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Bajo Flores: Lo esencial es invisible
En los mapas de la ciudad es un triángulo verde, un espacio vacío en el que más de 60.000 personas todos los días producen vida: ferias, talleres, comedores, murgas, construcciones, música y hasta didácticas lecciones para los varones golpeadores. Cómo se teje resistencia sobre un territorio donde la mano del Estado es siempre corta y la de la policía, demasiado larga.
(Por Sergio Ciancaglini) Un francés nacido en Argelia llamado Albert Camus, que hubiera entendido mucho de lo que ocurre en Bajo Flores, escribió: “La forma más cómoda de conocer una ciudad es averiguar cómo se trabaja en ella, cómo se ama y cómo se muere”.
Nadie sabe si tal cosa es posible. Se hizo de noche en Bajo Flores, el barrio que alberga la mayor villa de Buenos Aires, y la más poblada. Las calles están iluminadas por bombitas de luz aquí y allá que los vecinos van colocando para salir de las sombras, y por una luna naranja. La calle Riestra empieza a llenarse de gente, de nenes corriendo, adolescentes ruidosos, parejas con hijos pequeños que salen a estar afuera. Suena la cumbia, y todos parecen conocerse. Tuti –13 años– dice: “No nos conocemos todos, pero la gente es re simpática, todos te saludan”. Hay 60.000 habitantes, cálculo moderado para las más de 30 manzanas de la villa 1-11-14 y las zonas más urbanizadas o de monoblocks, los barrios Rivadavia, Illia, Charrúa, Juan xxiii.
Enfrente hay basura acumulada y Tuti explica perpleja: “Los camiones no vienen a sacar la basura todos los días. Y entonces se roban el tacho.” ¿Quién se lo roba? “Los de allá –señala con su brazo largo– porque tampoco tienen tacho”. Ciertos problemas aquí son de esa índole: mucha basura, pocos tachos. Otro dilema es el de clasificar qué cosas son percibidas como basura en Bajo Flores, barrio con experiencia profesional en el asunto, dada la enorme cantidad de cartoneros y cirujas que han aprendido a vivir de discriminar los desperdicios, salvar lo útil, descartar el resto. En un mural ideado por adolescentes junto al comedor Niños Felices, pintaron –entre otros símbolos– un gran inodoro al que dejan caer a un policía, a un político y a una calavera con parche que representa a los “transas” que venden droga en el barrio. Mientras Bajo Flores es presentado por los medios como un agujero negro sede de una guerra narcoterrorista, quizá convenga retener la idea de ese mural antes de que termine de descascararse.
Se ve la luz de fogatas, y otra azul e intermitente de los patrulleros que se instalan en la otra esquina. Elia, boliviana, joven mamá que colabora en el comedor comunitario Victoria, explica: “Molestan a los que no andan en nada, a los que vuelven del trabajo, y a los transas nunca los agarran, ni van a las casas que venden droga, aunque todos saben cuáles son”.
Hay pequeñas parrillas en la calle, preparan anticucho, una especie de brochette que se hace con corazón de res. El aroma a carne asada salva almas y narices del olor a basura que viene de enfrente. Del laberinto de pasillos estrechos siguen fluyendo vecinos y cumbia. Se escucha el gran éxito del momento, el tema de la Agrupación Marilin llamado Tu florcita, que cuenta la historia de una nena (“tan bonita, tan chiquita / tan llena de sonrisa / perfumada flor que crecía”) que no vuelve de la escuela. La madre se preocupa, cuatro horas de demora, suena el teléfono, y la peor noticia. La canción termina con una pregunta: “Cómo es que matan / a una niña tan pequeña / sólo tenía doce años/ toda una vida por vivir”. Elena, que tiene 13 años, informa con naturalidad: “Lo que cuentan es algo típico de aquí. Hicieron otra canción que también escucha todo el mundo, de una chica que queda embarazada, el tipo se va y la deja sola”. Crecen las conversaciones, la cumbia. Todo silencio es desbaratado.
