Mu14
Maldita soja
Es el motor santiagueño de un sistema de represión y miedo, matones a sueldo y policías encapuchados, expulsión de campesinos, muerte de los bosques, contaminación y desaparición de otros cultivos. La última novedad: la plaga de langosta. El Mocase rechaza tanto los reclamos ruralistas como el discurso del gobierno. Y plantea otros modos de producción, de comunidad, y de pensar el futuro.
Santiago del Estero se ha puesto bíblica. La conexión entre el best seller de todos los tiempos y esa provincia donde los campesinos rechazan al “campo” mientras denuncian al gobierno, es verde y negra, tiene cabeza marciana, mandíbulas sinfónicas, voracidad inoxidable, y una capacidad de destrucción de Apocalipsis, capítulo donde los poetas bíblicos la describen con belleza de pesadilla:
“Y el aspecto de las langostas era semejante a caballos aparejados para la guerra: y sobre sus cabezas tenían como coronas semejantes al oro; y sus caras como caras de hombres” (Apocalipsis 9:7).
Las mujeres y los hombres del Movimiento Campesino de Santiago del Estero (Mocase) no verían exageración alguna en esa descripción. Para ellos la plaga de langosta tiene cara de personas concretas: “Esto es por culpa de los sojeros, que quemaron todos los montes. La langosta no tiene donde ir” asegura Leticia, de una de las comunidades campesinas de Quimilí, mientras busca sus cabras bajo unos quebrachos blancos esqueléticos. Como hay sequía desde hace tres meses, lo único que llueve es alguna que otra langosta sobre nuestras cabezas, haciendo la digestión. Cuando los árboles están plagados, se escucha el crepitar de los bichos mascando.
Leticia encuentra a la manada. Los animales corren, frenan, saltan, balan, se acercan a la cámara de fotos, vuelven a correr. Uno de los más recientes integrantes del Mocase, Oscar Donnoli –ex empresario textil, y arrepentido feligrés de Mariano Grondona y Bernardo Neustadt– confirma una sospecha: de esos saltos nació la frase “más loca que una cabra”.
Oscar y Leticia son parte del Lote 38, a 20 kilómetros de Quimilí, una de las comunidades campesinas que consideran que lo que los medios y el gobierno llaman “el campo” es otra cosa: “Son empresarios sojeros. Nada de pequeños productores: esos somos nosotros”. Explican además que el responsable de la plaga sojera es el propio gobierno.
Ya de noche, mientras preparaba una inolvidable tortilla de parrilla, junto al rancho de piso de tierra iluminado apenas por un mechero (para no tener que usar la energía del panel solar) Leticia agregó otra sorpresa: “Estamos haciendo la reforma agraria, en la práctica”.
El paro al revés
La protesta rural contra las retenciones, los piquetes en las rutas, los cacerolazos urbanos, el modo en que todo eso se exhibió periodísticamente, y las reacciones del gobierno, dejaron a las comunidades del Mocase perplejas.
Para observar el problema ni siquiera tuvieron que moverse de la Central de Quimilí (una de las siete que forman la red de centrales del movimiento en toda la provincia), ya que a 50 metros, en la Rotonda Sur de ese pueblo de 18.000 habitantes, se realizaba uno de los cortes. “Los que organizaron el piquete fueron los empresarios sojeros, pero ellos ni iban. Llevaban a algunos peones a la ruta y a la noche les alcanzaban carne para el asado. En los campos seguían trabajando y fumigando” cuenta Paulo Aranda, con serenidad santiagueña. “Los sojeros son los que nos revientan. Hacen monocultivo, desmontan y queman el bosque, contaminan todo, nos envenenan lo que producimos, eliminan cualquier otra producción porque todo es para la soja, empujan a la gente a irse del campo, y a los que nos quedamos nos mandan a los matones y a la policía para tirarnos las casas y sacarnos de nuestra tierra”. El cúmulo de derechos violados en esa frase es apenas una molécula de lo que ocurre en la provincia.
