómo pasaron ese momento.
Por eso ahora, cuando se mencionaban las “avalanchas” sentí escalofríos.
Tanta gente
Hoy también recordé cuando me tocó entrevistar a uno de los guitarristas del Indio. Me cayó bien y pareció un tipo simple, que de pronto – y de hecho, por una audición- se había subido a un tren de dimensiones inimaginables. Me habló de lo que significaba a nivel sonido la puesta en escena a cielo abierto y para 300 mil personas: “Imposible que se escuche bien”.
Desde lo técnico del sonido hasta la señora de Olavarría que abrió su casa para vender choripanes y gaseosas hay una cadena de variantes que suceden más por el negocio que por buen gusto. Mi novia me pregunta: “¿por qué lo hacen para tanta gente? ¿Es más caro, sino? ¿Es más democrático?” Una respuesta segura: es más guita.
Mi novia me cuenta cómo fue el recital de los Rolling Stones en La Plata, y relata, en particular, una situación que vivió en la fila, afuera: cómo unas personas intentaban colarse y agitaban violentamente. “Parecían agentes del mal”, dice ella, lo cual me parece una definición genial, aunque probablemente la explicación sea más simple: no tenían entradas.
En el Indio ese tipo de violencia se había disipado simplemente dejando pasar a quienes no tenían entradas, o haciendo la vista gorda o abriendo directamente las puertas apenas empezado el recital.
Yo mismo las cinco veces que fui a ver al Indio Solari jamás pagué la entrada. No recuerdo cómo, desde la primera vez, supe que no hacía falta pagarla: era más joven, más rápido y también más inocente. Con el tiempo, me fui convirtiendo en un simple pelotudo que no pagaba la entrada por cuestiones económicas más que por audacia. Esta vez me ofrecieron viajar por 850 pesos, con asado y entrada trucha incluida, y dije no, aprovechando otras excusas del fin de semana para justificarme, como si se tratase de faltar a la escuela.
Fue la primera vez que pudimos cumplir con una frase que se había vuelto entre mis amigos ricoteros: “No vuelvo nunca más”, decían varios al salir del recital, para luego reincidir a la fecha siguiente.
Es que es así: no tenemos argumentos, ni siquiera acumulamos esas experiencias.
O quizá lo hagamos en el sentido literal del verbo: las ponemos unas arriba de otras, contamos cuántas son, a veces las recordamos, y muchas las tapamos.
La hipocresía, el capitalismo, el Estado, los medios, la crisis, Olavarría, el Indio, las entradas, el pogo, las avalanchas.
La precariedad hecha máquina.
Y también y al mismo tiempo, mis amigos, mi novia, nosotros, los muertos.
Siempre es temprano para reaccionar.
Si estás vivo.
Por eso escribo.
 

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La Estela: tierra guaraní en escena

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Las actrices Casandra Velázquez e Ivana Zacharski crearon un unipersonal sobre una niña litoraleña que descubre aventuras al amparo del monte misionero. El calor agobiante, la siesta obligatoria, los árboles de yerba mate y las leyendas de ese territorio se cruzan con la inspiración de Clarice Lispector como punto de partida.

Por María del Carmen Varela

A la hora de la siesta el pueblo entra en una pausa obligatoria barnizada por un calor agobiante. Ni el sueño ni el sofoco detienen a la niña, que abandona su cama con sigilo y logra escapar al amparo del monte. Encuentra en la intemperie el abrigo que no es costumbre en su casa. Cada día la espera una aventura distinta, aunque no siempre hay juego y risas. Rebelde, divertida, decidida, busca compañía para sus andanzas y si no la encuentra, transita en soledad.  La salvación a cielo abierto, la naturaleza como sostén y una fascinación: “La Estela”.

La actriz y bailarina Casandra Velázquez y la actriz y directora de teatro Ivana Zacharski dieron luz a esta niña litoraleña sumergida en la vastedad de un paisaje indómito y deslumbrada por Estela, la joven esquiva con mirada de pantera. Ivana y Casandra se conocieron a sus 18 años tomando clases de actuación con Pompeyo Audivert en el Teatro Estudio El Cuervo, poco tiempo después de que cada una viniera a estudiar teatro a la Capital. Casandra nació en Rosario y creció en Venado Tuerto (Santa Fe), Ivana es de Apóstoles, Misiones, donde se desarrolla esta historia que juntas llevaron a escena. Este universo, recorrido por Ivana, de tierras guaraníes surcadas por árboles de yerba mate y leyendas de peligros a la hora de la siesta, fue la inspiración para La Estela.