En la puerta de la radio fm Bajo Flores se juntan decenas de jóvenes riéndose. Miran de reojo a las chicas, que devuelven el desafío haciéndose las distraídas. Se intuye que antes de salir de casa todos han hecho trabajar a los espejos. En la radio los chicos van a empezar su programa: Si te pica, rascate es el título.
La cumbia y los murales son crónicas de la época. No son las únicas.
¿Por qué en Bajo Flores?
Para llegar a Bajo Flores las primeras indicaciones pueden corresponder a un tal Homero, que hace 59 años propuso este itinerario: “San Juan y Boedo antiguo / y todo el cielo / Pompeya y más allá la inundación”. Bajo Flores era la inundación. Desde entonces el barrio trabaja para emerger de aquellos pantanos, para imaginar trucos, como algunos magos, que rompan la ley de gravedad. Y para no ser ese más allá que describía el tango. La villa se empezó a instalar en los años 50, se pobló en los 60, se organizó en los 70 (movimiento villero, curas rebeldes, militancia juvenil, sueños de cambio). Los pantanos se iban rellenando con tierra, basura y vida.
La villa se convirtió en una desaparecida tras el golpe militar de 1976. Arrasaron casas y ranchos con topadoras dirigidas de modo personal por un intendente y brigadier cuyo nombre es parte de aquel material no reciclable arrojado a la basura por la historia. Los pobladores huyeron como pudieron, empezaron las desapariciones, incluida la de siete militantes cristianos de la parroquia Santa María del Pueblo, entre quienes estaba Mónica, la hija de Emilio Mignone (luego fundador del Centro de Estudios Legales y Sociales), quien siempre responsabilizó a la Iglesia y al actual cardenal Jorge Bergoglio por su rol acaso poco cristiano en ese drama. En los planos de Buenos Aires la villa aparecía, como sigue apareciendo, como un espacio verde: invisible, o borrada del mapa.
A principios de los 80, la villa comenzó a repoblarse. Eduardo Nájera vive allí hace 25 años y hoy dirige la FM Bajo Flores: “En el 82 había solamente 20 casas y la parroquia”. Argentina resultaba más próspera que los países vecinos y atraía inmigración. En los 90, con el dólar 1 a 1 la tendencia se reforzó. Eduardo: “500 pesos eran 500 dólares, mandaban 200 a su familia y era una fortuna”. Bolivia, Paraguay y Perú entran en esa lógica. Muchos argentinos iban también siendo expulsados por la pobreza privatizada y se lanzaban desde sus provincias hacia Retiro, con más ilusiones que equipaje. La villa de Retiro ya era tan pequeña y acotada, que no tenía lugar para nadie más. Allí aparece otro dato crucial: el recorrido de la línea 23. Nace en Retiro, termina en Bajo Flores, que el boca a boca convirtió en un Nuevo Horizonte (como bautizaron a una de las peluquerías del barrio).
La zona fue poblándose con los descendientes del 23, cada uno con su música, todos con el ritmo veloz de la cumbia. Los paraguayos armaron sus casas para que siempre haya una planta que recuerde la existencia del color verde. Los bolivianos comenzaron a construir casas de ladrillo, cada vez más altas. Eduardo: “Un arquitecto viene acá, mira las construcciones y rompe el título. ¿Cómo están agarradas?”. Muchas veces la planta alta es de mayor superficie que la baja, como un cubo grande sobre uno chico: pirámide invertida. Algunos vecinos van por la tercera y hasta la cuarta planta.