La reacción campesina al escuchar hablar del “paro del campo”, derivó en un documento del Mocase que plantea:
“Este modelo neoliberal, de saqueo y contaminación, reproduce nuevas formas de colonización y genocidio. ¿Qué hicieron estas entidades (ruralistas) cuando en la etapa menemista del neoliberalismo más salvaje desaparecían más de 200.000 unidades familiares de producción agraria?”
“¿Qué han hecho y hacen esas entidades agropecuarias ante los asesinatos, cárceles, persecuciones, tortura y enfrentamiento con paramilitares y topadoras que sufren hoy miles y miles de familias de pueblos originarios y campesinos?”
Como el Mocase no es precisamente un grupo quejoso ni pasivo, exige crear mecanismos de participación directa para la redistribución de la riqueza, y concretar un programa compartido con los movimientos que conforman la red global Vía Campesina, que empieza a vislumbrar como necesario cualquiera que se acerque a una verdulería o una carnicería: “La Agricultura Familiar Sostenible puede alimentar al mundo. Los alimentos no pueden ser objeto de ganancias ilimitadas. La biodiversidad es una riqueza de los pueblos”.
En plan simplista, el documento pudo ser interpretado como apoyo al gobierno porque criticaba a las entidades ruralistas, pero apenas se llega al campo, y se conversa, se aprende que aquí hay una dimensión de pensamiento diferente, práctica y profunda a la vez, que poco tiene que ver con las etiquetas y polarizaciones mediáticas que suelen evacuarse sobre la sociedad. Deolinda Carrizo, Deo para todos en el Mocase, abre sus grandes ojos: “El gobierno negocia con los sojeros, y sigue el modelo de monocultivo. A ningún gobierno de este tipo, capitalista, le interesa apoyar a organizaciones como la nuestra, que quiere hacer su propia historia”. Se queda como hipnotizada frente a un árbol, y muestra cómo las langostas que llegan a medir unos 8 centímetros, en cierto momento se instalan en la corteza y comienzan una mutación que casi duplica su tamaño. Se desprenden de la coraza negra y verde, se vuelven grises y con alas. “Parecen pájaros” murmura Deo.
¿Qué es el Mocase?
El Movimiento Campesino de Santiago del Estero nació el 4 de agosto de 1990 mezclando militancias setentistas y cercanas a la Teología de la Liberación, varias herencias previas de organización, luchas agrarias, resistencia a los sucesivos feudos santiagueños, y cosmovisiones indígenas que –según el ex sacerdote Ángel Strappazzón– tuvieron hasta alguna influencia anarquista transmitida por ferroviarios agremiados en La Fraternidad.
En septiembre de 2001 el Mocase se dividió porque esto que hoy se conoce como Mocase Vía Campesina rechazó seguir organizándose verticalmente (con presidente, consejo directivo y pretensiones de obediencia a la cúpula). Las comunidades decidieron mantener un estilo de organización en red, horizontal y autónomo con respecto al Estado y los partidos políticos. Deo: “En Santiago existió siempre la cultura de que somos negros ignorantes, campesinos que no sabemos nada, que tenemos que pedir permiso para existir. Quisimos dar ese salto, y lo dimos”.
Quico y Aldo, del Lote 4 (a unos 25 kilómetros de Quimilí) lo explican así: “Acá no hay caciques, somos todos indios”. Claudia, la compañera de Aldo, lava la ropa incansable y usa como fuente un pedazo de goma de tractor. Ceban el mate en una pava renegrida por el fuego. Los chicos juegan al fútbol con una pelota armada con medias viejas. Los ranchos suelen ser de paredes de barro, algunos pocos con ladrillo, piso de tierra, levantados a mano. Casi un clásico: hay pobreza –conmovedora–, pero no hay miseria. Tampoco hay resignación: el Mocase gestionó y obtuvo fondos para adquirir paneles solares, para que muchos hogares cuenten con una forma de energía eléctrica austera pero limpia, en parajes donde el Estado nunca quiso llegar.