Ivana tenía ganas de dirigir un unipersonal y eligió a su amiga Casandra para actuarlo. El punto de partida fue un cuento de Clarice Lispector: La relación de la cosa. Casandra: “Los primeros encuentros fueron sin texto, nos acercamos a la obra desde el cuerpo, la respiración y la carne. En los primeros ensayos bailé un montón, unas danzas extrañas, medio butohkas, transpire, canté, corrí, toqué el bajo. Ivana empezó a escribir y yo a probar y actuar todos esos textos e hipótesis, el insomnio estaba presente, la obsesión con el tiempo, los fantasmas del futuro, algo vinculado a la materialidad del agua y el devenir del río. Aparecieron unos cuentos protagonizados por distintas niñas en paisajes litoraleños. Nuestro personaje de ese momento: una mujer en medio del insomnio, se contaba esos cuentos a ella misma para poder dormir”.

La Estela: tierra guaraní en escena

Foto: Gentileza La Estela.

Después de que Ivana hiciera un taller de escritura con Santiago Loza y Andrés Gallina, la historia fue tomando fuerza. Cuenta Casandra que algo se abrió y comenzó a aparecer la trama: “La obra apareció y nos empezó a hablar. Nos metimos adentro de esos cuentos, de esos paisajes y de esas niñas y dejamos de lado todo lo demás. Apareció algo muy mágico entre nosotras, algo de eso que las obras permiten, que es crear un universo común, descubrir conexiones y relaciones nuevas. Sentía que la obra estaba apareciendo y tenía voz propia, apareció el cuerpo de la obra y una forma de narrar”. Casandra recorre el escenario y su fuerza expresiva invita a adentrarse en la historia de esta niña llena de vitalidad y asombro. La vemos en su habitación, presa del calor de la tarde, en busca de libertad y juego, invocando protección divina cuando algo se le escapa de las manos, trabajando en el puesto rutero, pateando una pelota, como se patea a la injusticia, hipnotizada al descubrir la mirada felina de “la Estela”.

El entusiasmo de la juventud, las tragedias inesperadas, las súplicas, el goce de la novedad caben en ese cuerpo palpitante de sueños. Ivana y Casandra apelaron a sus propias vivencias para hilar la narración. Casandra: “Las dos pasamos nuestras infancias y adolescencias medio punkis en distintos paisajes litoraleños, lejos de esta ciudad, sus ritmos y velocidades. Había algo de ese universo común, de elegir siendo muy chicas irnos de las ciudades donde crecimos, que empezó a operar, casi telepáticamente. El ejercicio de revisitar esos paisajes y poblarlos de ficción fue fascinante, mirar el mundo con ojos de infancia nos abrió mucho permiso y nos devolvió mucha vitalidad, nos permitió vincularnos con la violencia, el dolor y la crudeza de crecer desde un lugar de mucho delirio y mucho juego. La obra es bastante impune en ese sentido, el relato no pide permiso, ni da explicaciones, sólo sucede. Justicia poética, decimos, un conjuro de liberación”.

Al cabo de dias de ensayo, la voz de la niña litoraleña comenzó a asomar y Casandra hizo un trabajo específico con la coach vocal Mariana García Guerreiro. El actor Iván Moschner también se sumó a pulir el fluir de la voz. Escuchar radios misioneras, discos y entrevistas a Ramón Ayala y otrxs artistas misionerxs colaboró con esa tarea. La niña que sube el escalón hacia la adolescencia, la que se enfrenta al monte y sus amenazas, se abre paso en la oscuridad con la lumbre de su irreverencia. Salvar y ser salvada, desafiar la imposición de la siesta, para correr a soñar despierta.

