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Aprender lo nuevo
Un seleccionado grupo de referentes latinoamericanos fue invitado a compartir la vida de las comunidades zapatistas. Compartieron casa, comida, lecciones y preguntas. Raúl Zibechi fue uno de los privilegiados y comparte en esta nota lo que aprendió.
Desde sus seis años de altura, Carlos Manuel abraza la cintura de su padre como si nunca se fuera a despegar. Mira el techo y sonríe. Julián, su padre, intenta zafarse. El niño cede, pero permanece junto al padre. Irma, su hermana de unos 8 años, observa desde un rincón de la cocina donde su madre, Esther, trabaja sobre el fogón dando vuelta las tortillas de maíz, que siguen siendo el alimento principal de las familias rurales.
Los otros tres hijos, incluyendo al mayor, Francisco, de 16, observan la escena que se repite durante las comidas como si fuera un ritual. La cocina es el lugar de conversaciones que se esparcen tan lentas como el humo que asciende sobre los techos de zinc. Las palabras son tan frugales y sabrosas como la comida: frijol, maíz, café, plátanos y alguna hortaliza. Todo sembrado sin químicos, cosechado y elaborado a mano. Criado a campo abierto el pollo tiene un sabor diferente, como toda la comida en esta comunidad tojolabal.
Al terminar la comida cada uno lava sus platos y cubiertos, incluso el padre, que también colabora en la preparación de la comida. Pregunto si eso es lo normal en estas tierras. Responden que es costumbre en las comunidades zapatistas, no así en las del “mal gobierno”, en referencia a los que, sin sorna, denominan “hermanos priístas”. Esas comunidades, vecinas a las que empuñan la estrella roja sobre fondo negro, reciben bonos y alimentos del gobierno, que les construye casas de bloques y suelo de material.
En toda la semana no hubo el menor gesto de agresividad entre el padre, la madre y los hijos. Ni siquiera gestos de mal humor o reproche. Al parecer, la prohibición del consumo de alcohol suaviza las relaciones humanas. Las mujeres son las que más disfrutan los cambios. “Distingo a los zapatistas por la forma en que se paran, sobre todo las mujeres”, comenta el experimentado periodista Hermann Bellinghausen.
El día del fin del mundo
La nueva etapa que está transitando el zapatismo comenzó el 21 de diciembre de 2012, día marcado por los medios como el fin del mundo que para los mayas es el comienzo de una nueva era. Decenas de miles de bases de apoyo del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) se concentraron en cinco cabeceras municipales de Chiapas, las mismas que habían tomado el 1° de enero de 1994.
La reaparición del zapatismo conmocionó a buena parte de la sociedad mexicana. No sólo no habían desaparecido sino que resurgían con más fuerza, mostrando que eran capaces de movilizar una cantidad importante de personas en formación militar, aunque sin armas.
En el comunicado del 30 de diciembre el subcomandante Marcos asegura: “En estos años nos hemos fortalecido y hemos mejorado significativamente nuestras condiciones de vida. Nuestro nivel de vida es superior al de las comunidades indígenas afines a los gobiernos de turno, que reciben limosnas y las derrochan en alcohol y artículos inútiles”.
Agrega que a diferencia de lo que sucede en las comunidades afines del PRI, en las zapatistas “las mujeres no son vendidas como mercancías” y que “los indígenas priístas van a nuestros hospitales, clínicas y laboratorios porque en los del gobierno no hay medicina, ni aparatos, ni doctores, ni personal calificado”.
Algo de todo eso pudieron comprobar quienes acudieron a la primera escuelita, entre el 12 y el 16 de agosto pasado. En realidad fueron convocados sólo los compañeros de ruta, lo que supone un viraje profundo en sus modos de relacionarse con la sociedad civil: “A partir de ahora, nuestra palabra empezará a ser selectiva en su destinatario y, salvo en contadas ocasiones, sólo podrá ser comprendida por quienes con nosotros han caminado y caminan, sin rendirse a las modas mediáticas y coyunturales”, reza el comunicado. Agrega: “Muy pocos tendrán el privilegio” de conocer la otra forma de hacer política. Estas líneas dan cuenta de que hemos compartido ese privilegio.