Leticia tiene la gentileza de agacharse –pese a que anda mal de la espalda– y con el dedo dibuja al Mocase sobre la tierra seca: “En cada zona viven familias (dibuja puntitos). Varias familias o campesinos forman una comunidad de base (hace un círculo que reúne a los puntitos): nosotros somos la comunidad del Lote 38, están los del lote 4 en Pozo del Toba, o Lote 5 en Colorado, y varios más. Doce comunidades formamos una central (el círculo se amplía), como Quimilí. En la provincia hay como 200 comunidades agrupadas en siete centrales. Y todas estas centrales (Leticia las engloba) somos el Mocase”.
Cada comunidad se reúne cada dos semanas, y elige delegados para las reuniones de cada central, también quincenales. El número oficial de integrantes ronda las 8.000 familias, pero hay un crecimiento en la zona norte de campesinos que se integran al Mocase en defensa propia, frente a la peste sojera que opera con violencia parapolicial.
“Por eso somos fuertes: estamos organizados” dice Leticia. Pero a esa organización la hacen moverse. Crearon secretarías de Producción y Comercialización, de Tierra, Ambiente y Derechos Humanos, de Comunicaciones, de Formación y Educación, de Salud y de Género, para garantizar la participación de la mujer y los jóvenes. Realizan permanentes encuentros de capacitación, sus integrantes suelen viajar a Brasil para encontrarse y debatir con los Sin Tierra. En Argentina se han aliado a movimientos de Córdoba, Mendoza, San Juan, Jujuy, Misiones, Mendoza, y Buenos Aires, creando el Movimiento Nacional Campesino Indígena. A nivel internacional tienen proyectos con diversas ONG para el desarrollo, como Ingeniería sin Fronteras. Las trenzas rasta de Deo vienen de Mozambique, donde participó en un encuentro de Vía Campesina. El Mocase parece decidido a no ser una organización embalsamada.
La otra fuerza que exhibe es esa tendencia a que no haya caciques. Casi todas las personas con las que uno habla podrían ser “dirigentes”, según las viejas lógicas. En realidad, todas lo son. Han optado por una extraña alquimia: dirigir sus vidas, sus trabajos y sus sueños, y hacerlo comunitariamente. El dilema, sin romanticismo: ¿eso será posible?
Para gourmets y paramilitares
En la central de Quimilí hay una carnicería y almacén que vende lo producido por las comunidades de la zona (vacunos, cerdos, cabritos, pollos, huevos) y dulces y mermeladas de sandía, zapallo y hasta dulce de leche de cabra sin conservantes ni colorantes bajo un concepto: “Productos para la soberanía alimentaria” (aclaración gourmet: todo es de una calidad adictiva). Para funcionar se creó la cooperativa Ashca Cayku (Somos muchos, en quechua), que es la que además le permite al Mocase tener una forma institucional productiva. Se está explorando la posibilidad de vender sus productos en Buenos Aires, por ejemplo.
Hay también una carpintería que trabaja para el movimiento, una herrería, una escuela con una Tecnicatura en Agroecología, una oficina de comunicación del Mocase, y la radio FM Del Monte con programas de noticias como Sintonía Americana (que conduce Deo), Un gomerazo a tu memoria (con Ángel Strapazzón, uno de los fundadores del Mocase) o Carumanta Amunt (De lejos vengo a hablar, en quechua) ciclo de cumbia que lleva adelante Margarita, 17 años. “Los jóvenes me escuchan mucho” se enorgullece. Esto provoca la carcajada de Filtro, emblemático y entrañable personaje de Quimilí, ex sin techo que despierta el afecto de cada uno que anda cerca, y acompaña todo lo que se hace en el Mocase. Ya nadie recuerda su nombre, ni él puede decirlo, ni a nadie le preocupa. ¿Será que el nombre es una de las corazas de las que la persona puede desprenderse? Gabriel Sequeira lo bautizó Filtro, por el límite hasta donde disfruta los cigarrillos que consigue.