La Estela

El Camarín de las Musas, Mario Bravo 960, CABA

Sábados a las 18  hs, hasta el 27 de septiembre

@laestela.obra

@casandravelazqz

@ivanazacharski

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Litio: nace un nuevo documental

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Este viernes 29 de agosto se presentará un nuevo contenido de Cooperativa de trabajo lavaca: Litio. Un documental dirigido junto a Patricio Escobar que refleja la lucha de las comunidades originarias y el paralelismo entre la reforma (in)constitucional de Jujuy, como experimento hacia la Ley Bases votada a nivel nacional.

“Te cuento esta historia, si me prometés hacer algo. ¿Dale?”.

Así arranca el documental Litio, una historia de saqueo y resistencias, que continúa…

Un documental independiente y autogestivo de cooperativa lavaca y dirigido en conjunto con Patricio Escobar, que traza un hilo conductor entre la reforma (in)constitucional de Jujuy votada a espaldas del pueblo en 2023, y lo que pasó un año después a nivel nacional con la aprobación de la Ley Bases y la instauración del RIGI (Régimen de Incentivo para Grandes Inversiones).

Este proyecto tiene algunas particularidades: por un lado, no se trata de una única pieza audiovisual, sino de varias. Una más larga, de 22 minutos; y otras más cortas, de menos de 6 minutos. Por otro lado, se propone un documental en construcción permanente, al que se le irán agregando nuevas piezas de una cadena extractivista que parece no tener fin. Para esto, creamos una página web (que también estrenaremos el viernes 29) en la que iremos agregando los nuevos eslabones que surjan a futuro relacionados al oro blanco. 

LITIO muestra cómo viven las comunidades de la puna jujeña en la cuenca de las Salinas Grandes y Laguna Guayatayoc, una de las siete maravillas naturales de Argentina, y a la par, zona de sequía y uno de los mayores reservorios de litio del mundo. Dato insoslayable: para obtener un kilo de carbonato de litio se utilizan hasta dos millones de litros de agua. Las imágenes se entrelazan con los ostentosos congresos mineros, la represión policial a las manifestaciones por la reforma (in)constitucional y la resistencia de un pueblo que no otorga la licencia social a la explotación minera.

“¿Cuánto cuesta, cuánto vale… nuestra Pacha?”, cantan las comunidades originarias. Esa bandera hecha canción – y esa pregunta- se construye a través de distintas entrevistas a las comunidades Santuario de Tres Pozos, Lipán, El Moreno, Tres Morros, Potrero de la Puna, así como a otros actores. También evidencia el silencio de las autoridades, que no quisieron hacer declaraciones públicas. “Todas las Salinas están cuadriculadas de pedimentos mineros. Allí viven las comunidades y debajo, en el subsuelo, están las minas”, cuenta Alicia Chalabe, abogada de las comunidades.

El documental plantea una premisa: la reforma (in)constitucional de Jujuy en 2023 impuesta por el entonces gobernador Gerardo Morales –a merced de la explotación del litio, ya que modificó el régimen de agua, de tierras fiscales y de la propiedad privada, y ratificó la propiedad exclusiva de la provincia sobre los recursos naturales, entre los que incluye el subsuelo y el mineral de litio– fue el experimento que sirvió de antesala a la Ley Bases aprobada en 2024. Esta profundizó no sólo la matriz extractivista mediante enormes beneficios fiscales a empresas mineras, petroleras y del agronegocio, sino también las relaciones carnales con Estados Unidos y particularmente con Elon Musk, dueño de la empresa Tesla que construye autos eléctricos, para lo cual el litio es fundamental.

LITIO termina con tres palabras, y se erige como punto de partida:

“Esta historia continuará

¿Dale?”.

Te invitamos a seguir construyendo esta historia, este viernes 29 de agosto a las 20, en MU Trinchera (Riobamba 143, CABA).

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Super Mamá: ¿Quién cuida a las que cuidan?

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¿Cómo ser una Super Mamá? La protagonista de esta historia es una flamante madre, una actriz a la que en algún momento le gustaría retomar su carrera y para ello necesita cómplices que le permitan disfrutar los diferentes roles que, como una mamushka, habitan su deseo. ¿Le será posible poner en marcha una vida más allá de la maternidad? ¿Qué necesitan las madres? ¿Qué necesita ella?