Para comprender este enfoque, que llevó al zapatismo a promover la escuelita de agosto, deben comprenderse los problemas que atravesaron las relaciones con la izquierda electoral y con personas que, en su opinión, “aparecen cuando hay templetes y se desaparecen a la hora del trabajo sin bulla”.
La lógica de la escuelita es opuesta a la de esa cultura política. No se trata de ir a escuchar a los comandantes indios ni al subcomandante Marcos, sino a compartir la vida cotidiana con la gente común. No se trata de la transmisión discursiva y racional de un saber codificado. La cosa va por otro lado: vivenciar una realidad a la que sólo se puede acceder a través de un ritual de compromiso, o sea estando y compartiendo.
Una vida nueva
“Ya no tenemos dificultades”, dice Julián, sentado en un taburete de madera rústica, en su casa de techo de chapa, paredes de madera y suelo de tierra apisonada. Lo dice con naturalidad frente a quien lleva cuatro días durmiendo sobre tablas apenas cubiertas con una manta fina. Julián ingresó en 1989 en la organización clandestina. Marcelino, mi guardián o Votán, ingresó poco antes, en 1987.
Con fruición relatan las reuniones clandestinas en remotas cuevas en la montaña, a las que decenas de zapatistas llegaban por la noche, mientras los patrones y sus capangas dormían. Caminaban toda la noche y regresaban al amanecer para incorporarse al trabajo. Las mujeres les cocinaban tortillas a oscuras, para no levantar sospechas. Bien mirado, tiene razón cuando dice que lo peor quedó atrás. El látigo del hacendado, la humillación, el hambre, la violencia y las violaciones de las hijas.
El 1° de enero de 1994 los hacendados huyeron y los capangas corrieron detrás. La Comunidad 8 de Marzo, a la que llegamos quince forasteros-alumnos (mitad mexicanos, un yanqui de 75 años, un francés, un colombiano, dos argentinas y un uruguayo) está en las tierras que un día fueron ocupadas por Pepe Castellanos, hermano de Absalón, teniente coronel, ex gobernador y propietario de catorce fincas en tierras usurpadas a los indios. Su secuestro, en aquel lejano enero, fue la esquila que precipitó la huída de los terratenientes.
La comunidad cuenta con más de mil de hectáreas de buenas tierras, ya no tienen que cultivar en las laderas pedregosas y áridas. Cosechan los alimentos tradicionales y, por recomendación de la comandancia, también hortalizas y frutas. No sólo se liberaron del látigo sino que se alimentan mejor y consiguen ahorrar de un modo muy particular. Julián cosecha seis sacos de café, unos 300 kilos, de los cuales deja un saco para el consumo familiar y vende el resto. Según el precio, consigue comprar con cada cosecha entre dos y tres vacas. “Las vacas son el banco y cuando tenemos necesidad vendemos”.
Por necesidad entiende problemas de salud. Su hijo mayor debió someterse a un tratamiento y para sufragarlo vendió un toro. Es la misma lógica que aplica la comunidad. En las tierras comunitarias realizan trabajos colectivos en torno al café y con la cosecha compran caballos y vacas. Entre los animales de las familias y los comunitarios tienen 150 caballos y casi 200 vacunos.
Días antes de llegar los alumnos se estropeó el filtro de agua y para repararlo decidieron vender una vaca. Del mismo modo sostienen la sala de salud, la escuelita y todos los gastos que demandan transporte y alojamiento de los comuneros para cumplir los deberes de los tres niveles del autogobierno: el local o comunitario, los municipios autónomos y las Juntas de Buen Gobierno.