¿Cómo hacen? La pregunta fue formulada por un policía que ronda el barrio en una conversación inesperada con MU. “Esa losa que están construyendo cuesta 30.000 pesos. Yo no me puedo hacer mi casa y éstos se hacen la suya”, farfulló el agente, como insinuando que sólo cierta ruptura de la ley (no sólo la de gravedad) explica el empuje de la villa hacia arriba. Cintia, una de las asombrosas integrantes del comedor Niños Felices (donde se alimentan 300 personas por día) brindó luego una respuesta para explicar esa magia ascendente: “Mis paisanos saben mucho de construcción. No pagan la mano de obra que es una fortuna. Ganan bien porque cobran menos que otros, son muy cumplidores y entregan en cinco meses lo que otros tardan un año. Esa casa que le mostró el policía es de una señora que conozco, para ampliarla están ahorrando desde hace 20 años”. No hay trampa, sino trabajo, capital humano y tiempo. Ganarse la vida, se aprende aquí, implica algo mucho más complejo que el ingreso de determinada cantidad de billetes.
¿Qué pide el cuerpo?
Los laberintos tienden a confundir y a encerrar a la gente. Bajo Flores es un zigzag de pasillos que van eludiendo las casas en la villa. Los monoblocks son también una encrucijada. Los entrevistados y amigos que se van haciendo en el camino insisten en cuidar al visitante. Evelyn (18 años) anuncia: “Robos a casas no hay, pero algunos pibitos te quieren robar algo para comprar pasta base. La venden a un peso, o dos”.
El paco o pasta base es la basura de la fabricación de droga, mezcla cocaína no tratada con solventes como kerosene, bencina, parafina, con talcos o hasta pinturas, y así se arma el polvillo que se fuma en cañitos huecos. Se usa lana metálica como filtro, aplastada con un clavo. En ocho segundos produce efecto que todos en el barrio describen así: “Te come el cerebro”. La consecuencia es un deterioro neuronal agudo, una necesidad casi inmediata de volver a consumir (los adictos no bajan de ocho fumatas diarias), irritación masiva de la mucosa pulmonar que genera enfisema, alteración de la personalidad, angustia aguda, pérdida de contacto con la realidad (y con el propio cuerpo: se abandona la comida). Con el correr de las semanas aparecen los estados de paranoia y demencia. La edad típica de caída en el consumo es a partir de los 14 años, pero todos reconocen que hay chiquitos que fuman eso desde los 7.
¿Por qué se empieza a consumir paco?
“En la adolescencia, por la sensación de estar a la intemperie. Problemas familiares, violencia, el pibe se siente indefenso. Muchos nunca participaron en algo que tenga algún sentido” (Diego Jaimes, de la Cooperativa de Producción y Aprendizaje –Coopa– que a través del Proyecto Adolescentes incluye a más de 200 chicos en diversas actividades y talleres).
“Porque te lo regalan para engancharte, o te lo venden a un peso, y el cuerpo te pide cada vez más” (Sebastián, 24, bajo su gorra de béisbol).
“Porque a los pibes les saca el hambre” (Alejandra, 18, después de preguntárselo a varios de sus vecinos del barrio).
Los chicos empiezan a tener tics, caminan de un modo un tanto destartalado, quedan chupados, esqueléticos, y hay gente que por eso llegó a una extraña conclusión: “La marihuana engorda”. “Engordar”, aquí, quiere decir estar más robusto y saludable. La vida del barrio suele presentarles a las personas esos laberintos: falsas opciones entre lo malo y lo peor.
Como tantas novedades argentinas, el paco tiene su origen en la crisis de 2001. Toda droga importada triplicó su precio al romperse la paridad cambiaria. Quito Aragón, vecino del barrio desde hace 42 años e integrante del kirchnerista Frente Barrial 19 de Diciembre, explica: “En 2002 desapareció la marihuana. Secaron el mercado no menos de seis meses. Y metieron el paco masivamente.” Un detalle interesante es que el paco no produce placer, ni “viajes”, ni ese bienestar transitorio que le adjudican a otras drogas. “El placer es conseguir la plata para comprarla –relata Quito–. El paco es para lo marginal. Sólo te sirve seguir consumiendo.”
Quito suma un elemento de control social al auge del paco: “Alguno habrá pensado: ‘¿cómo les comemos la cabeza a los pibes?’ Estoy pensando muy mal, pero creo que hay que hacerlo”. Luego de un estallido como el de 2001, pensar mal quizás es pensar bien.
