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Lisandro Aristimuño: La buena noticia

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Sus canciones soplan con identidad patagónica. Compone con una inspiración: “Menos es más”. Y crea temas que tienen más clima que rima. Así hizo su propio trayecto este músico que recorrió el largo camino de la independencia hasta llegar a donde quiere estar. Bienvenidos, entonces, al universo de Lisandro Aristimuño, un delicado mundo de sonidos donde es posible disfrutar.

Lisandro Aristimuño: La buena noticia

por Sergio Ciancaglini. Lisandro Aristimuño tiene varios problemas:
1) Es joven, en tiempos en los que la música reivindica al geriátrico.
2) No fue fabricado en ningún reality.
3) No está de novio con una actriz o una vedette, sino con su novia.
4) No hace productos, sino canciones.
5) Está a favor de la piratería.
Se trata acaso del autor más original e interesante surgido en Argentina en lo que va de este estrambótico siglo. No escribe himnos ni jingles, otro de sus problemas. No predica ni grita, cuenta. Es serio, parece tímido, sabe lo que quiere: “Me siento más como un artesano”, dice. Tal vez sus temas son entonces como collares, anillos o aros que acompañan sin pesar ni pesares. La música que podría sonar en esos momentos en los que uno se queda hipnotizado ante ciertos rayos de luz, la lluvia, o un recuerdo.
Cada oreja irá detectando en cada canción una genética de rock, bossa nova, folklore, blues, García, Mozart…, lo que cada quien encuentre, transmitido con sonidos digitales o la calidez de un cello.
Con eso, sin disfrazarse de lo que quieren las discográficas y sin considerar que Buenos Aires sea el centro del universo, Lisandro ha ido tejiendo una red que muestra que más que hacerloquedicenquehayquehacer, conviene aprender a escucharse. Lleva tres discos editados –Azules turquesas, Ese asunto de la ventana y 39º–; hace ya tiempo que vive de la música y construye un enigma: ¿se puede crear y vivir sin depender de los holdings mediáticos, discográficos y esdrújulos?
Cuando habla sobre la actualidad dice: “Odio a la derecha, odio que privaticen todo, estoy totalmente en desacuerdo con gente como Macri”. Se rebela también frente a temas menos “políticos” como el sometimiento que implica para millones de jóvenes el pago de un alquiler para tener donde vivir, o los ruidos de la ciudad. Me muestra dos taponcitos azules. “Me los pongo en los oídos para salir a la calle.” Lisandro no es obvio: en ningún caso hará temas quejándose o denunciando explícitamente al ruido ni a la derecha. “Me parece que ayudo a que las cosas cambien haciendo canciones que le sirvan a la gente para saber que no está sola.”

