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Unidad sanitaria

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Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.

Los colectivos cuya denominación es el 500 de nuestro africano Conurbano (líneas comunales) suelen ser una invitación a la adrenalina, al desamparo y a la resignación. Todo junto.

Cualquier sutil intento de comparación con los buses que transitan la Santa María de los Buenos Aires expresa un desconocimiento digno del escarnio, la burla y la degradación.

Los 500: un aquelarre de frecuencias insondables; recorridos caprichosos; ramales de nominaciones crípticas; unidades que hacen de la precariedad estructural un estandarte; que hacen de la higiene un misterio bíblico; multitudes que los necesitan y los putean en una coralidad plebeya. 

La condensación del caos.

Mi auto se encontraba en proceso de service así que tomamos un 500 una sofocante mañana. El punto de partida fue la estación del ferrocarril del Emirato de Lomas de Zamora.

Iba con un amigo que es, entre otras cosas (muchas), especialista en reparación de equipos odontológicos. Nos dirigíamos a una unidad sanitaria que necesitaba de sus servicios y me había pedido que lo acompañara.

El colectivo se llenó de pasajeros y empezó un trayecto borgeano buscando los confines del Emirato. Conozco bastante mi pago natal y hubo un momento en el que no solo no tenía la menor idea de dónde estaba sino que, además, supuse que regresábamos.

El agregado al galimatías urbano es que en Lomas hay en desarrollo una enorme obra de AYSA cambiando los caños de cloacas y agua corriente en el municipio, por lo que a los intrincados recorridos se suman desvíos y cortes que vuelven todo encantador o desolador, no sé muy bien… “El precio del progreso” diría un buen burgués.

Resignado a un destino mítico, me dediqué a observar los cuerpos fatigados y estibados en el bus: mucho celular convocando la mirada; muchas personas con bolsitas de plástico con alimentos; otros (varios) vestidos con ropa de fajina (obreros, construcción); algún escolar sospechoso de fuga de la sagrada sede del conocimiento. 

A medida que entramos en las zonas más profundas, fueron surgiendo las calles asfaltadas y poceadas en proporciones iguales. Un paisaje urbano despoblado de árboles, con veredas erráticas entre el cemento y la tierra, entre la comodidad y el desfiladero. Y perritos en abundancia cumpliendo la tradición de ladrar a las ruedas de los vehículos.

Una tradición que pone en entredicho la presunta inteligencia canina y genera la displicente mirada gatuna y su evidente superioridad intelectual.

Descendimos después de una hora de viaje y caminamos tres cuadras. El paisaje estaba decorado por algún vehículo abandonado, otros que no lo estaban y se diferenciaban de los primeros solo por detalles. 

Conurbano profundo. Miradas que reconocían nuestro carácter de extranjeros. Forasteros reconocibles hasta lo ridículo. Otro mundo. Vaya novedad.

El mediodía se acercaba salvaje y en un bar de usos múltiples un grupo de pibas y pibes bebían cerveza sentados en el piso, ajenos a una mesa y sillas en estado de descomposición que estaban en la vereda. Cuerpos hablantes de la pobreza, hermanados en la mala alimentación. Remeras que nombraban a Messi, a Lebron James, a Román, a Benzema, prendas gastadas, risas potentes, miradas curiosas.

La vida va. Siempre.

La Unidad Sanitaria está en una esquina. Un edificio grande, descascarado, que alguna vez fue de color blanco. Un cartel al borde de la extinción le da identidad. En una pared lateral una descolorida pintada en aerosol recuerda el estrecho vínculo identitario de un ex presidente de la Nación con los felinos.

En la puerta de entrada, personal de seguridad chequeaba nuestra entrada. Chequear es una metáfora ya que si entraba un elefante nadie le iba a decir nada. Por alguna razón que escapa a mi comprensión, se nos interrogó sobre nuestro nombre y a qué veníamos, sin anotar nada.

¿Entonces? Confirmado: el mundo es un lugar extraño.

El encargado de seguridad era un chico joven, agobiado por un sobrepeso que lo hacía transpirar profusamente, uniformado y con el logo de una empresa. El único elemento del que disponía para intervenir en caso de alguna acción punitiva, era el parche sobre la camisa que decía “seguridad”. 

Pasado el primer control había un modesto mostrador donde una piba tomaba nota de las personas que llegaban y (presumo) generaba algún orden para la atención.

Mi amigo se dirigió al consultorio odontológico a hacer su trabajo mientras yo me quedé en la sala de espera que estaba superpoblada. Todas mujeres, la mayoría chicas jóvenes con, por lo menos, dos pequeños. La ausencia de casi todo era la nota sostenida.

¿Cómo se describe lo que falta? ¿Qué palabra acuna lo ausente?

Cada tanto se asomaba un médico o una médica (había tres consultorios aparte del odontológico) mencionando un apellido. El tiempo líquido que supo analizar magistralmente el polaco Zygmunt Bauman aquí parece estar detenido, solidificado. Para los humildes, esperar.

La sala de espera es amplia, con un gran ventanal con rejas en un extremo. Sillas enlazadas entre sí formando seis filas y otras sueltas por aquí y por allá. Todas ocupadas y además muchas personas de pie. Algún chiquilín llorando y otro prolijamente zamarreado ante la pérdida de paciencia de su progenitora. Nada extraordinario. 

La vida misma dando vueltas en un confín del Emirato de Lomas de Zamora, en la zona de los olvidados, de los desheredados, de los humillados. Que esperan. Alguno de los colores de la tristeza se acomodó en mi bolsillo. 

En un momento mi amigo me llamó porque necesitaba mi ayuda para sostener el sillón odontológico mientras hacía un ajuste técnico. El consultorio era muy pequeño y sin luz natural. Muy pequeño es muy pequeño. Mientras sostenía el sillón, miré a un costado y noté un detalle arquitectónico inusual.

Había una ventana tapiada. Del lado interior lucía un vidrio fijo que nadie se había molestado en quitar.

Un vidrio con vista al ladrillo.

Lo ordinario y lo extraordinario estaba allí, en los confines del Emirato, en un espacio minimalista. 

¿Pereza? ¿Negligencia? ¿Distracción? ¿Sentido del humor?

Cuando solté el sillón le pregunté a la odontóloga por eso señalando la obra incomprensible.

La odontóloga sonrió mientras se encogía de hombros.

Si es cierto que somos lenguaje, allí había una síntesis monumental.

Que hable el silencio.

Yo, no tengo más para decir.

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