Noticias sobre la guerra del paco
En los últimos meses hubo un aluvión informativo que se sintetiza más o menos así: en Bajo Flores se desarrolla una guerra de narcotraficantes y/o narcoterroristas, varios de ellos llegados desde el Perú tras haber hecho sus primeras armas en el grupo Sendero Luminoso. Es una lucha entre distintas bandas para la comercialización de la droga, tal como ocurre en Colombia o en las favelas cariocas. Las fuerzas legales no logran romper ese “aguantadero”. Si esto es así, las principales víctimas de la guerra son los propios vecinos y organizaciones del barrio, que sin embargo fueron cuidadosamente relegados u omitidos en las noticias sobre el tema. (Veloz anécdota: la ya presentada Alejandra, nacida y criada en la villa, dice que ama la libertad de expresión y que no la censuren. ¿Quién puede impedirle la libertad de expresión? Contesta como riéndose ante la ingenuidad de la pregunta: “Los medios de comunicación”.)
¿Cómo percibe el barrio las noticias sobre el estado de guerra?
Eduardo, de la FM: “Esto no es una isla de Argentina. La sociedad está violenta, son tiempos muy irracionales. Y hay violencia en el barrio desde hace mucho. Pero veo una intencionalidad. Tapa de Clarín, un domingo, y al día siguiente el barrio inundado de policía. Es una criminalización de la pobreza, y que todo el mundo mire eso para no ver otras cosas. Página/12 habla de una escuela en zona de guerra (la secundaria EMEN) y al día siguiente anuncia que Daniel Filmus es el candidato a jefe de Gobierno de Kirchner. ¿Qué querés que te diga? Leés esa nota y parecería que todos los habitantes de Bajo Flores somos delincuentes y narcos. Hubo un accidente de un guardia de la escuela que llegó tarde al trabajo y quiso pasar por arriba de la verja con tan mala suerte que se la clavó. Lo ponen como una víctima de la guerra narcoterrorista”. Eduardo no niega lo obvio: “Hay mucha violencia, cualquier pelea puede terminar en muerte”. Otro dato: “También tenemos en el barrio 17 casos de gatillo fácil en los últimos años”. Y un reconocimiento: “Se vende droga pero, ¿en algún barrio de Buenos Aires no?”
¿Qué efecto tuvo el aumento de la presencia policial?
“Desde los patrulleros nos filman a todos. Van a los comedores, vienen a la radio, piden documentos, preguntan qué hacemos. Y la droga se vende igual que siempre. En realidad, me parece que lo que quieren es controlar a las organizaciones del barrio.”
¿Pero existen esas bandas de narcos?
Eduardo considera que hubo una desmesura informativa al respecto. “Pero si existen grupos de narcos, organizados militarmente, que venden 400 kilos de cocaína, en este barrio que mide menos de 15 cuadras, ¿por qué no van y los agarran?” A mu se le ocurren al menos dos explicaciones. “A mí también -dice Eduardo- o no es cierto, o es cierto, y en ese caso hay un negocio tremendo entre la policía, la justicia y la política. Porque acá entra cualquiera, esto no es la selva.”
Quito, del Frente Barrial 19 de Diciembre: “El problema de la droga existió siempre. Obvio que hay tiros y muertes, pero ésas son noticias de la instalación del narcotráfico en el país, no en Bajo Flores”. Sostiene que la descomposición social lleva mucho: “El Barrio Rivadavia, más que la villa, siempre fue un centro de distribución de cocaína. Encima ahora maximizan la ganancia porque venden hasta el residuo. Y ojo, no son los pibes de Bajo Flores solamente, vienen chicos de clase media, pasan adelante de mi casa, y después los veo viviendo en la calle alrededor de la villa”. Quito asegura que algunas chicas terminan prostituyéndose, sexo oral a dos pesos. “Y el novio al lado, esperando que la piba traiga los dos pesos para ir a comprar paco.”