Yendo del noviazgo al living
Nació en Viedma, Río Negro, hace 29 años. Su padre es arquitecto y director de teatro. Su madre es actriz. Lisandro es el segundo de cuatro hermanos, en una familia donde los padres trabajaban juntos, y la idea del emprendimiento familiar era melodía cotidiana. Hoy Lisandro trabaja con dos de sus hermanos. “Cuando era chico a mi padre lo trasladaron en el trabajo, y la primaria la hice en Luis Beltrán, cerca de Choele-Choel. Después volví a Viedma para el secundario.” Ya le gustaba la música: “Mis viejos me cuentan que cuando era chiquito, ponían música y yo iba a abrazar los bafles”. En aquellos tiempos había 33 revoluciones por minuto, al menos en los discos de vinilo. Lisandro podía abrazar al jazz, a Yupanqui, o a los Beatles, con coros de su madre desde la cocina. Aprendió desde siempre que todo puede ser valioso: “Violeta Parra y Björk”.
Al volver a Viedma y empezar el secundario hizo dos cosas cruciales: se puso de novio y comenzó a explorar una guitarra. Además del amor y el noviazgo, la sensibilidad de Lisandro había sido preñada por el primer disco que le ganó el alma: Yendo de la cama al living, de Charly García. “Fue lo primero que descubrí yo mismo. Ya era un disco viejo, pero era impresionante. García era genial, pero creo que es más genial todavía ahora.”
Al tiempo, el joven Aristimuño empezó a tocar covers en los bares de Viedma, interpretando a Soda, Virus, Spinetta, Fabulosos Cadillac. Sus grupos fueron Marca Registrada y La Bisogna. “Había muchos conjuntos, eran como equipitos de fútbol, los bares aprovechaban eso y te ponían a tocar todos los viernes.” No florecían demasiados cantantes: “Así que me largué. Iban las chicas del secundario a verte, era un juego”. El muchacho iba afinando esa voz con eco spinetteano dulcificado por una dosis de bagliettismo, revuelto en lisandrismo puro (o lo que cada oreja decida recordar cuando lo escucha).
Los discos de Hugo, su padre, seguían emitiendo sorpresas. “Había folklore, que también me gustaba. No es que se escuche folklore en el sur sino que se escuchaba en mi casa. En Viedma la mayoría de la gente escucha música chatarra. Shakira, productos masivos. No hay disquerías así que la música se vende en los supermercados. Góndolas de discos de Sony, emi, las multinacionales, nada interesante.” (Las disquerías son un rubro poco rencoroso, nunca respondieron vendiendo bananas, gaseosas, jabones ni fiambres.)
La primera canción compuesta por el pequeño Lisandro se llamó Cielo negro, y tenía toda una historia: “El río Negro desemboca en el mar cerca de Viedma, en un balneario que se llama La Boca. Es un río con olas, que sube y baja con la marea. Un barco derramó petróleo y todos estábamos alterados con eso, porque morían los peces y los lobos marinos. Era una canción ecológica, muy inocente”. Más que cantar inocencia, Lisandro estaba perdiéndola: ya empezaba a oler la dócil relación entre petróleo y muerte.

El conservatorio y el casino
Lisandro terminó el secundario y, al revés de lo que venía ocurriendo con generaciones enteras de jóvenes, decidió marcharse de casa. Salir a hacer su propia vida. Viajó a Mendoza, su novia a Santa Fe. Se escribían y se hablaban. La vida no era fácil: “En Mendoza me costaba conocer gente para hacer música”.
Tuvo allí dos oficios: pintor de casas, y vendedor de máquinas para cortar el pelo. Pudo tocar con una cellista mendocina: “Graciela Prado, una genia, buscaba un bajista y me aceptó”. Intentó estudiar composición. “Duré un mes, me aburrió muchísimo.” Pintaba casas y vendía rapadoras sin excesivo éxito ni alegría. En el verano volvió a Viedma, se reencontró con su novia. Ella volvió a viajar. La pareja empezaba a ser resistente a la distancia. Lisandro resolvió cambiar de destino, y probar suerte en General Roca. “Allí hay una villa artística, súper moderna, tipo la película Fama, medio elitista pero por lo menos pensada para el lado del arte, con profesores rusos, alemanes. Intenté otra vez estudiar composición.” El lugar es el Instituto Nacional Superior de Artes, que alberga a la Fundación Cultural Patagonia, un lujo donde fluyen la música y la enseñanza. Pero Lisandro no funcionó allí. “Me aburrí muchísimo. Sacaba buenas notas pero era como ir a aprender a andar en bicicleta después de haber andado mucho solo por el barrio y el campo. Vas y te explican cómo se fabrica una goma, pero vos lo que querés es andar en bici y sentir el aire en la cara.” (Cuando lo explica, sin proponérselo deja flotando un dilema: el instituto genera excelentes intérpretes de las partituras que hacen otros. ¿En qué medida los estudios avanzados de cualquier área en Argentina no repiten ese modelo de muchos intérpretes y pocos creadores, mucha goma y poco viento?) Lisandro: “El problema es que lo hacían todo muy cuadrado, matemático. Poné re-re, mi-mi, bla-bla, y te sale tal cosa. Gente muy antigua dando clases, muy cerrados en lo clásico, en Mozart que es un genio, pero sin pensar que también podrían dar algo para entusiasmarte más. Yo no pude. Tenía 16 años, todas las pilas, y quería otra cosa. Duré dos meses”.
Escena siguiente: Lisandro Aristimuño con ropas brillantes y peinado impecable, se presenta a tocar en lo que él mismo llama El Lugar Macabro o La Boca del Lobo: el casino. “Como dejé de estudiar música y mi viejo no me mandaba más guita, enganché con un amigo que tocaba en los casinos del sur. Fernando Barilo, un solista grosso que sigue tocando. Yo lo acompañaba en coros y guitarra eléctrica. Era mejor que pintar paredes. Tocábamos latino, o lo que fuese, a pedido del público.” Podían ser tangos, boleros o música de góndola. “Te imaginás que la gente iba a jugar, y de golpe nosotros éramos parte del show mientras tomaban un whisky, pero a nadie le importaba nada.”
Para Lisandro la gracia de esa época no estuvo en el trabajo, sino en los trayectos: “Nos recorrimos la Patagonia, íbamos por todos los casinos en esa camioneta a la que llamábamos la chanchita, como unos hippies que escuchábamos música y conocíamos lugares increíbles, algo medio quijotesco. Yo me hacía esa película. Llegábamos a un lugar, nos vestíamos para el show, y a tocar”. Esa película sobre jóvenes apostando al futuro entre damas y caballeros apostando a segunda docena, alguna vez debería filmarse. (Un detalle: los casinos de la Patagonia donde tocaba Lisandro pertenecen a Casino Club, de Cristóbal López, el empresario kirchnerista que ahora también es petrolero, dueño de medios de comunicación, de las tragamonedas del hipódromo de Palermo, y del casino flotante porteño. Todas las oscuridades de esa historia están narradas en la edición 5 de mu.)