Las mujeres también tienen emprendimientos comunitarios. En esa comunidad tenían un cafetal con el que compraron seis vacas y un gallinero con medio centenar de aves cuyos ahorros utilizan para traslados y gastos de las mujeres que ocupan cargos o asisten a cursos.
Los pocos insumos que no producen las familias (sal, azúcar, aceite y jabón) los compran en la cabeceras municipales en tiendas zapatistas, instaladas en locales que ocuparon después del levantamiento de 1994. De ese modo no necesitan acudir al mercado y toda su economía se mantiene dentro de un circuito que controlan, autosuficiente, vinculado al mercado, pero sin depender del mismo.
Las tiendas son atendidas de forma rotativa por los comuneros. Julián explica que cada cierto tiempo le toca estar un mes en la tienda de Altamirano (a una hora de la comunidad), lo cual lo obliga a dejar la casa. “En ese caso la comunidad te sostiene la milpa durante quince días y yo apoyo del mismo modo al que tiene que ir a la tienda”. Esther fue cargo en la junta, en el caracol Morelia, a media hora de la comunidad, y sus quehaceres fueron cubiertos de la misma manera, que podemos llamar reciprocidad.
Salud y educación
Cada comunidad, por pequeña que sea, tiene una escuelita y un puesto de salud. En la Comunidad 8 de Marzo hay 48 familias, casi todas zapatistas. La asamblea elige a sus autoridades, mitad varones y mitad mujeres, a los maestros y a los encargados de la salud. Nadie puede negarse porque es un servicio a la comunidad.
La escuelita funciona en una sala de la casona abandonada por el hacendado. Aún sobrevive una reja de hierro a través de la cual pagaba a sus peones, quienes apenas podían ver una mano que dejaba caer monedas, ya que la oscuridad ocultaba el rostro del patrón.
Temprano en la mañana los niños se forman en la cancha de básquet frente a la casona, marchan en fila con paso marcial guiados por un joven de la comunidad que no debe superar los 25 años. La educación zapatista sufre la falta de infraestructura, los salones son precarios así como las bancas y el mobiliario. Los docentes no cobran sueldo, pero son sostenidos por la comunidad al igual que los encargados de la salud.
Sin embargo tiene enormes ventajas para los alumnos: los maestros son miembros de la comunidad, hablan su lengua y son sus iguales, mientras en las escuelas estatales (las del mal gobierno), los maestros no son indios sino mestizos que no hablan su lengua, incluso la desprecian, viven lejos de la comunidad y mantienen una vertical distancia con los niños.
El clima de confianza en las escuelas autónomas habilita vínculos más horizontales y facilita la participación de padres y alumnos en la gestión de la escuela. Los niños participan en muchas de las tareas de la comunidad y, entre ellas, en el sustento de la escuela y de sus maestros. No existe distancia entre escuela y comunidad ya que son parte de un mismo entramado de relaciones sociales.
Si la escuela oficial tiene un currículo oculto a través del cual transmite valores de individualismo, competencia, organización vertical del sistema educativo y superioridad de los docentes sobre los alumnos, la educación zapatista es el reverso. El currículo se construye en colectivo y se busca que los alumnos se apropien de la historia de su comunidad, para reproducirla y sostenerla.
La transformación y la crítica son permanentes y trabajan para construir de forma colectiva el conocimiento, ya que los alumnos suelen trabajar en equipos y buena parte del tiempo escolar transcurre fuera del aula, en contacto con los mismos elementos que configuran su vida cotidiana. Lo que en la educación estatal es separación y jerarquía (maestro-alumno, aula-recreo, saber-no saber), en las escuelas autónomas es integración y complementariedad.
En la salita de salud conviven medicamentos de la industria farmacéutica con una amplia variedad de plantas medicinales. Una chica muy joven se encarga de procesar jarabes y pomadas con esas plantas. La sala cuenta con una huesera y una partera, que completan el equipo básico de salud en todas las comunidades zapatistas. En general, atienden situaciones relativamente simples y cuando se ven desbordados trasladan al paciente a la clínica del caracol. Cuando no pueden resolver, acuden al hospital estatal de Altamirano.
