Mu06
Manuel Delgado: Movete
La calle como máquina social y como escenario político es el tema que este catedrático catalán analiza con pasión y minuciosidad científica. El resultado es En busca del espacio perdido, este elogio de la desobediencia y del espacio público, indomable a pesar de la industria del control que se ha desarrollado para doblegarlo. Así, el texto se puede leer a la vez como un alegato contra la criminalización de la protesta –que deberían consultar nuestros jueces– pero también como una guía para disfrutar sin miedo el desorden vital de toda ciudad que es todavía capaz de defender en voz alta sus derechos.
Urbano
La ciudad es un sitio, una gran parcela en la que se levanta una cantidad considerable de construcciones, se despliega un conjunto complejo de infraestructuras y vive una población más bien numerosa, la mayoría de cuyos componentes no suelen conocerse. Lo urbano es otra cosa distinta. No es la ciudad, sino las prácticas que no dejan de recorrerla y de llenarla de recorridos. Es la sociedad que producen los urbanitas, la manera que éstos tienen de gastar los espacios que utilizan y al mismo tiempo, crean. El espacio urbano real es el proscenio sobre el que se negocia, se discute, se proclama, se oculta, se innova, se sorprende o se fracasa. Espacio también en el que los individuos y los grupos definen y estructuran sus relaciones con el poder, para someterse a él, pero también para insubordinársele o para ignorarlo.
Máquina
Las ciudades pueden y deben ser planificadas. Lo urbano, no. Lo urbano es lo que no puede ser planificado, ni se deja. Es la máquina social por excelencia, un colosal artefacto de hacer y deshacer nudos humanos que no pueden detener su interminable labor. En cambio, en todo el mundo se puede constatar las evidencias de que el proceso que se sigue es exactamente el contrario. Se planifica lo urbano, pero no la ciudad, que es vendida para que el más feroz de los liberalismos la deprede y haga de ella un negocio. Se estimula la propiedad, pero se restringe la apropiación. En realidad, una cosa es consecuencia de la otra: la renuncia de la administración pública a planificar la ciudad para entregarla al desorden especulador y a su conversión en producto de y para el consumo, sólo es posible manteniendo rigurosamente vigilados los espacios por los que transcurre una vitalidad urbana contemplada siempre como obstáculo para el buen marketing urbano y como fuente de desasosiego para cualquier forma de poder político.
Entrar y salir
¿Qué suponen los gestos en principio elementales de entrar y salir? ¿A qué nos conduciría una reflexión profunda acerca de las connotaciones de ese acto de apariencia simple que es abrir una puerta para pasar de adentro afuera o viceversa? Dentro se supone que estaremos al amparo de las inclemencias de una mundo exterior que para la cultura moderna aparece gravemente devaluado. El descrédito de lo externo da por sentado que fuera todo es banal, pasajero, frío y que allí nos aguardan –dicen– todo tipo de peligros físicos y morales. Entrar entonces resulta idéntico a ponerse a salvo de un universo exterior percibido como inhumano y atroz.
Acontecimiento
Frente a esta perspectiva que inventa el hogar y maligniza el espacio que lo rodea aparecen, al mismo momento, otras visiones que hacen el elogio de la experiencia exterior. Como Georg Simmel1 supo analizar en un célebre texto de 1908, a la acción de empujar la puerta para salir fuera puede asociársele la capacidad de cambiar, de devenir otra u otras cosas, de obtener ventajas de aquellas sensaciones que podrían haberse percibido inicialmente como fuentes de desazón: la incertidumbre, la ambivalencia, la extrañeza. En el exterior se extiende en todas las direcciones el imperio infinito de las escapatorias y las deserciones, de los encuentros casuales y de las posibilidades de emancipación. Si el adentro es el espacio de la estructura, el afuera lo es del acontecimiento.
Control
Si la ciudad es flujo, circuito, el Estado es o quiere ser inmóvil. Si las líneas que conforman la ciudad son horizontales, las que genera el Estado son jerárquicas y verticales. De ahí que, en gran medida, la historia de la construcción de Estados centralizados de Europa haya sido la del control fóbico contra comunidades real o míticamente errantes, como los judíos o gitanos. De ahí también que a partir del siglo 19, las administraciones centrales promulguen leyes especiales contra los vagabundos. De ahí que, en su forma actual, esos mismos Estados no dejen de manifestar su obsesión por fiscalizar flujos migratorios.
Cultura
No se insistirá bastante en que una calle no es un mero pasadizo que se abre paso entre construcciones. Denigrada por las ideologías más autoritarias y antiurbanas, siempre incómodas ante su tendencia al enmarañamiento y su ambigüedad semántica, la calle es una institución social. En su seno se desarrollan formas propias de aprendizaje y sociabilidad. Es cierto que, por descontado, la calle está sometida a las vigilancias políticas y al control social, pero esas formas de fiscalización se ven debilitadas y es mayor la posibilidad de que se den desobediencias e insolencias, a la vez que todo tipo de apropiaciones furtivas. Las aceras deben ser consideradas, por tanto, terreno para una cultura dinámica e inestable, elaborada y reelaborada constantemente por las prácticas y discursos de sus usuarios.
