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Los balones de oro por el piso
Messi y Cristiano Ronaldo quedaron afuera de la Copa y es el fin de una era. Lo que viene en Qatar, el festejo coreano, los cracks como Iniesta y Neuer y el juego en equipo. Cómo sigue el Mundial (y el fútbol) sin los dos mejores jugadores del mundo.
Por Pablo Marchetti
Cuatro horas de diferencia bastaron para dejar afuera del Mundial a los dos mejores jugadores del Mundo. Chau Messi, chau Ronaldo. Adiós a una época en el fútbol. Porque ambos terminan así el último Mundial que podían jugar. O al menos en una edad de esplendor. Cristiano llegaría a Qatar con 37 años y Lio con 35. Puede ser, pero para ese momento seguramente Mbappé ya habrá levantado algún Balón de Oro. Por lo menos.
Cuando se piensa en el reinado de Messi y Ronaldo se piensa inmediatamente en los balones de Oro que ganaron. En los últimos diez años fueron cinco para el argentino y cinco para el portugués. La década ganada. Por supuesto, también hay que contar aquí los campeonatos que lograron uno y otro. Pero cuando se plantea la competencia de manera individual, surge el Balón de Oro. El bendito Balón de Oro.
En el fútbol hay una discusión ideológica eterna, una grieta histórica que divide a belleza de resultado. Que, planteada así, suena un poco ridícula. En realidad lo que se discute es cómo se juega. Cuál es el camino para llegar a ese resultado. Porque en definitiva, lo que define el triunfo en el fútbol es el resultado.
Un resultado se puede dar por merecimiento. Pero en otras competencias. El fútbol no es box ni danza acuática, por nombrar sólo dos disciplinas cuyos resultados dependen o pueden depender de la decisión de un jurado. Los resultados en el fútbol tienen que ver con los goles. Y los goles llegan por circunstancias muy distintas.
En principio, hay que destacar una obviedad: el fútbol es un juego colectivo. Como en todo equipo, siempre hay alguien que se destaca más, que lidera, que ordena, que acata, que acompaña, que protagoniza. Pero cada uno de los integrantes de un equipo es necesario para jugar. Y, por ende, para ganar.
A la hora del triunfo, lo que importa en el fútbol son los triunfos colectivos. Hay premios individuales, es cierto. Al goleador, al mejor jugador, al mejor arquero. De todos esos premios individuales, el único que puede ser medido en términos reales es el de goleador. El resto forma parte de subjetividades. De jurados. Se pueden medir la cantidad de asistencias, de atajadas, de cruces. Pero nada es tan real como un gol.
Cuando se trata de contentarse con pequeñas victorias, el único espacio real es el gol. Por eso Felipe Baloy gritó tanto su gol contra Inglaterra. Iban 78 minutos de juego e Inglaterra le ganaba 6 a 0 a Panamá, cuando Baloy puso el 6 a 1. Todo Panamá lo gritó como si hubiera empatado. Un delirio. Visto de lejos es ridículo. Visto desde la realidad de un país que jugaba por primera vez un Mundial, que marcaba su primer gol, el asunto no dejaba de tener algo de hazaña.
Ni hablar del festejo coreano tras ganarle a Alemania. Corea del Sur ya estaba eliminada. Visto desde punto de vista, nada que festejar. Pero le ganó a Alemania y la dejó afuera en primera ronda por primera vez en la historia. Eliminó al Campeón del Mundo. Y lo dejó último en su zona. OK, los coreanos se volvieron a casa igual. Pero, ¿quién les quita el derecho a festejar ese heroico 2 a 0?
El festejo de Panamá y el festejo de Corea del Sur son celebraciones reales. Desahogos de carne y hueso, orgánicos y viscerales. Y son, sobre todo, acciones que, si bien tienen un desenlace individual (todo gol lo marca una sola persona), forman parte de una construcción colectiva llamada juego, llamada fútbol.
El Balón de Oro es una ficción individual. Nadie niega que es lícito que muchos especialistas decidan quién les parece que es el mejor jugador del mundo. Si el fútbol es espectáculo, ¿por qué no sumar un espectáculo más dentro del espectáculo? ¿Cómo negar el uso de un magnífico recurso de marketing a un espectáculo que mueve fortunas, como el fútbol?
El problema está cuando se confunden los términos. Cuando en su afán de vender, pretenden hacernos creer que la individualidad está por encima de lo colectivo. Esto no es tenis. Esto no es ajedrez. Esto no es box. Esto no es ciclismo. Esto es fútbol. Y es en nombre del fútbol que si uno repasa la década ganada de Messi y Cristiano se va a dar cuenta la injusticia que significa que no estén allí Andrés Iniesta o Manuel Neuer, por nombrar sólo un par de campeones mundiales.
Creer que el fútbol es el reinado de dos jugadores es una injusticia hacia muchos otros futbolistas excepcionales. Pero sobre todo es una falta de respeto al espíritu colectivo de este juego. La presencia de Messi y Ronaldo le daba un salto de calidad a la Argentina y a Portugal. Pero se sabía que ninguna de las dos selecciones era favorita. Y no fue una sorpresa para nadie que quedaran eliminadas contra Francia y Uruguay.
Nos duele la eliminación argentina, claro. Y nos duele más por Messi, por ese jugador fenomenal que no pudo ser campeón del Mundo. Porque es un genio, porque lo merecía, porque era un acto de justicia poética. Más allá de la alegría lógica de ver a Argentina campeón. Pero no pudo ser. Y en algún punto, no deja de ser una buena noticia.
Ver a Messi y a Cristiano afuera del Mundial en octavos, con una diferencia de cuatro horas, es la derrota del marketing individual. Y, por contraste, es el triunfo del juego. Un juego para el que se necesitan magos increíbles, pero también obreros de pico y pala.
Este Mundial marcó el fin de una época: la de dos fuera de serie que definieron una década de fútbol. Pero también marcó el fin de una época donde parecía que el fútbol sólo eran ellos.
Bienvenido lo que venga, ahora que estamos con los Balones de Oro por el piso.
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