Otro aspecto del asunto: “El problema no es el transa, sino todos los que sostienen el negocio. No hay posibilidad de blanqueo de la plata de la droga si el sistema bancario no está a disposición. Aquí se tirotean para ver quién vende, mientras el banquero está sentado en un escritorio. Uno es un narcoterrorista, pero el otro es un señor”. Con 42 años en el barrio, Quito dice: “Sin la protección de las fuerzas de seguridad no podrían operar en un barrio tan chiquito, donde cualquier hijo de vecino sabe en qué boliche venden la droga”.
Diego, de Coopa: “Lo que se esconde es que la violencia y la venta de drogas no son la causa de otros problemas, sino el resultado de una situación de marginalidad. Pero si se habla de narcotráfico, es algo de lo que se tienen que ocupar sectores que no lo hacen. Fuerzas de seguridad, policía, Ministerio del Interior”.
Hay una pregunta inquietante en estos casos: ¿por qué no se hace? En Bajo Flores brotan ideas para pensar.
Lo importante
La Flaca es madre de cinco hijos, ciruja (junta metales en un changuito) y está furiosa. “Hablé con una mamá que logró sacar al hijo de la droga, y necesitaba que lo internen. Va al juzgado y le dicen que le van a mandar una asistente. Para cuando llegó, como un mes después, el pibe estaba otra vez tirado en pasto drogándose. Lo metió en una granja, el pibe mejoró, pero ahora lo tiene que sacar porque no le alcanza la plata para pagar. Te dicen (parodia a un locutor) ‘drogas no, hable con sus hijos’. Pará papito, no pongas pelotudeces en la televisión, si después cuando la gente te hace caso y pide auxilio le das una patada en el culo. Y encima gastás la plata en propaganda. La señora esta no tenía ni para volver del juzgado en colectivo.” Cintia dice que la Flaca contiene a varios chicos que consumen, pero la Flaca replica: “Solamente les pongo el oído”. ¿Y eso no es importante? “¡No! ¿De qué sirve si no les puedo dar una mano en serio?” ¿Qué se puede hacer? “Para mí es inútil hablar. Me gustan los hechos. La gente dice muchas cosas, los políticos, el Presidente, los periodistas, todos hablan, y nadie hace nada. ¿Vos me decís que vas a arreglar algo? Mentira, no te creo. A mi hijos les digo: estudien, no esperen nada, las cosas no vienen solas. Así aprendés que las propagandas son mentira. Sólo les creo a las señoras del comedor, porque ellas sí me ayudaron cuando mi marido me cagaba a palos.”
Vuelve la pregunta: ¿cómo entender el rol del Estado? El Frente Barrial 19 de Diciembre (que trabaja hace años en el barrio, tiene cuatro comedores comunitarios que atienden a 800 personas, escuela, biblioteca, talleres de capacitación) se considera parte del “brazo popular del kirchnerismo” dentro del movimiento Libres del Sur. Quito asegura que “desde el Estado es que se puede garantizar la construcción de poder popular para lograr una verdadera transformación”. Sus integrantes cobran planes o son funcionarios. Aclaran que se trata de “una pelea permanente”. Transmiten la imagen del que quiere lograr la transformación desde un lugar de poder, y no la tiene fácil. “Pero lo mejor que nos pudo pasar es este gobierno.” ¿Y qué es lo que ocurre para que, con todas las condiciones, las intenciones y el superávit económico a favor, no se resuelvan las cosas de fondo? Nahuel Beibe, caminando por el Barrio Illia, dice: “Ésta es una etapa positiva, fortalecen a las organizaciones sociales, pero tampoco tanto como para hacerlos peligrar. Entonces hay políticas parciales. Es un proceso limitado, y vamos empujando. El Estado te da una parte, y la otra trata que te cueste”.