Filtro me pasa la mano sobre el hombro. La cordialidad es sorprendente. El saludo típico aquí es como en España: un beso en cada mejilla. Han preparado un puré de zapallos (antigua hortaliza americana que los argentinos solían consumir) con carne y nos invitan a almorzar. Deo está nerviosa porque se repitió un lugar común santiagueño: “Los sojeros tienen matones que quieren asustar a la gente, disparan al aire, le roban o le matan a los animales. El jueves pasado le robaron 16 chanchos a don Miguel Rodríguez, que venía denunciando al terrateniente Claudio Trono por esas agresiones, y a su encargado, Daniel Quin. Los hijos de don Miguel rastrearon y encontraron los animales en lo de un familiar de Quin. Don Miguel tuvo que esperar hasta las 8 de la noche para poder ir a Pinto, a hacer la denuncia, porque no tenía vehículo para salir del campo. Cuando llegó a la comisaría lo tuvieron esperando cuatro horas. Y cuando al final le tomaron declaración, lo metieron preso a él”. (Al cierre de esta edición, 10 días después de la detención, Rodríguez seguía preso).
Paulo agrega: “Los paramilitares ya le habían volado… ¿cuántos eran? ¿dos o tres dedos del pie?” Nadie recuerda. Paulo: “No les importa nada. El otro día andaban los matones de uno de los terratenientes tomando un café en el hotel Parodi, con las armas arriba de la mesa. Ni disimulan, la impunidad es total”.
Filtro mira la pared moteada de langostas. No ríe.
Sitio web encapuchado
Comiendo puré de zapallo en Quimilí se puede entender el adn de las violaciones a los derechos humanos en tiempo presente (invisibles para muchos organismos que parecen fijados en el pasado). El anecdotario incluye el célebre intento de desalojo en La Simona, en 1998, con topadoras para voltear ranchos, enviadas por el terrateniente Guillermo Massoni, apoyado por el poder feudal del gobernador Carlos Juárez. Cuatro mujeres se pararon delante de las máquinas e impidieron la demolición, dando tiempo a la llegada de sus compañeros Otra historia: un custodio con mala puntería mató a Mario Ezequiel Gerez, siete años, de un disparo en la nuca cuando iba en bicicleta con su tío. Adolfo Farías, del otro lado de la mesa, memora cuando él mismo fue secuestrado. “Yo iba a lo de un familiar, un tipo me ofreció llevarme. En el camino me hizo ir a otra camioneta, me apuntaron a la cabeza y me vendaron. Querían saber si era de La Simona. Decían que me iban a tirar al río, y me cortaban la espalda con un alambre”. Se levanta la remera, se da vuelta y me muestra las cicatrices, que le duran desde 2001. Llegó la policía y le comunicaron a Adolfo el contenido de su declaración: se confesaba culpable de haber robado animales y garrafas a Massoni. Adolfo dice algo que sería gracioso si no fuera estremecedor: “Empecé a calentarme. Yo no había robado nada”. Los representantes de la ley le pusieron una bolsa en la cabeza. “Ahí sí que me cagaron a palos, de noche sobre todo. Y me obligaban a que me arrodille”.
Una monja lo descubrió en la comisaría, y fue el pasaporte para que hoy esté vivo para contarlo. Los mecanismos de intimidación y expulsión incluyen la matanza o el robo de animales, o las amenazas directas que en casos como el de Strapazzón y su familia ya son imposibles de enumerar. Los desalojos quedan a cargo de “agencias de seguridad” como La Estrella, con el entusiasta apoyo de la policía local y del inconcebible getoar (Grupo Especial de Táctica Operacional de Alto Riesgo) creado un año después de la fundación del Mocase. En la página web policial se lo define así: “El Getoar tiene un personal altamente capacitado y entrenado a través de cursos y estudios específicos realizados, algunos de ellos, en la Policía Federal Argentina. Se trata de policías con un entrenamiento físico y táctico muy riesgoso. Nada debe quedar librado a la improvisación o al azar. Todo, hasta el más mínimo movimiento, debe ser realizado con profesionalismo”. Tal vez por eso andan siempre encapuchados cuando se los ve en las fotos y películas amenazando a mujeres y niños en los desalojos, bajo el curioso lema policial “Orden, Paz y Seguridad para el pueblo santiagueño”.
