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Luis Felipe Noé: Yuyo rebelde
En el segundo piso del Palacio del Correo un museo perdido encontró un refugio provisorio y lo ocupó con una muestra de este artista único. Ésta es la crónica de un encuentro cercano con él y su obra.
Frío de domingo a la mañana. La salida del sur de Buenos Aires rumbo a la malquerida Capital la hice con un susto extraordinario. Rezando para que el Metropolitano (flamante estatización, post quema de Constitución) no se plantara en medio del viaje y entonces…
Ocho mil preguntas posibles, por lo menos media docena de encuadres para abordar la entrevista a Luis Felipe Yuyo Noé. El peso de los grandes. Uf. Otro enorme susto como antídoto a esa seguridad que a veces emana de mi profesión y que no es otra cosa que soberbia: el famoso baño de humildad aparecía finalmente (¡qué momento!).
La exposición está en el segundo piso del palacio de Correos. Salas inmensas, blancas, vacías de gente, una especie de santuario sin fieles, de dioses aburridos esperando una adoración que tarda en llegar. Y el frío. Y yo tenso, charlando con el fotógrafo esperando que Él llegara. Miré sus obras. Una y otra y otra vez.
Cuánto vigor, cuánto color aun en el blanco y negro, cuánta musculosidad y ternura. No entiendo de estas cuestiones pero las amo y me gustan. No sé si se trata de entender, pero miro y siento y espero.
No viene y casi, casi, siento alivio. Pero no. Lo llamo por teléfono desde la tibieza del sol en la puerta. Se olvidó y se viene enseguida.
Uno de los plásticos más importantes de la Argentina del siglo xx baja del taxi con una caja de ravioles que compró en un supermercado chino para poder pagar el viaje con cambio, se disculpa y me cuenta que ayer cumplió 74 años. Es un hombre afable, de mediana estatura, abrumadoramente sencillo, que con toda naturalidad me pasa la caja de ravioles y se pone en manos del fotógrafo para todas las tomas.
“Como artista lo que me interesa es el clima.”
Me preparo para el desafío. ¿Cómo armar el juego para no hacer de mi ignorancia un estandarte, para no parecer afectado y sabihondo, para no quedar en ridículo y aprovechar este momento? ¿Cómo?
“Las palabras pueden decir mucho menos de lo que pueden decir.”
Noé sonríe.
Y me lleva puesto.
Con una naturalidad avasallante, toma decididamente el timón del decir y el explicar. Recorre filósofos y corrientes de pensamiento mientras piensa y medita acerca de su propio decir.
“El strip tease de la pintura finalizó. En el Renacimiento se viste con la perspectiva, el claroscuro. Pero a partir del Romanticismo empieza a quitarse ropa para conocerse en su propia esencia. Empieza a mirar a su otra prima hermana, la música y su estructura abstracta. La primera es la literatura. El arte abstracto deja demodé la idea de representar con línea y colores. La línea cuando se abre se asemeja a los verbos y el color, a un adjetivo calificativo.”
No es un casete o la letanía monótona de lo dicho mil veces. Muchas veces dice que no sabe, que no tiene idea, insiste con su concepción del despelote humano, como si él participara de ese despelote… Enfatiza, recorre, me corrige, cuenta historias y se apasiona. Es un hombre apasionado. A veces se detiene. Por momentos mira el vacío enorme de ese salón y en otros, su mirada me recorre con calidez, con firmeza. Despliega una erudición notable, pero con una sencillez griega.
“Lo que hay es una crisis de imago mundi. Griegos, Renacimiento, entre otros, tenían una imagen del mundo sin que hubiese necesidad de recorrer autor por autor. Hoy eso está faltando.”
Críticos
Una señora con dos nenes duda y duda hasta que finalmente se acerca y le dice que los chicos quieren saludarlo. La nena (¿seis?) le dice:
–Te felicito, pintás muy bien…
Sonríe el maestro (niega ser un maestro) y me dice en un guiño:
“Los mejores críticos son los niños”.
Maldito niño. Hace fácil lo que a mí me hace temblar las rodillas…
Algunos náufragos de ese domingo a la mañana empiezan a acercarse tímidamente y escuchar todo lo que me va contando. Una suerte de visita guiada de lujo. Él me trata como si yo fuese la única persona en el mundo y como si mi vida dependiese de su explicación. Descanso en sus espaldas mientras sobrevuela por figuras y explica que todo es pintura, que el anuncio del fin del arte es una pavada (bah, dice que son pelotudeces). Me deja sin aliento cuando afirma:
“El arte, especialmente la pintura, busca los espacios entre las cosas. Lo innominado. Hay una cantidad de cosas que no tienen nombre. La poesía trata de asir eso y la pintura también”.
Su palabra pinta.
“La palabra no es ortopedia de la imagen, se intercala, se incluyen.”
Y sus trabajos hablan. Un enorme montaje en el fondo de la gran sala tiene en caótico orden imágenes de la historia argentina. Es una suerte de cuadro vivo.
¿Por qué así Maestro?
“No sé, es un despelote, la historia argentina es un despelote…”
Yo busco alguna teoría brillante y él me desarma todos y cada uno de mis intentos. Voy por más:
¿La preferencia, alguna en particular?
“No están acá.”
Miro al muñeco. Blanco. Me rindo ante este hombre tan sencillo, tan contundente, tan artista…
“Como artista lo que me interesa es el clima. Mi tema es el caos. Caos es el verdadero orden de la vida. Orden es estático y nada hay estático en la vida. Caos es el fluir de la vida…”
Entiendo entonces mi desconcierto: no puedo explicar el caos porque, como el talento, no tiene explicación. No es necesaria. Es imposible.
“Todos los que se metan con la palabra me interesan.”
Noé me está hablando ahora de James Joyce, pero yo siento que me arrincona.
Se dice de mí
Nos estamos despidiendo, cuando me atrevo.
Me han dicho que usted podría ser algo así como un rebelde que, artísticamente, está solo ¿Es así?
Piensa. Se detiene. Sonríe.
“Todo lo que dicen los demás de uno en una dirección o exactamente lo contrario, tiene algo de razón. ¿Ser rebelde a mi edad? (se ríe nuevamente). Se está solo porque sólo el artista puede decir esa cosa. Siempre uno sigue solo…”
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