La salud y la educación están escalonadas en los mismos tres niveles que el poder autónomo zapatista. En los caracoles suelen funcionar las clínicas más avanzadas, incluyendo una que cuenta con quirófano y en la cual practican operaciones. En los caracoles, que albergan las Juntas de Buen Gobierno, también suelen estar las escuelas secundarias autónomas.
Aprendiendo lo nuevo
Siete horas demandó recorrer los cien kilómetros que separan San Cristóbal del caracol Morelia. La caravana de treinta camiones y coches salió tarde y avanza a paso de tortuga. Sobre las dos de la madrugada llegamos al caracol, un recinto donde se asienta un entramado de construcciones que albergan a las instituciones de la región autónoma: tres municipios, doce regiones y decenas de comunidades, gobernadas por la Junta de Buen Gobierno.
Además hay una escuela secundaria y un hospital en construcción, clínicas, anfiteatros, tiendas, comedores, zapatería y otros emprendimientos productivos.
Pese a la hora, una larga fila de varones y otra de mujeres nos esperaban engalanados con sus paliacates. Nos formamos por sexos y, uno a uno, fuimos conociendo a nuestros Votán. Marcelino alarga la mano y pide que lo acompañe. Vamos hasta el enorme salón de actos, directo a dormir sobre los durísimos bancos.
A la mañana: café, frijoles y tortillas. Luego hablan los miembros de la junta y explican cómo va a funcionar la escuelita. Por la tarde, casi de noche, salimos hacia la comunidad. Entre los alumnos pudimos ver a Nora Cortiñas, de Madres de Plaza de Mayo, y a Hugo Blanco, dirigente campesino y ex guerrillero peruano, ambos pisando los 80.
Llegamos a la comunidad hacia medianoche luego de media hora a los tumbos sobre la caja de un pequeño camión. Toda la comunidad, formada en filas de hombres, mujeres y niños con sus pasamontañas, nos recibe puño en alto. Nos dan la bienvenida y a cada alumno le presentan la familia donde vivirá. Julián se presenta y cuando ya todos reconocieron a su familia, marchamos a dormir.
Primera sorpresa. Dividieron la casa con un tabique, dejaron una habitación para el huésped con puerta propia y los siete miembros de la familia se amontaron en una superficie similar. Nos despiertan con las primeras luces para desayunar. Luego vamos a trabajar en la limpieza del cafetal familiar, machete en mano, hasta la hora de la comida.
El segundo día tocó enlazar ganado para ser vacunado y el tercero la limpieza del cafetal comunitario. Así cada día, combinando el trabajo con explicaciones detalladas de la vida comunitaria. Por las tardes tocaba leer los cuatro cuadernos que repartieron sobre Gobierno Autónomo, Resistencia Autónoma y Participación de las Mujeres en el Gobierno Autónomo, con relatos de indígenas y autoridades.
Cada alumno podía formular las más variadas preguntas, lo que no quiere decir que siempre fueran respondidas. Pudimos convivir con una cultura política diferente a la que conocemos: cuando se les formula una pregunta, se miran, dialogan en voz baja y, finalmente, uno responde por todos.
Fue una experiencia de aprender haciendo, compartiendo, saboreando la vida cotidiana de pueblos que están construyendo un mundo nuevo.
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Homo sapiens 2.0
Argentino exiliado en Francia, tiene media docena de títulos y otros tantos doctorados, pero su mayor experiencia la adquirió como integrante del ERP. Esa mezcla le permite una mirada única sobre temas inquietantes: cómo se modificó el cerebro de la especie humana y qué tipo de ser originó el sistema de poder actual, dominado por la macroeconomía y la técnica. Temas difíciles que explica con humor y ejemplos criollos. De los genes a Macri. (más…)
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La batalla de ser guaraní
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