Otro caso, más cercano (noviembre de 2007) incluyó el ataque a don Domingo Leguizamón, hemipléjico de 69 años, y sus hijos José y Sandra, epilépticos. Los profesionales del getoar tiraron al piso a José apuntándole con fusil, hasta provocarle un ataque de epilepsia. A Sandra le empaparon el catre con gasoil amenazando quemarla. Don Domingo venía denunciando intimidaciones, robo y muerte de animales por parte de los paramilitares de La Estrella, propiedad de Jorge Salomón, primo del juez del mismo nombre que, casualmente, ordenó la detención de Leguizamón.
La sobremesa se hace larga. Las langostas buscan el sol.
Deo dice: “Bueno, y nosotros también nos defendemos”.
Cómo defenderse, cómo atacar
Los campesinos santiagueños entre los eternos gobiernos del juarismo (por Carlos Juárez) y la pelea cotidiana por la subsistencia y defensa de la tierra, describen al actual gobernador radical-kirchnerista Gerardo Zamora con cuatro palabras: “lo mismo de siempre”. ¿Y cómo se defienden de los ataques? Se miran. Sonríen. Algunas de las ideas:
“Como ellos tienen las armas, nosotros usamos la inteligencia más que la fuerza”.
“Si nos quieren sacar a nosotros, nosotros pensamos que hay que sacarlos a ellos. Y si alguno cae, caerá. Si hubo un desalojo, el movimiento va rodeando el lugar. Una vez quedaban dos matones. Un compañero fue y les dijo: ‘si tienen orden de tirar, tiren. Y si no váyanse’. Se fueron”, cuenta Gabriel.
“Conocemos el monte, sabemos cómo acercarnos en distintos grupos y darles unos buenos sustos. De noche, de día, todo el tiempo. Que crean que tenemos algo aunque no tengamos nada. También los fotografiamos sin que se den cuenta, para hacer actas y denuncias”.
“Alguna vez una compañera puede usar la sensualidad, el milico se entusiasma y la sigue al monte, le caen todas y le dan fuerte. Ésta por mi hijo que le pegaste, ésta por las cabras que me mataste, ésta por la huerta que me quemaste”.
“A veces tiramos cohetes en el monte, y los milicos salen corriendo por si acaso”.
“Hay que saber esperar el mejor momento para volver y agarrarlos desprevenidos”.
Strapazzón agrega una interpretación y un dato: “Los compañeros están ejerciendo una legítima defensa. Algún paramilitar apareció por televisión diciendo ‘los del Mocase me pegaron’. En realidad fue un solo compañero, jefe de familia. Cuerpo a cuerpo, y a mano limpia”.
En el Lote 4 está la casa de Juan Yedro, que fue tumbada por la policía y el Getoar y ya fue reconstruida. Aquella vez, Juan estaba en el campo y la policía redujo a Chiqui, su mujer, y a su hijo de 15 años, tirándolos al piso y apuntándoles con fusiles. Les rompieron sus pocos muebles y hasta le robaron al chico unos pesos ganados en una changa. Con un tractor cincharon para derrumbar el rancho. “Había una mujer que decía que era oficial de justicia, pero nunca mostró ninguna orden de desalojo ni de allanamiento” explica Juan. El grupo desalojó también a Quico Aranda amenazando profesionalmente a su esposa y sus cuatro chiquitos, y le volteó medio rancho. Cuando se repetía la escena con su hermano Aldo, llegó micro con miembros del Mocase que pudieron parar el desastre. “Aquí la justicia es la injusticia. Y uno sabe que siempre se puede volver a producir” dice Quico. Lograron recuperar sus lugares (también a fuerza del ingenio, aunque prefieren omitir detalles). Juan, Chiqui y sus hijos vivieron en una carpa mientras la comunidad ayudó a levantar la casa. Producen juntos ganado y cada uno tiene lo suyo. Aldo enumera esa riqueza: “20 chanchas, 60 lechones, 2 pavos, 30 patos, 20 gallinas que me dan una docena de huevos por día, 100 chivos que tenemos entre todos”. (Se aclara a los principiantes que el chivo es el macho de la cabra, y se lo reconoce, entre otras cosas, por el olor).
