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Dominique Medá: Con el sudor de tu frente…
Es filósofa, docente del Instituto de Estudios Políticos y jefa de Investigaciones del Ministerio de Trabajo francés. A mediados de los 90 editó El Trabajo: un valor en peligro de extinción, una historia filosófica del tema, con la ilusión de instalar un debate sobre un concepto que por entonces muchos anunciaban al borde de la desaparición. Ahora, cuando los vientos soplan hacia otras modas intelectuales, su texto quizá cobre un nuevo significado y permita otros debates que recuperen el eje de su pregunta ¿qué rol desempeña el trabajo en nuestra sociedades?
Génesis
La primera acepción conocida en lal lengua francesa de la palabra “trabajo” se refiere al agobio de la mujer durante el parto; remite al acto en que, por antonomasia, se confunden dolor y creación, acto en el que se reproduce, una y otra vez, como en todo trabajo, el misterio de la creación humana. Esto significa, entre otras cosas, que las funciones que hoy desempeña el trabajo en nuestras sociedades, en otras épocas las cumplían otros medios, otros sistemas.
Límites
Las sociedades primitivas son un primer ejemplo de sociedades no estructuradas por el trabajo. El tiempo dedicado al abastecimiento es limitado: los cazadores y recolectores dedicarían de dos a cuatro horas diarias a tales menesteres. Y esto es así porque, en esas sociedades, las llamadas necesidades naturales son igualmente limitadas. Nada les incita a producir más de lo necesario. Además, la actividad acometida con vistas a la subsistencia no se realiza casi nunca a título personal, ni por motivaciones exclusivamente individuales. El trabajo, por tanto, se concibe como una obligación de carácter social que no precisa retribución material alguna.
Griegos
Los filósofos griegos, más allá de algunas diferencias, comparten una misma concepción del trabajo: lo identifican con tareas degradantes y en nada lo aprecian. Aristóteles lo expresa del siguiente modo: Dios, motor primero, mueve por amor. Las actividades humanas se valoran en función de su mayor o menor semejanza con la inmovilidad y la eternidad. De ahí el aprecio por el pensamiento, por la theoría, la contemplación y, de manera general, la ciencia, sea matemática o filosófica. Otras actividades dignas de valoración son la ética y la política. Frente a estas actividades se oponen aquellas que nos ligan a la necesidad y que convergen en distintos grados en el polo de las actividades no apreciadas, entre ellas el trabajo. Para los griegos el trabajo, de modo alguno, es soporte del vínculo social. La verdadera vida es la vida del ocio y el objeto de la educación es prepararse para vivirla.
Ventajas
Algunos interpretan que este modo de vida griego es posible gracias a la esclavitud y solo dentro del reducido marco de las ciudades. Sabemos, sin embargo, que los griegos dispusieron de algunas invenciones que hubieran podido perfeccionar, pero que no hicieron esfuerzos para desarrollarlas. ¿Por qué? Porque la mano de obra esclava, gratuita, era abundante, pero sobre todo porque filósofos y sabios no vieron ventaja alguna en el crecimiento de la producción: aumentar la producción habría exigido asumir un proceder comercial ajeno al ideal de vida imperante. Tal vez los griegos lograron percibir la vinculación existente entre necesidades ilimitadas y una humanidad abrumada por el trabajo, de suerte que consiguieron mesurar las primeras para evitar ese efecto.
Romanos
El Imperio romano, siguiendo la tradición griega, desprecia el trabajo, considerándolo degradante y penoso. Sigue siendo un asunto exclusivo de esclavos. De hecho, hasta el final de la Edad Media en las sociedades occidentales el trabajo no se convierte en el eje de las relaciones sociales. Se podría pensar, no obstante, que la división de la sociedad en dos –con una parte obligada a trabajar y otra viviendo del producto de la primera– demuestra lo contrario. Pero, en realidad, el trabajo no estructura la sociedad puesto que no determina el orden social. Éste resulta de otras lógicas: de sangre, de rango, etc. Y esas lógicas son las que permiten que algunos vivan del trabajo de los demás.
Opus
El ocaso de la Edad Media será el escenario de una lenta conversión de los espíritus y de sus prácticas. Poco a poco, bajo el influjo del cristianismo, el cambio favoreció la eclosión de una modernidad centrada en el trabajo. San Agustín expone su concepción: opone de manera radical el otium –convertido por entonces en sinónimo de pereza– al trabajo. Y se refiere a él indistintamente con dos término: labor y opus, términos que los romanos habían diferenciado nítidamente. Trabajo y obra empiezan a confundirse, mientras se comienza a censurar el ocio. Por otra parte, San Agustín utiliza el mismo vocablo para aludir al trabajo humano y a la obra divina: opus Dei. Distingue, además, entre oficios infames (ladrón, cochero, gladiador, cómico) y poco honorables (fundamentalmente, los mercantiles) y aquellos que no atentan contra la honestas: los agricultores y los artesanos. En la práctica cotidiana, extramuros de los monasterios, el verbo laborare se especializa en su acepción agrícola: “labrar”.