Agitación
La concertación social automática que encarnan las muchedumbres que vemos agitarse en las calles y de las que sus componentes se pasan el tiempo entrando y saliendo a voluntad, alcanzan su mayor capacidad para generar estupefacción y energía cuando pasan de su habitual estado difuso a otro fusional, cuando demuestran su capacidad para producir o transformar mundos. Es en las multitudes urbanas festivas o insumisas donde lo colectivo es vivido como sociedad puesta a hervir. A pesar de todas las excepciones que delatan la sombra que sobre ella proyecta una estructura social hecha de desigualdad y exclusión, esa agitación que vemos desparramarse por las aceras es una oportunidad magistral que recibimos de confirmar que es posible estar juntos sin jerarquías ni estructuras, tejiendo y destejiendo pactos a cada momento, teniéndonos en cuenta los unos a los otros no en función de quiénes somos, sino de lo que nos ocurre.
Comunicación
La calle, la plaza, el parque público, el colectivo, el andén, el mercado, el vestíbulo de cualquier estación son espacios comunicacionales. La conducta colectiva en el espacio urbano visto como espacio para un tipo de acción social en que el movimiento estructura, puede adoptar dos modalidades: las movilidades y las movilizaciones. Las movilidades están integradas por cambios de posición difusos y moleculares. En el caso de las movilizaciones, ese personaje central de la vida urbana –el simple peatón– alcanza unos niveles máximos de protagonismo, en tanto que se apropia, con otro como él, del espacio público para hilvanar sobre él un discurso que le permite decir una cosa, hacer proposiciones, llevar a cabo interpelaciones, emitir enunciados. Se trata no de hablar en voz alta y a coro por la ciudad, sino a través de ella, como si sus lugares no fueran sólo puntos en una mapa, sino los elementos moleculares de un lenguaje. La calle se convierte de este modo y en un sentido literal es un espacio abierto. No sólo por su accesibilidad, sino sobre todo por su disponibilidad semántica, que hace de él una suerte de pizarra.
Manifestación
Desde el punto de vista de la teoría política, la manifestación de calle concreta el derecho democrático a expresar libremente la opinión, derecho personal ejercido colectivamente. A través de él, las personas pueden apoyar a veces, pero mucho más frecuentemente oponerse a los poderes administrativos o a cualquier otra instancia por medio de una asociación transitoria que se hace presente en un sitio de paso público, apropiándose de él u ocupándolo. Ese espacio público deviene así, en efecto, en público, en el sentido ilustrado del término, es decir en espacio de y para la publicidad en que personas que se presumen racionales, libres e iguales se visibilizan para proclamar su verdad con relación a temas que les conciernen. La manifestación de calle implica una de las expresiones más entusiastas y activas de participación política y de involucramiento personal en los asuntos colectivos, así como una modalidad especialmente vehemente y eficaz de control social sobre los poderes públicos. En ese sentido la manifestación de calle no glosa las condiciones del presente para acatarlas sino para impugnarlas y por eso se convierte en uno de los instrumentos predilectos de los llamados movimientos sociales, es decir corrientes de acción social concertadas para incidir sobre la realidad y transformarla. Los movimientos sociales, en efecto, mueven y se mueven: mueven o tratar de mover la realidad y lo hacen a base de moverse topográficamente en su seno.
Intermediación
Si el Estado y las diferentes esferas gubernamentales tienen su teatro, ese dispositivo de efectos escénicos que dibujan lo que Marc Abeles2 ha llamado “el círculo mágico” alrededor de los políticos, lo mismo podría decirse de instituciones al mismo tiempo fundamentales e hiperabstractas como el pueblo, la ciudadanía o la opinión pública… es decir todo aquello que se supone que el sistema político representa. En las manifestaciones se suscita la imagen de que todos esos personajes no son entidades protagonistas pero pasivas, que se limitan a depositar su voto en una urna cada equis tiempo, sino un conjunto de individuos que pueden tomar la determinación de hacer oír su voz directamente, sin la intermediación de sus mediadores políticos. Se entiende, por todo ello, que cuando una colectividad quiere proclamar alguna cosa lo hace preferentemente en el centro y no sólo por sus virtudes magnificadoras, ni porque allí residan las instancias políticas interpeladas, sino por la propia elocuencia que se atribuye a un territorio donde pasa todo aquello que permite hablar –en el sentido que sea– de una sociedad urbana.
Público
Los encontramos ante lo que convierte el espacio urbano en espacio verdaderamente público en el sentido moderno del término, es decir como espacio al servicio de la libertad de palabra, también de cuestionamiento sin trabas a cualquier forma de autoridad y de denuncia de abusos, institucionalización escénica de la crítica pública con relación a los asuntos públicos.