Diego, de Coopa, y coordinador de programas del Gobierno de la Ciudad, cree que “no hay políticas públicas que den una respuesta a esta situación.” “Concretamente, no hay un lugar donde puedas internar a un pibe que está consumiendo. Y los que hay son un negocio, te lo dicen en el mismo Estado, gente que tiene fundaciones de lucha contra las adicciones pero no hacen nada”, dice. Diego no se plantea como un adalid de nada: “Nuestra función es acercar la realidad a los funcionarios que toman decisiones todos los días. Pero el Estado es una cosa muy fragmentada. Las gestiones duran muy poco, los planes son de 6 meses o un año. Todo se piensa en forma de parches”.
Otras fronteras
Francisco Monzón preside la Cooperativa de Trabajo Ecológica de Recicladores del Bajo Flores que administra una planta de reciclado cedida por el Gobierno de la Ciudad, sobre la avenida Varela, mejor cuidada y aseada que muchas oficinas públicas. (Un dato: hay lugares donde recuperar la basura, pero no donde recuperar a los chicos adictos al paco.) La Cooperativa les devolvió la dignidad del trabajo, pero para evitar efectos alucinógenos aclara: “Somos 42 y en Buenos Aires hay 20.000 cartoneros. Hace 5 años éramos 3.000. Esto creció así por la crisis social, el desempleo, la desocupación”.
Francisco informa que el 20 por ciento de los cirujas son adolescentes, y narra otro laberinto: “Están cirujeando para tener un laburo. Lo llaman explotación, ¿pero qué querés que hagan, que estén en la esquina drogándose? Prefiero que cirujeen. El Estado tendría que decir: hay otra frontera”. ¿Qué sería otra frontera? “Otro camino, otra forma de vida”. ¿El Estado puede ampliar esa frontera? “No quiere, al contrario: quiere achicarla.”
¿Y el paco?
Francisco: “No hay voluntad de limpiar la delincuencia. Porque acá hay delincuencia, y en Belgrano también, pero allá no la ves porque todo es tapadito, la droga es cara, te la llevan en moto: delivery. Acá no: acá todo se ve. El delincuente le vende droga a la criatura y el policía no hace nada. La coima vale más que el pibito”. ¿Y qué se puede hacer? “No sé. Porque éste es el país del tsunami. Sale un tema, todo el mundo habla de eso, no se habla de otra cosa, y a los dos días todos se olvidan.” Pero además hace una autocrítica: “Hay instituciones que trabajan muy bien en el barrio, los comedores, la radio, los programas para adolescentes, en el fondo todos hacemos lo mismo, pero somos como islas. Hemos hecho cosas juntos, pero después volvés a ser isla”. Francisco no habla de modo quejoso, depresivo ni apocalíptico. Es una característica de todo el barrio: el tono es descriptivo. “Hay que aprender a abrirse para entender. Te aseguro que de esta juventud es muchísimo lo que se puede rescatar.”
Palabra de la época: los chicos usan “rescatate” para decirle a otro que cambie una actitud densa, que salga del pozo. No lo hacen para desligarse del problema, sino para que el otro intente conectarse con su propia energía. En lugar de compasión o lástima, parece una forma de aliento, una invitación. Tal vez no siempre alcance, pero es un modo diferente de ver las cosas.
El puente sobre la laguna
Cruzar Perito Moreno y Varela puede requerir conocimientos náuticos. Cintia relata que las cloacas están mal hechas. “Son precarias, todo sale flotando.” Conduce por el laberinto hacia una de las calles interiores. Parece una guerra. Para abrir una calle demolieron casas, empezaron a construir la acera, abrieron zanjas pero no terminaron el trabajo, con lo cual dejaron sendas cordilleras de tierra de unos dos metros de altura frente a las casas. Para poder cruzar sin recurrir al alpinismo, los vecinos abrieron brechas en esos montículos. La recolección de basura no es precisamente exitosa. Cintia ilustra: “Aquí las ratas son como gatos”.