Valores
Trasladémonos ahora a 1776, año de la publicación de las Investigaciones sobre la naturaleza y las causas de la riqueza de las naciones, de Adam Smith cuando de repente queda claro que la riqueza es deseable por encima de todo. El libro se centra en “Las causas que han perfeccionado las capacidades productivas del trabajo” y el primer capítulo se titula “De la división del trabajo”. Y no es casual. Lo que fascina a Smith es la facultad del trabajo humano adecuadamente organizado para crear valor de manera exponencial. Si hubiera que deducir una definición smithiana del trabajo, ésta sería meramente instrumental: es la fuerza y/o mecánica que permite crear valor.
Tiempos
¿Qué es lo que permite intercambiar objetos? Para Smith la respuesta es: el trabajo. ¿Cómo medir ese intercambio? Propone dos criterios: el tiempo y la habilidad o destreza. El trabajo es el tiempo: el tiempo es su materia prima, sus constituyente. Si el trabajo puede dividirse en cantidades idénticas, entonces se puede descomponer cualquier trabajo complejo en unidades de trabajo sencillo y recombinarlas. El trabajo es una cantidad de energía cuyo valor es constante y cuyas posibles combinaciones mecánicas explican las equivalencias entre esfuerzo, valor añadido y precio de venta.
Cambios
¿A qué se deben los esfuerzos por descubrir las leyes de enriquecimiento? ¿Por qué esa repentina importancia conferida al interés individual, convertido en categoría central de la naciente economía política? Se han propuesto muchas explicaciones de este momento histórico, el momento, en definitiva, de la fundación de la sociedad moderna. Algunas explicaciones ven en la Revolución Industrial, especialmente en su vertiente técnica, el desencadenante, primero, del aumento de la productividad y, en consecuencia, del interés por la riqueza. Otras, remiten a los cambios demográficos, a la sobrepoblación rural, a la constitución de grandes núcleos urbanos, a una acumulación más intensa de capitales. Ésta es la explicación de Max Weber1: el fenómeno no se habría dado sin una previa conversión de las mentalidades, una conversión que habría consistido en una revalorización de las actividades terrenales como consecuencia de una reinterpretación de los textos bíblicos. Las interpretaciones de Lutero y Calvino, aunque no pretendían exaltar las actividades terrenales y recusaban el controvertido concepto de “obra”, produjeron no obstante, según Weber, ese resultado. Como si hubiese sido necesario un principio religioso para deshacer la condena que pesaba durante siglos sobre el ánimo de lucro.
Redefinición
A fines del siglo 18 el trabajo se percibe, por tanto, como un factor de producción y como la relación contributiva en virtud de la cual quedan vinculados el individuo y la sociedad. La Encyclopédie de Diderot y Dálembert lo define como “la ocupación cotidiana a la que el hombre por necesidad está condenado y a la que debe su salud, sus subsistencia, su serenidad, su buen juicio y quizá, su virtud”.
Esencia
Conocer es un poder. El proceso del conocimiento se concibe a semejanza del modelo de la producción y el consumo: el objeto de conocimiento sólo es un pretexto para conocerse y para enriquecerse. Este proceso en el que conocer es actuar, donde el conocimiento significa para el Espíritu sumergirse en la Historia, ser la Historia, Hegel2 lo denomina trabajo. “El Espíritu se encuentra a sí mismo en el trabajo de su propia transformación” escribe en las primeras páginas del Prefacio a la Fenomenología del Espíritu. Con ello Hegel está destacando la aportación específica del siglo XIX: la construcción de una esencia del trabajo. Esto es, de un ideal de creación y de autorrealización. Sobre estos presupuestos Marx construye la oposición entre el verdadero trabajo, esencia del hombre, y el trabajo real, que no es sino una de sus formas alienadas.
Homo faber
Marx hereda de Hegel un concepto del trabajo cuyo modelo es esencialmente artesanal y técnico. El hombre trabajador es el homo faber: el que por el acto de crear se descubre a sí mismo, el que expresa su personalidad a través del objeto creado. De ahí que Marx pueda prescindir del Estado como superestructura para la regulación de la lucha de intereses en el seno de la sociedad civil; ésta se pacifica inmediatamente porque se basa en el intercambio entre iguales. El trabajo adquiere una triple cualidad; descubrirse a sí mismo, descubrir la sociabilidad y transformar el mundo. La representación del trabajo que construye la filosofía marxista revela el sueño subyacente de una sociedad de individuos liberados y autónomos que se expresan sin límite entre ellos, una sociedad con un orden pacificado donde la relación fundamental consistirá en expresarse.