Por María del Carmen Varela

Como meterse al mar de noche es una obra teatral —con dirección y dramaturgia de Sol Bonelli— vital, testimonial, genuina. Un recital performático de la mano de la actriz Victoria Cestau y música en vivo a cargo de Florencia Albarracín. La expresividad gestual de Victoria y la ductilidad musical de Florencia las consolidan en un dúo que funciona y se complementa muy bien en escena. Con frescura, ternura, desesperación y humor, abordan los diferentes estadíos que conforman el antes y después de dar a luz y las responsabilidades en cuanto al universo de los cuidados. ¿Quién cuida a las que cuidan?

La escritura de la obra comenzó en 2021 saliendo de la pandemia y para fines de 2022 estaba lista. Sol incluyó en la última escena cuestiones inspiradas en el proyecto de ley de Cuidados que había sido presentada en el Congreso en mayo de 2022. “Recuerdo pensar, ingenua yo, que la obra marcaría algo que en un futuro cercano estaría en camino de saldarse”. Una vez terminado el texto, comenzaron a hacer lecturas con Victoria y a inicios de 2023 se sumó Florencia en la residencia del Cultural San Martín y ahí fueron armando la puesta en escena. Suspendieron ensayos por atender otras obligaciones y retomaron en 2024 en la residencia de El Sábato Espacio Cultural.

Se escuchan carcajadas durante gran parte de la obra. Los momentos descriptos en escena provocan la identificación del público y no importa si pariste o no, igual resuenan. Victoria hace preguntas y obtiene respuestas. Apunta Sol: “En las funciones, con el público pasan varias cosas: risas es lo que más escucho, pero también un silencio de atención sobre todo al principio. Y luego se sueltan y hay confesiones. ¿Qué quieren quienes cuidan? ¡Tiempo solas, apoyo, guita, comprensión, corresponsabilidad, escucha, mimos, silencio, leyes que apoyen la crianza compartida y también goce! ¡Coger! Gritaron la otra vez”.

¿Existe la Super Mamá? ¿Cómo es o, mejor dicho, cómo debería ser? El sentimiento de culpa se infiltra y gana terreno. “Quise tomar ese ejemplo de la culpa. Explicitar que la Super Mamá no existe, es explotación pura y dura. No idealicé nada. Por más que sea momento lindo, hay soledad y desconcierto incluso rodeada de médicos a la hora de parir. Hay mucho maltrato, violencia obstétrica de muchas formas, a veces la desidia”.

Durante 2018 y 2019 Sol dio talleres de escritura y puerperio y una de las consignas era hacer un Manifiesto maternal. “De esa consigna nació la idea y también de leer el proyecto de ley”. Su intención fue poner el foco en la soledad que atraviesan muchas mujeres. “Tal vez es desde la urbanidad mi mayor crítica. Se va desde lo particular para hablar de lo colectivo, pero con respecto a los compañeros, progenitores, padres, la situación es bastante parecida atravesando todas las clases sociales. Por varios motivos que tiene que ver con qué se espera de los varones padres, ellos se van a trabajar pero también van al fútbol, al hobby, con los amigos y no se responsabilizan de la misma manera”.

En una escena que desata las risas, Victoria se convierte en la Mami DT y desde el punto de vista del lenguaje futbolero, tan bien conocido por los papis, explica los tips a tener en cuenta cuando un varón se enfrenta al cuidad de un bebé. “No se trata de señalarlos como los malos sino que muestro en la escena todo ese trabajo de explicar que hacer con un bebé que es un trabajo en sí mismo. La obra habla de lo personal para llegar a lo político y social”.

Sol es madre y al inicio de la obra podemos escuchar un audio que le envió uno de sus hijos en el que aclara que le presta su pelota para que forme parte de la puesta. ¿Cómo acercarse a la responsabilidad colectiva de criar niñeces? “Nunca estamos realmente solas, es cuestión de mirar al costado y ver que hay otras en la misma, darnos esa mirada y vernos nos saca de la soledad. El público nos da devoluciones hermosas. De reflexión y de cómo esta obra ayuda a no sentirse solas, a pensar y a cuidar a esas que nos cuidan y que tan naturalizado tenemos ese esfuerzo”.

NUN Teatro Bar. Juan Ramirez de Velazco 419, CABA

Miércoles 30 de julio, 21 hs

Próximas funciones: los viernes de octubre

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