Hay un orgullo, que Gabriel durante la visita al Lote 4, describe así: “Siempre se pudo recuperar todo. Lo único que queremos es que nos dejen vivir y trabajar”. Los métodos de expulsión de campesinos son surtidos: “También vienen y te dan una plata, suponte 5.000 pesos o algo más para que te vayas. Esa plata es agua en la mano” informa Paulo.
Pocho González: “Te dicen que te dan una casita, te mandan al basural de Quimilí o al de Colorado, a villas. Y al rato los que llegan tienen que buscar a políticos para que les den una cajita de comida. ¿Por qué tenemos que terminar en eso si somos sanos y queremos trabajar?”
Adolfo: “Le dicen a la gente ‘vas a tener luz y televisión’. Los que aceptan irse del campo terminan haciendo changas, las mujeres trabajando como domésticas, y hasta les pasa que si les dieron alguna casita, después se las sacan de nuevo. ¿A quién van a reclamarle si no tienen ni un papel?”
Estas historias, la defensa de la tierra y el trabajo, la organización, todo da la imagen de una lucha concreta por el poder. Deo: “Pero lo que queremos es hacer un modelo que no esté subordinado al imperio. Entonces nuestra discusión es: ¿dónde se hace esa transformación? ¿En el lugar de gobierno, o aquí, desde abajo? Nosotros creemos que desde abajo, tanto en el campo como en la ciudad, uno debe forzar esos cambios sin estar del otro lado, sin buscar un cargo. Encarar y gestionar microemprendimientos, trabajo, generar igualdad para hombres y mujeres. Que te animes vos mismo sin que te estén diciendo lo que tenés que hacer. Eso es el poder”. Para estos campesinos el poder es una capacidad de acción, un verbo. Y no un sillón.
Todo lo que desaparece
El modelo sojero es un modelo de la desaparición. Algunas tendencias:
Desaparecieron unas 300.000 familias, expulsadas del campo por las plantaciones.
Desaparece el trabajo, y la posibilidad de vida digna de esas personas empujadas quién sabe a dónde.
Desaparece el bosque natural, a un promedio equivalente a media Capital Federal por día. “Es tan brutal la ganancia, que ni siquiera talan árboles para vender la madera. Para hacer más rápido queman todo y empiezan a sembrar” explican en el Mocase.
Desaparecen los animales: matacos, chancho del monte, pichi, peludo, aguasuncha (una cabra salvaje), charata, perdiz, paloma, oso hormiguero… una fauna completa.
Desaparece la flora de la zona, arrasada por el océano de soja. Ya había desaparecido buena parte del quebracho colorado por La Forestal, el blanco por la soja, y lo que queda se lo come la langosta que se ha quedado sin monte.
Desaparecieron el algodón, y cultivos como sandía, zapallo, maíz (aunque ya hay uno transgénico), batata, toda clase de verduras, frutas y hortalizas. La palabra monocultivo tiene un significado, que los consumidores verifican por escasez o por precio en los supermercados.
Desaparece la cría de ganado (vacas, cerdos, cabras, yeguarizos) y desaparecen los pastizales donde alimentarlos.