Adulteración
Debido a la propiedad privada y a la equiparación del trabajo con una mercancía, las relaciones humanas quedan desvirtuadas por una adulteración radical, de la que se deriva todo lo demás: la división del trabajo para hacerlo más eficaz, la tendencia a la reducción de los salarios o al incremento del tiempo de trabajo para mejorar la rentabilidad y, en general, la subordinación de todo el mecanismo de autoconservación y autovaloración del capital.
Derecho
A mediados del siglo xix convergen en Francia varios fenómenos que dejan a miles de obreros desocupados. A diferencia de la Revolución Francesa, cuando los sans-culottes3 creyeron en el ideal del reparto de la propiedad, que garantizaría la posesión de una pequeña parcela de tierra a todo el mundo, la Revolución de 1848 contribuye a sentar la idea de que los ingresos proceden esencialmente del trabajo y que sólo en torno a éste deben plantearse todas las cuestiones importantes. El derecho a la vida se confunde, entonces, con el derecho a los medios de susbsistencia y, por tanto, al libre ejercicio del trabajo.
Necesidad
A finales del siglo xix ya no se trata de soñar con la esencia del trabajo, sino de hacer soportable su realidad. Como dice Hannah Arendt: ”Nos hemos convertido en una sociedad de trabajadores. Ya no sabemos por qué trabajamos ni por qué desplegamos toda esa actividad con tanta sensación de urgencia. Hasta tal punto es así, que vivimos en una sociedad atada a la necesidad, una sociedad para la cual resulta terrible la perspectiva de emanciparse de semejante esclavitud”.
Servicio
Hoy en día las capacidades humanas solo se educan para ejercer un oficio, para ser útiles y rentables. Los individuos usan de sí mismos como su medio de vida, movilizan sus capacidades con esa idea. Y la sociedad decide qué capacidades resultan de interés y cuáles pueden dejarse en barbecho. La segunda consecuencia es el establecimiento de una cultura de “sociedad de servicios”, en la que cada uno se presenta como una capacidad modelada exclusivamente para la utilidad de otros. Así, la actividad de transformación y producción de bienes o bien estará deslocalizada o bien encargada a países menos ricos o bien invisibilizada. Porque ¿qué es una sociedad de servicios? Es una sociedad que crea una cultura que no otorga diferencia entre trabajo y no trabajo. Si no hay empleos para todos, pero todos deben tener derecho al trabajo y todos pueden hacer algo, basta con ampliar el campo de lo que se considera trabajo para alcanzar esta idea de plena actividad que se presenta hoy como la solución a todos los problemas.
Pregunta
Este libro no pretende proporcionar una nueva teoría sobre el trabajo que pudiera resolver los problemas, más o menos graves, que padecen los países industrializados; tampoco pretende añadir nada a la historia de los sistemas filosóficos. Se propone, más bien, hacer aflorar y aportar al debate público una serie de reflexiones filosóficas, antiguas y recientes, sobre el trabajo y, al mismo tiempo, desarrollar un estudio crítico de este concepto. Dos ideas están en el origen de este propósito. La primera es que las cuestiones legítimas que debieran plantearse sobre el lugar, el sentido y el futuro del trabajo se encuentran en la actualidad ocultadas por enfoques tecnocráticos y economicistas, aunque en realidad son cuestiones que atañen a todos y que debieran, por tanto, ser objeto de un amplio debate público y político. El segundo es demostrar que el análisis crítico y reflexivo propio de la filosofía es, ahora más que nunca, necesario, especialmente para ayudarnos a ubicar en la historia de las ideas y de las representaciones algunos conceptos que pensamos conocer bien y para poder replantear con mayor propiedad algunas de las preguntas del momento. No sólo se trata de saber si la lucha contra la desocupación puede resultar más eficaz si se rebajan los aportes patronales o se conciertan medidas de reactivación. El estatuto mismo del trabajo es de por sí un asunto crucial de nuestras sociedades puesto que configura uno de sus fundamentos. Aunque en la actualidad conviene, sin duda, conocer la naturaleza de la crisis que padecemos, también importa saber elegir el tipo de sociedad en la que queremos vivir. Dicho de otro modo, se trata de saber si el devenir de nuestras sociedades está, como se nos intenta hacer creer, totalmente determinado por la globalización del comercio, la internacionalización de las relaciones y de las comunicaciones, de suerte que sólo quepa seguir adoptando, sin elección alguna, los criterios económicos y tecnocráticos que habrán de “mantenernos a flote”, o si disponemos aún de la capacidad de decidir, siquiera parcialmente, la evolución de nuestras sociedades. Se trata de preguntarnos: ¿Queda algún lugar para la elección de objetivos y fines, para aquello que solía llamarse política?
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