Derecho
Parecería que las convocatorias públicas están destinadas a generar acontecimientos mediáticos, pero de hecho, más allá de la función inmediata, la acción política en la calle constituye una modalidad de democracia directa y radical, en la que son los propios afectados los que se consideran legitimados para hablar de sí mismos y sin el concurso de mediadores orgánicos institucionalizados a través del voto, ni usando los “conductos reglamentarios” que prevén el sistema parlamentario y la burocracia administrativa. Se trata, al fin y al cabo, de una denuncia de lo que Pierre Bourdieu llamó fetichismos de la delegación. También una manera de advertirnos que la lucha democrática es una lucha por el derecho a hablar en voz alta y para que todos oigan lo dicho, de tal forma que la manifestación funciona como una conquista de la palabra.
Ciudadano peatón
Patria absoluta del acontecimiento, su protagonista es un personaje al mismo tiempo vulgar y enigmático: el peatón, el transeúnte, que de pronto decide usar radicalmente la calle, actuarla, decirla diciéndose y que, haciéndolo, se apropia de ella. Aunque acaso fuera mejor decir que, sencillamente, la recupera.
Democracia furiosa
A pesar de la exclusiones y las vigilancias que la afectan, la vida en la calle es el proscenio natural para la enmacipación, la redefinición y el cambio. Los espacios abiertos de las ciudades son ya, ahora mismo, ese escenario que ampara y excita la comunicación humana, los contrabandistas culturales en todas las direcciones, la generación de redes solidarias. Ahí afuera, al ras del suelo, proliferan las transversalidades e hibridaciones que son nuevos motivos para reconsideración de esto, de aquello, de todo. Cada acto de traspasar la puertas –cualquier puerta– hacia el exterior es una nueva oportunidad para la deserción o el desvío. En ese ahí afuera –a pesar de todas las vigilancias que se pasan el tiempo escrutándolo– se conocen o están por conocer formas de cohesión espontánea capaces de hacer tambalear cualquier estructura, a disposición de sectores sociales para los que la democracia es todavía sólo una palabra. Y es ese ahí afuera, a la intemperie, donde se van a registrar –seguro– nuevos pasos en pos de la conquista de una ciudadanía sin excepciones, entendiendo ciudadanía no como una entidad pasiva, sino como un tema central de y para una práctica incansable e infinita en aras de la igualdad, como estrategia hacia una democracia furiosa y como argumento inagotable para la desobediencia.
Infancia
Los niños aparecen hoy expulsados de aquello que fue un día su imperio natural: la calle, ámbito de sociabilización que había resultado fundamental y del que ahora se les preserva para proteger la falsa pureza que la caricatura que de ellos hacemos se les atribuye. Acuartelándolos en la casa o en la escuela, concentrándolos en espacios singulares para el consumo y la estupidez, sometiéndolos a toque de queda permanentemente, los protegemos de la calle al tiempo que protegemos a esa misma calle –ahora más desierta de niños– de la dosis supletoria de enmarañamiento que los niños siempre están en condiciones de inyectarle. Negándoles a los niños el derecho a la ciudad se le niega a la ciudad mantener activada su propia infancia, que es la diabólica inocencia de que está hecha y que la vivifica.
Revelación
Salir a la calle es salir de nuevo a la infancia. Vivir el espacio es jugar en él, con él, a él. También nosotros desobedecemos a veces, como los niños siempre, las instrucciones que nos obligan a distinguir entre nuestro cuerpo y el entorno en que se ubica y genera. Es cierto que hay adultos que ya han dejado definitivamente de jugar. También lo hay que nunca han enloquecido, que no han bailado o que no se han dejado enajenar por nada o por nadie. Los hay también que no tienen nunca sueño y no sueñan. Todos ellos tendrán razones para descubrirse a sí mismos como lo que son: el cadáver de un niño. Ninguno de ellos sabe lo que saben los niños. Se nos vuelve a revelar algunas veces de mayores, cuando caminando por cualquier calle de cualquier ciudad nos descubrimos atravesando paisajes secretos, entendiendo de pronto que los cuerpos y las cosas se pasan el tiempo tocándose y que nada, nada, está nunca lejos.
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El arte de la participación
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El día de los lápices
Alumnos, padres y docentes de esta escuela porteña a la que concurren 2.500 chicos que tienen entre 5 y 20 años, sostienen una batalla para defenderla de un deterioro que huele a corrupción. Confirmando sus peores pronósticos, el flamante techo de una de las aulas se cayó el domingo 3 de junio y desde entonces ganaron la calle con movilizaciones y asambleas para exigir una solución. Ésta es la historia de las absurdas respuestas que les ofrecieron los funcionarios, las oscuras redes de negocios que descubrieron, y de cómo se organizaron, impulsados por un Centro de Estudiantes que es para los adultos la demostración de que no todo está perdido. El lema de esta movida: “Que la educación pública no sea una utopía”.
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La pastilla para portarse bien
Ritalina. Es el psicofármaco pediátrico más recetado. En Estados Unidos es una plaga y aquí, una tendencia peligrosa: según los registros, ya se duplicó la importación de la droga. Los especialistas alertan sobre el diagnóstico irresponsable de un síndrome que parece inventado por los laboratorios, para tranquilidad de maestros y padres.
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