La mujer camina más allá con pasitos cortos y señala un agujero por el que emerge un líquido viscoso de un olor que conviene no reseñar. Frente a esa cloaca abierta vive don Mario, que no recuerda si tiene 75 ó 77 años. Flaco, con una larga barba blanca, ropa un punto antes del andrajo, y una enorme elegancia al hablar. Comparte la incapacidad de ser quejoso: “Yo le reconozco que el olor es insoportable. Pero el verdadero problema son las enfermedades, por los chicos. ¿Qué pasa si aparece el dengue?”. Después de escuchar las campañas oficiales sobre el tema, estar aquí resulta un ejercicio de esquizofrenia. Muestra el carro rojo que usa. ¿Por dónde busca? Respuesta: “No tengo destino. Un lado, otro lado, es igual. Si hago dos viajes, saco unos ocho pesos. Soy el único sostén de mi casa”. Se toca el pecho e informa: “Todo depende del corazón. Si hace calor ya no sirvo, se me va la cabeza. No puedo hacer fuerza ni llegar lejos. Salgo cuando refresca”. Y dice con modestia, al ver venir a una joven de la villa con su bebé en brazos: “Esto sí lo pude hacer, puse unas maderas para que se pueda pasar por encima de esta laguna”. Allí estamos, sobre ese puente cuyo valor es difícil de calcular. Don Mario saluda con una sonrisa: “Ojalá todo vaya mejorando”.
Los galanes
Unas cuadras más allá, en la placita, Los Galanes de Bajo Flores, se preparan. La murga de 150 personas cambió sus directores –destino incierto de algún dinero–. No es independiente, sino que participa del circuito oficial de murgas para cobrar subsidio. El segmento de Crítica, que tradicionalmente se reserva para cuestionar la realidad social y política, este año ha sido dedicado al rubro humorístico: las suegras. Se van a presentar en uno de los corsos de Villa Urquiza. Los familiares reúnen peso a peso el dinero para pagar los cuatro micros para el traslado. Los chicos están felices con sus trajes de colores. El jurado les pondrá puntaje para determinar la categoría de la murga, y el monto del subsidio. Sebastián, uno de los directores, explica a mu que los pasos cortos de la murga imitan a los esclavos con grilletes. Y los saltos, las patadas al aire, simbolizan la liberación. ¿Cuáles son los grilletes de Bajo Flores? Sebastián mira a los chicos haciendo pasitos cortos: “Mirá, no sé si Marx tenía razón o el capitalismo tiene razón. Pero el sistema que estamos viviendo te estanca. Y si te estancás, no hay libertad”. Sebastián es empleado público bajo contrato. Tiene en su traje brillante la estampa del Che Guevara, el nombre de su hijo Yatel y la imagen de Homero Simpson. Andrés, otro director, pudo reunir el dinero. Viajan a Villa Urquiza. La fiesta del Carnaval puede ser el momento de mostrarse, compartir, expresar esa alegría y esa energía que en Bajo Flores parece capaz de sobreponerse a todo. Llegan, bajan del micro y no hay público. Sólo el jurado. Posiblemente los organizadores no sean perversos, pero citaron a la murga en un horario absurdo: las 7 de la tarde. Los Galanes del Bajo Flores no se amilanaron, y realizaron una de sus mejores presentaciones ante cuatro personas.
Charla con los chicos
¿Cómo viven los y las adolescentes la situación del barrio? En el comedor El Rescate, de la la FM Bajo Flores, se reunieron varias chicas a hablar con mu. Yamila: “En el barrio hay que diferenciar que hay personas que lastiman, y otras que no. Lastiman a las familias, a los amigos y se lastiman ellos”. Gustavo explica que por eso la radio lanzó la campaña “La pasta base arranca corazones, no te consumas”, convocando a que los chicos se acerquen para intentar salir de ese abismo. Evelyn y Alejandra (18 años ambas) se incorporaron voluntariamente a un proyecto de prevención de vih, surgido a partir de la radio, y salen de noche a repartir preservativos. Evelyn: “Queremos que los chicos se cuiden y nos cuidemos entre todos”. Ale: “Los pibes no hablarían con alguien grande, con nosotras sí”. ¿Y los chicos que consumen paco? “Nos daba un poco de miedo, pero no podíamos pasarles de largo. Hablamos y nos dijeron: ‘gracias por acercarte, la gente ni nos mira, damos miedo’.” ¿Qué se podría hacer? “Prestarles atención, hablar, hacer algo.” Los sábados a la noche las chicas salen con su caja de preservativos, y decenas de jóvenes se les acercan, antes del amor. “También puede prevenir el embarazo adolescente, hay chicos re jóvenes que ya proyectan una familia.” ¿Por qué tan rápido? “Por la situación que se vive. No ven un futuro, un trabajo, y entonces lo único que pueden proyectar es una familia.”
