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Vallas, a donde vayas
En menos de cinco años, el paisaje porteño mutó drásticamente. De aquellas asambleas a cielo abierto a éstas plazas cerradas, donde el diseño ordena qué se puede hacer y qué no. Esta nueva postal le permitió al arquitecto Rodolfo Livingston inventar un índice para medir la calidad democrática de las ciudades: el rejómetro.
Rodolfo Livingston celebra su ocurrencia sentado en un café de San Telmo. Acaba de enunciar un nuevo índice para medir la calidad democrática de las ciudades: la cantidad de vallas desplegadas en el espacio público. “Una ciudad democrática debería caracterizarse por la escasez de muros”, sentencia. Y enseguida comienza a aplicar su nuevo invento: el rejómetro.
“La Plaza de Mayo hoy tiene tres niveles de vallas. Antes, se las llevaban y las traían cuando había una manifestación. Después las dejaron en la vereda y, por ultimo, las fijaron con hormigón frente a la puerta principal de la Casa de Gobierno”. Desde 1810, cuando se conformó el Primer Gobierno Patrio, las autoridades nacionales se asentaron en el solar de lo que hoy se corresponde con Balcarce 50. Pero fue recién en 1884 cuando se terminó de construir el edificio que a lo largo de más de 120 años fue receptor de las mayores broncas argentinas. Sin embargo, desde entonces y hasta ahora, ningún gobierno había sentido la necesidad de aislarla con rejas. Livingston aplica su novedoso instrumento de medición y diagnostica: “Como todos los edificios la Casa Rosada es un símbolo: ahí está el poder político. Cuando hay una reja entre los representantes y los representados quiere decir que los representantes no representan bien a los representados. Todo muro refleja una fractura”.
Ahora Livingston dirige su rejómetro hacia la Pirámide Mayo que, como la mayoría de los monumentos públicos, está encerrado. El argumento oficial subraya que no hay otra manera de protegerlos contra el vandalismo. El arquitecto mira la situación desde otro punto de vista: “Los monumentos están todos presos. Lo que pasa es que la gente no los siente como propios, no saben a quiénes homenajean, qué hicieron. Y eso tiene que ver con mostrar al pasado momificado y a los héroes, de bronce. Nadie destroza lo que le es propio. Es inimaginable ver a un chico rompiendo su propio cuarto. Y cuando rompe el colegio el último día de clase está demostrando que nunca lo vivió como propio porque no se conformó la comunidad educativa. Con las sociedades ocurre lo mismo”.
El rejómetro indica que en los últimos años aumentó de manera notoria la cantidad de vallas en Buenos Aires. En poco más de dos años fueron cercadas 65 plazas y ya fue aprobada una partida de 900.000 pesos para encerrar a otras seis. Aquella experiencia asamblearia de diciembre de 2001, donde los vecinos se autoconvocaban en esas ágoras verdes durante noches de verano, hoy sería impensable: los parques cierran sus puertas tras la caída del sol para volverlas a abrir recién a las 7 de la mañana. “A veces algunas decisiones urbanísticas conllevan detrás un interés político”, advierte Livingston. Y recuerda la obra del barón Georges Haussman, diseñador de los boulevares parisinos a mediados del siglo xix. Por aquellos tiempos, el emperador Napoleón iii se propuso atravesar rápidamente la ciudad para acceder a las barriadas pobres y controlarlas. Con el nuevo diseño, los caminos facilitaban el accionar de la caballería y la artillería, a la vez que dificultaban el levantamiento de barricadas como las que habían hecho triunfar a la Revolución del 48.
En otro tiempo y lugar bien diferentes, los vecinos de Chacarita se levantaron un día y se toparon con un cerco que rodeaba el perímetro del Parque Los Andes. Nadie les preguntó si lo querían, tampoco qué uso le daban a ese predio. Pero una vez terminadas las obras, ya no pudieron andar en bicicleta, ni jugar al fútbol ni pasear sus perros. Así, la remodelación de ese espacio verde no sirvió para potenciar los usos que le daban los vecinos sino, más bien, para fijarles nuevas rutinas. “Lo que debería hacer un gobierno es crear una sala de operaciones –propone Livingston–. Cuando yo proyecto una casa, convoco a todos los actores involucrados y les pregunto cuáles son sus necesidades: vienen los padres, los hijos, los abuelos y me cuentan qué usos quiere darle cada uno, qué problemas tienen que resolver. Y con toda esa información realizo el proyecto. Pero lo que pasa es que en este sistema no hay una participación real, sino una falsa representación”.
La pregunta entonces es: ¿de quién es el espacio público?