Cómo hacer
Miraba la chanchita por la Patagonia. Comodoro Rivadavia, Caleta Olivia, Trelew, Río Gallegos, Rada Tilly, Playa Unión. “Mate, charla, y conocer toda esa belleza. Tocábamos los fines de semana, después yo me compraba instrumentos en Neuquén. Componía, grababa, les mostraba a mis amigos. En el año 2000 no aguanté más y decidí presentarme en vivo en el teatro que tenía mi viejo en Viedma.” El Tubo era un teatro under, independiente, donde podían entrar unas 50 personas. Por vía paterna tenía solucionado ese tema. “Hice una gacetilla y la repartí en las radios. Fui al diario Río Negro, les dije que iba a tocar, por si les interesaba hacerme una nota. Dijeron que sí y salió. Además, mínimamente era conocido de tocar covers.” Hubo dos conciertos en El Tubo y Lisandro se sintió feliz. “Fue como una vomitada, no aguantaba más la necesidad de mostrar mis canciones, ni el laburo de tocar en el casino y dije: es el momento.”
En 2001 volvió a irse, esta vez a Buenos Aires. Un detalle que conviene rescatar a esta altura: su noviazgo seguía siendo con aquella chica de Viedma, Luz, que hoy además es su manager. “Era un amor de terminal, muy fuerte, juntaba plata para ir a verla, o nos encontrábamos en el verano. Cuando me vine a Buenos Aires nos instalamos en Palermo. Ella estudiaba Comunicación, y yo hice un curso para maestro jardinero, para poder trabajar en algo si me iba mal con la música.” Lisandro alcanzó a cantar en algunos cumpleaños de 15, pero pronto surgió un disco, Azules turquesas, donde pintaba colores ya no en las paredes.
Los comentaristas empezaron a percibir toques folk, madera noble de cellos y zumbidos electrónicos. “No hay una fórmula de meter un poco de esto y de aquello, como una receta. Yo respeto demasiado a la música y no quiero armar un producto: quiero sentir lo que hago.”
¿Cuál es el secreto para que un rionegrino que pintaba paredes y tocaba en los casinos llegue a Buenos Aires, viva de lo suyo, y empiece a crecer como para editar tres discos y recorrer el país con sus conciertos? Lisandro reconoce que no sabe muy bien qué contestar: “Te puedo explicar lo que hice. No conocía gente, así que grababa solo en la computadora con todos los instrumentos digitales. Pongo la batería que tiene la máquina, suponete. Después empecé a conocer a los músicos, y fui intercalando cada arreglo de guitarra, bajo, cuerdas”. Luego hay que conseguir compacts vírgenes, un marcador y una mochila. “Grabé 40 copias, les puse nombre, mail y teléfono con el marcador, las metí en una mochila, y me fui a recorrer todas las discográficas que encontré por Internet.”
Lisandro se topaba con secretarias y ejercía los buenos modales: “Buenos días, soy músico, vengo a traer un disco. Era en plena crisis y me decían: si querés dejalo, pero no editamos ni a Diego Torres”. Finalmente encontró una productora con el nombre que podría tener también la historia de su amor: Los Años Luz. Y así editó el primer disco. Retomando lo que veníamos hablando, dice: “Me parece que la diferencia consiste en valorar tus canciones o valorar la fama”.