Por experiencia, ¿qué hay que conseguir para el barrio?
Paola (21) se pone enérgica y enumera: “Que no te discriminen. Decís que sos del Bajo Flores y ya te juzgan porque sos cartonero, o pobre. Que haya escuelas, y profesores. Con 60.000 habitantes hay tres escuelas. Tenés que ir a dormir a la puerta una semana antes si querés conseguir vacante. Otra cosa: que no maten a los pibes, empezando por la policía. Que te dejen hacer tu vida”.
¿Creen que van a poder llevar adelante sus proyectos?
Las chicas se ríen ante la consulta. Eve: “Si queremos, podemos”. Ale: “Todo está en la energía nuestra, en no estancarnos. No somos víctimas. Yo siento que hay que luchar y romper las barreras que te ponen”. Paola: “Yo no veo que eso pueda ser individual. Me parece que es en conjunto ¿no? Ser una víctima es hundirte. Salir a mendigar. Acá nadie quiere eso. Acá hay resistencia, queremos se libres”.
¿Y qué es la libertad?
Eve: “Tomar nuestras propia decisiones”.
Ale: “Que te respeten. Somos iguales, tenemos el mismo derecho de pensar y de actuar”.
Paola: “Que no decidan por uno, que no nos controlen. Decidir nosotros nuestra propia vida”.
La conversación es apenas una muestra del volcán de ideas y acciones que es Bajo Flores. La construcción, las ferias, la comunicación, el cirujeo, el amor, la diversión, los comedores, los talleres, el trabajo invisible que hacen adentro y afuera del barrio, muchas veces sin derechos y siempre sin reconocimiento. Es lo que no se ve cuando se enjaula ese territorio en un destino de delincuencia y pobreza sin remedio, que se maneja con policía y un poco de asistencialismo.
La palabra control reaparece a cada momento. Tal vez no haya que pensar en una conspiración de señores malos (el Gran Hermano vigilando) sino en la dinámica de un sistema. Cintia, de Niños Felices, expresa una idea inquietante: “Mire, está el sistema de arriba, pero también el sistema en nosotros mismos. Siempre puede haber alguno que quiera someter a otro, controlarlo, que nadie se le escape de las manos”.
En Bajo Flores pasan otras cosas, ése es el nombre de una revista que hicieron los chicos de la villa. Y otros adolescentes, en el mural del inodoro, pintaron a los vecinos del barrio mirando de frente, con la cabeza alta, y una propuesta: “Si todos nos unimos, podemos luchar contra lo que nos separa”.
En lugar de pensar a Bajo Flores como escenario de guerra narcoterrorista, sería más informativo, y preciso, reseñar que es uno de los territorios donde se libra una guerra contra la capacidad de las personas para hacer su vida y para ejercer su libertad. Por eso tiene sentido que en Bajo Flores hablen de resistencia. No es una resistencia de secta iluminada, sino de búsqueda y creación de formas de vida, expresiones, energía, nexos, luchas, cuidados e ideas que permitan que prevalezca la vida. Es una batalla que resulta posiblemente brutal porque va demasiado rápido, porque es demasiado real, o porque no entendimos que los límites de Bajo Flores nos incluyen a todos en el oficio de intentar rescatar lo útil de lo inservible, lo valioso de lo venenoso, la vida de la muerte. Quizás el barrio sea un lugar de aprendizaje para rescatarnos, como dicen los chicos, mientras transitamos el laberinto.
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