Desaparecen también las pequeñas huertas, efecto de los agrotóxicos. El glifosfato marca Roundup de Monsanto y el no permitido 2-4D matan las malezas y toda otra producción. Los propios campesinos del Mocase han dejado de plantar porque los aviones fumigan esparciendo el veneno en 5 kilómetros a la redonda. Los árboles que quedan, como el algarrobo, se van quemando al revés, de arriba hacia abajo, a medida que les llueve el herbicida.
Desaparece el agua, la poca que hay, que tiende a contaminarse en los pozos abiertos, o filtrada por la tierra. Desaparecen los nutrientes del suelo por valores que costarían millones de dólares reponer (aunque lo que nadie sabe es: ¿cuál terminará siendo el valor del agua en este extraño planeta?).
Desaparece la diversidad.
Desaparece el equilibrio ecológico y climático.
Desaparecen estilos de vida, valores y modos de producción comunitarios. Desaparecen derechos, y la noción de futuro.
Desaparecen los paraísos. No se trata de una metáfora, sino de los árboles de ese nombre que no mueren de pie, sino de a miles, secos por el veneno, en los montes que aún no han sido quemados.
Hecha la enumeración, en el Mocase me dicen: “No hay que ser pesimistas”.
El liberalismo y la libertad
Oscar Donnoli ya lleva en el alma ese estilo campesino que mezcla una alegría y una serenidad que generan admiración (por no decir envidia). Junto al fuego, noche de frío, se entusiasma cuando oye hablar de cooperativas periodísticas. “¡Formas nuevas de trabajar! ¡Qué hermoso!”
Oscar tenía una pequeña empresa de ropa para chicos en San Fernando. “Me agarró la invasión de importación en la época de Menem, en los 90, y me fundí. Te confieso que miraba en televisión los programas de (Mariano) Grondona y (Bernardo) Neustadt. Hablaban de las privatizaciones, abrir la economía, el liberalismo, la eficiencia”. Está iluminado por las llamas, frotándose las manos: “Uno es tonto. Cree lo que le dicen. Pensaba que tenían razón. Aprendí que no hay que tragarse lo que te dicen. Hay que pensar, y ser más crítico ¿no?”. Su mujer era santiagueña, y Oscar había visitado Quimilí. Con unos ahorros compró un campito, pero lo estafaron (otra vez). Conoció el Mocase, algo empezó a entusiasmarlo de ese tipo de vida. Se separó. Ahora vive solo, y a la vez en comunidad. Se ríe: “Mi mujer se fue, yo me quedé, todo al revés”.
Oscar descubrió algo inesperado: “La única forma que conozco de libertad plena, es siendo campesino. No trabajás para nadie, salvo para vos y la comunidad. No tenés toda esa locura y esa mentira de la vida en la ciudad: los impuestos, los alquileres, qué sé yo… para mi es un alivio. Trabajás mucho, pero es otro tipo de vida, muy hermoso. Y estamos organizados” dice comiendo tortilla de parrilla. “Sí, es la libertad”.
Como Donnoli está más crítico, ahora cuestiona discursos: “La presidenta dice que hay que distribuir la riqueza. ¿Qué mayor riqueza que la tierra? Lo que pasa es que para nosotros no tiene precio, no es una mercancía. Por eso lo que hay que cambiar es el sistema. Para que uno pueda tener su forma de producción, de asistencia técnica, de comercialización. Con Leticia, con la comunidad, decimos que estamos haciendo una reforma agraria. ¿Sabés por qué? Porque podemos trabajar, producir, vivir como queremos. Para mí, qué querés que te diga: es como otra forma de hacer política. ¿Cómo voy a ser pesimista?”.
Strapazzón tampoco cree en los apocalipsis. Mientras cuenta el plan que busca revertir la tendencia a la despoblación del campo, llevando familias del conurbano a las comunidades, dice que apuesta a la historia humana. Como les pasa a los campesinos con los paramilitares, quizás convenga aprender que sembrando ingenio, solidaridad, comunicación, prudente coraje y mucho trabajo, se pueden ahuyentar todas las pestes. Dicen, en el Lote 38, que eso es la libertad.
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