Mu186
Despidiendo al Gordo
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone
Burzaco está al sur del Conurbano, cercado por el distinguido Adrogué y el nobiliario Longchamps.
Una población abigarrada, con sus claroscuros, sus sueños y sus pesadillas.
Burzaco fue la ciudad de mi primera infancia, ese territorio revestido de infiernos interminables para los que no tuvieron suerte y la taba cayó de culo.
Tuve suerte.
Una infancia austera, al borde de la carencia, pero sin caer al abismo. La transité en los hombros colosales de mi papá y los cuidados resignados de mi madre, con amigos jugando en la vereda (y a veces en la desértica calle) hasta el crepúsculo, con un carpintero que me amaba y me regaló mi primer fuerte de juguete hecho con sus manos y visitas a la casa de vecinos que tenían televisor para ver alguna serie que hoy la pienso como impresentable.
En ese entonces Burzaco era muy verde, quedaba lejos de todo y a mí no me importaba.
Posiblemente todo esto sea falso.
La infancia es un laberinto tramposo y Peter Pan un mamerto épico.
Pero crecer siempre es decepcionante.
No regresé a Burzaco, salvo atravesándola en tránsito hacia otros lugares en busca de cumplir promesas que nadie me formuló.
Hace poco tuve que volver.
Un territorio completamente desconocido. Diría que dolorosamente desconocido.
¿Por qué el dolor?
No sé.
Recostada sobre una avenida cercana a la estación ferroviaria hay una enorme clínica y allí fui.
Un antiguo amigo salía de una gran cirugía y ya podía recibir visitas.
El panorama de su salud, sombrío.
El interior de la clínica era un mundo dentro del mundo.
Mucha gente.
Posiblemente demasiada.
Me acerqué a la recepción a que verificaran mi identidad.
La señora de mi amigo había realizado la tramitación necesaria.
Un pibe amable y con cara de muy cansado me dijo que mis datos no estaban.
Mantuve la compostura (soy muy calentón con estas cosas) y dialogamos amablemente con el cansado pibe.
No hubo caso.
Si no estaba identificado, no podía ver al Gordo (así se llama mi amigo, ya nadie recuerda su nombre oficial).
Me retiré y llamé por teléfono a la señora del Gordo (que estaba en su casa) y le expliqué la situación.
Escuché una puteada operística y el sucedente “esperame”.
Mientras lo hacía, vi paredes grises, rostros grises, una metáfora de lluvia pertinaz que anudaba cada sentido con un color que supone olvido.
Afuera, un tránsito infernal e indiferente.
Llegó la señora del Gordo. 1,60 de TNT. Me dio un beso al pasar, como un disparo en la selva y se fue derechito al pibe cansado.
Me mantuve a distancia porque soy impresionable, porque cuando una mujer está enojada la distancia anterior hay que duplicarla y porque alguien debía ocuparse del pibe una vez que fuera asesinado.
Siempre fui un samaritano.
Por algo soy hijo de enfermera.
La señora del Gordo apoyó su rostro a escasos centímetros del pibe cansado y mientras hablaba gesticulaba enfáticamente.
El pibe en silencio, solo escuchaba.
Nunca sabré que le dijo.
Solo se acercó a mí y me dijo:“Subí nomás”.
Y se fue.
El pibe cansado ya estaba hablando con otras personas.
Subí sin ninguna acreditación, sospechando que en algún momento sería protagonista de alguna situación con el personal de seguridad.
Pero todo era un quilombo y el personal de seguridad no parecía demasiado preocupado por la seguridad.
En principio no parecía preocupado por nada.
Busqué la habitación.
El Gordo estaba solo. La otra cama estaba desocupada.
Le di un beso y me senté a su lado.
Estaba bien.
Lúcido y de buen ánimo.
Con tubitos varios, pero nada espeluznante.
El Gordo siempre fue como el Sr. Burns: cantidad de enfermedades que se compensan entre ellas y lo mantienen vivo.
Una enfermera entró y le preguntó con una sonrisa:“¿Cómo está, abuelo?”.
Con voz ronca de fumador histórico y ausencia de amabilidad respondió: “Estoy bien y para vos soy Daniel, nada de abuelo”.
La enfermera se quedó dura como muñeco de torta, no dijo nada y se fue.
Hablame de momentos incómodos.
Ahí recordé que el Gordo alguna vez fue Daniel.
Nos miramos y me empecé a reír mientras le decía algo del orden de que siempre era el mismo hijo de puta.
Él también se rio.
Después de intercambiar algunos comentarios al caso, nos quedamos en silencio un rato.
Apenas llegaba el ruido de la avenida y por un momento parecía que no había nadie en el mundo.
Me pidió que lo acomodara más sentado y cuando terminamos, tomó aire como si le faltara y me miró fijo.
“No digas nada cabezón, ya sé que estoy jodido, mal, mal”.
Me callé.
“En algún momento hay que irse ¿no?”.
Asentí suavemente la cabeza.
Era cierto.
Es cierto.
Después conversamos sobre la vida como al descuido.
Cuando salí era de noche en Burzaco, ese lugar desconocido que alguna versión de fábula dice que alojó parte de mi infancia.
Si estuve, ya me fui.
En algún momento hay que irse.
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