Exactamente. Y la respuesta se puede encontrar en las acciones concretas de los gobiernos. La primera ley que impusieron los militares de la dictadura fue la del estado de sitio: más de dos personas no podían conversar en la calle. Buscaba que la gente no se encontrara. Por entonces, el urbanismo estaba al servicio del desencuentro. Una ciudad democrática, por el contrario, debería propiciar los espacios de encuentro, no necesariamente sólo los políticos, si no también los festivos. Debería haber, por ejemplo, muchos lugares peatonales. Mientras que Europa está llena de plazas secas, aquí tenemos dos fideítos –en Lavalle y Florida–, inundados de kioscos.
La última reforma del Código Contravencional porteño, realizada en 2004, intentó reglar el uso del espacio público. Entre otras cosas propuso penar la realización de manifestaciones de protesta. “Hay que respetar cierto orden, pero a los problemas hay que hacerlos evidentes en las calles, si no la gente no los ve. La ciudad global está segregada por clase social y no hay ninguna búsqueda de igualdad. El que pueda pagar se salva y el que no, a la jungla.” La afirmación corresponde a Zaida Muxí, una arquitecta argentina que en 1990 se radicó en Barcelona y se doctoró en la Universidad de Sevilla con un trabajo que resultó la base de su libro La arquitectura en la ciudad global.
En su último viaje a Argentina, Muxí advirtió sobre los riesgos de lo que ella llama “museificación de Buenos Aires”, y para explicar de qué se trata tomó prestado el término “dysnelandificación” de John Hanningan, sociólogo de la Universidad de Toronto: “La disneylandificación es transportar los conceptos que manejó Walt Disney en la creación de sus escenografías urbanas a la ciudad real. Los valores transportados a la ciudad son: máxima limpieza, control de personas –todo diferente es sospechoso–, ciudadanos embotados con tanto color, sonidos, mensajes (altavoces que te van comunicando hacia dónde tienes que ir, cómo tienes que mirar…) y previsión absoluta de todas las variantes de actividad. También refiere a la diferenciación entre el ciudadano consumidor y el trabajador, que se disfrazará con los uniformes de turno más o menos necesarios, pero siempre de colores, llamativos e hiperlimpios. Trabajadores como autómatas, que sólo saben contestar y hacer lo previsto en un guión. Se produce una museificación de la ciudad en tanto espacio sin vida, congelado”, explicó Muxí en una entrevista concedida al portal Café de las Ciudades. Muxí complementa este concepto con otro, también bautizado con un neologismo, esta vez aportado por el economista norteamericano Jeremy Rifkin: la macdonaldización. “Implica convertir todo en entretenimiento, incluida la comida; dar la apariencia de máxima elección y decisión por parte del usuario, cuando en realidad toda esa ‘diversidad’, junto a la atención personalizada y la ‘diversión’ dada por los colores, sólo esconden un sistema hipermecanizado, pautado y seriado del proceso de fabricación, venta y consumo. Una realidad donde todo está controlado, y se mueve en los límites de la previsión de variedad del productor, una variedad basada en maneras diferentes de envolver lo mismo”.
Después de más de una década de vivir en el exterior, Muxí se sorprendió por la cantidad de áreas de la ciudad que se controlan y tienen el acceso restringido. “Si no se puede cerrar con puertas aparece el exceso del control policial para garantizar la seguridad y marcar el acceso a la zona protegida: sería el ejemplo de Caminito. Puerto Madero no tiene puertas reales, pero las tiene virtuales y conceptuales: la distancia y la tierra de nadie entre la ciudad real y el puerto, el exceso de cuidado del espacio público en relación al resto de la ciudad, los guardias privados. Son muchas las maneras de poner puertas y límites”, se explayó. También señaló que el paroxismo de esta cuestión lo constituyen los barrios cerrados, donde la escenografía montada para la «igualdad y la paz» deja fuera cualquier molestia. Sin embargo, Livingston cree que se trata de una utopía. “En los countries, las clases sociales que sus muros intentan separar se vuelven a juntar inevitablemente. Las casas de los ricos son limpiadas por los pobres, a los chicos también los cuidan los pobres y los que brindan seguridad también son los pobres. A lo largo de la historia de la humanidad los muros nunca lograron su objetivo. Ni la Muralla China, ni la línea Maginot, ni el Muro de Berlín”.
El arquitecto califica la política de levantar vallas urbanas con una palabra: diatrogenia. Es la palabra que se utiliza para definir el perjuicio causado por una acción médica. Aquello que en lugar de curar lo que se propone, lo daña. “Una vez levantada la valla, las diferencias se agudizan, crecen los resentimientos y aumentan los prejuicios. Las diferencias tienden a desaparecer cuando la gente se encuentra, se cruza, trabaja en común en pos de conseguir lo mismo”.
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