Algunos secretos
Lisandro Aristimuño pertenece a una generación proclive a la llamada piratería musical. “Yo estoy súper a favor de eso.”
¿Pero no te perjudica?
No, para mí es una forma de abrir y de lograr, siendo independiente, llegar a lugares donde el disco no llega. A mí me interesa que llegue la música, no ganar plata.
Las empresas se ponen en contra diciendo que defienden a los autores.
Cosa de multinacionales, no de artistas independientes. No estoy de acuerdo con eso de que el disco es cultura. El disco es un plástico. Las canciones son lo de adentro. Ésa es la cultura.
¿Y de qué vivís?
De los conciertos, ése es mi “sueldo”, y si a alguien le gusta lo que hago capaz que algún disco se compra.
Sus conciertos van recorriendo el país como si anduviera aún en la chanchita. En Buenos Aires ya reúne a casi mil personas cuando se presenta en lugares que van quedando chicos, pero también puede ir a cualquier provincia, y se ha hecho oír en España. “La principal cuestión es que tengas algo para decir.” No le apasiona que lo incorporen a núcleos posibles de autores como Jorge Drexler, Kevin Johansen, Paulinho Mosca, aunque reconoce sintonías. “Lo que pasa es que en los 80 y 90 pesaba el estilo, la apariencia. Soy punk, soy esto o aquello. Hoy lo que lidera todo es la canción. La gente necesita canciones. Pero cada uno lo hace a su manera.” Aire de la época: el contenido empieza a ganarle batallas a las etiquetas.
Lisandro no es lineal: “Veo un documental sobre milicos, y si hago una canción, intento no decir milico hijo de puta sino entrar en el juego del arte”. ¿Y cómo definir ese juego? “Con Gabo Ferro, que es un músico y un tipo bárbaro, charlábamos una teoría: menos es más. Yo busco eso, despojar las canciones, llegar a mucho, con poco. Me gusta la poesía de Alejandra Pizarnik, esa sencillez. Y el folklore, que tiene un formato cortito. Soy así en la vida, no soy ambicioso.” Menos es más, significa desembarazarse de la pesadez, la viscosidad, el aturdimiento, la tristeza. Quizá tenga que ver con el vuelo, la movilidad, la luz y la fluidez.
Lisandro me muestra sus compras más recientes, que extrae de la mochila. Un disco de James Taylor y otro de Chris Cornell. Lo mío, en cambio, es una pirateada de un disco de un tal Aristimuño, para sentir hasta dónde vuelan esas artesanías que Lisandro reveló en apenas tres palabras: menos es más.

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