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Arma de diversión masiva

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La bomba de tiempo. Un seleccionado de percusionistas se unió para crear una movida que, literalmente, sacude al público. Basado en la improvisación, un lenguaje de señas y la comunión que logran con los devotos seguidores, el método ya hace escuela.

A lgún distraído podría confundir a Santiago Vázquez con un traductor para hipoacúsicos. Parado en medio del escenario no deja de hacer frenéticas señas con sus manos. Pero un detalle rescata al distraído del mal entendido: el hombre está de espaldas al público. Los gestos sólo van destinados a los 17 músicos de La Bomba de Tiempo, una especie de dream team de los percusionistas de Buenos Aires que hace vibrar al Centro Cultural Konex.
Desde hace poco más de un año, esas dos horas de improvisaciones semanales se transforman en un verdadero ritual. Cada lunes a la noche –día en que los teatros suelen estar cerrados– mil cuatrocientas personas se mueven sin cesar en las penumbras de una inmensa sala despojada, donde sólo hay un escenario y unas cuantas columnas de cemento que sirven para sostener el techo y para dejar apoyadas decenas de mochilas. Ni uno solo de los asistentes puede resistirse a la energía que emana de los tambores. Unos bailan con gran despliegue, formando una ronda irregular en una esquina de la sala. Otros prefieren danzar con una pareja, sea propia o armada espontáneamente para la ocasión. Están los que eligen acompañar el ritmo en soledad, meneando la cabeza y los hombros; y también aquellos que mueven las caderas sin pudor. Aun los más tímidos no pueden evitar seguir la música golpeando la planta de los pies contra el piso con sumo disimulo. Cuando La Bomba de Tiempo estalla, nada queda en su lugar.
“Buenos Aires no tenía una tradición de percusión autóctona y convocante. Faltaban grupos que se abrieran a la comunidad y experiencias que pudieran reunir al público con la sola ilusión de bailar, sin importar diferencias sociales, ideológicas o estéticas. Ser parte de la cultura, en vez de meros espectadores o consumidores”, explica Vázquez, creador y director de La Bomba. “Lo que sucede en el público nos afecta –subraya–, el resultado de la improvisación es el producto de la comunicación con la gente. El público es tan parte de La Bomba como lo somos nosotros mismos.”
Entre el público y los músicos se crea un espacio de verdadera comunión, inspirado tal vez en lo que son las escolas do samba de Brasil, o en las comparsas uruguayas. Por eso, Vázquez no define lo que sucede allí como un espectáculo, sino como un acontecimiento. “Se crea un espacio de identidad social, donde la gente va a encontrarse, a bailar junto a otros.”
Vázquez considera que para generar un espacio de estas características era imprescindible crear una música que represente como ninguna otra el lugar y el tiempo donde se desarrolla. “Debía ser una obra genuina y no existe una música que represente mejor el aquí y ahora como la improvisación. No hubiera podido lograrse imitando estilos o simbologías de otras épocas y lugares, tampoco imponiendo un estilo creado en un laboratorio”, dice y agrega: “La improvisación me apasiona, es una práctica fundamental que te obliga a estar despierto, requiere un estado de alerta permanente, y de mucha sensibilidad, porque si uno se duerme deja de haber música”.
El acontecimiento que genera La Bomba es sumamente despojado. En el escenario no existen los juegos de luces, tampoco una escenografía que resalte la puesta en escena, ni siquiera un vestuario que dote de identidad a los percusionistas. Mucho menos hay una composición de personajes. Se trata simplemente de 17 músicos haciendo música. “Es mitad por decisión propia y mitad por imposición de los recursos. Nos interesaba mostrarnos a nosotros mismos, tal cual somos y haciendo lo que nos gusta hacer. Después queríamos que la gente tome el lugar, esa enorme y vieja fábrica, con paredes libres. Era ideal para que corran, bailen, griten, se sienten, se paren, entren y salgan cuando quieran. El público tenía que tener un lugar de expresión que no podía requerir extremo cuidado. Esto no quiere decir que mañana no decidamos desarrollar un concepto escénico. Hoy es una puesta muy cruda y popular, somos lo que se ve”, señala Vázquez.
 
Dígalo con mímica
Vázquez no es sólo el director del grupo sino también el inventor de un inédito lenguaje de 70 señas que representan el marco conceptual dentro del cual los músicos improvisan. Cada una de ellas funciona como un disparador, pero son los percusionistas los que definen el rumbo de cada tema, que puede ser extremadamente corto o deliciosamente largo (algunos superan los veinte minutos). “Por ahí el director tiene algo en mente cuando realiza una indicación, pero choca con lo que toca el músico y tiene que ir en otra dirección. Hay un ida y vuelta permanente”, confiesa Vázquez, que demoró diez meses desde el momento en que pergeñó la idea hasta que pudo plasmarla. “Lo que posibilita la dirección con señas –explica– es organizar la improvisación de manera clara. Pero en realidad, todo termina en un diálogo constante e imprevisto entre el músico, el director y el público.”
El director de La Bomba había transitado por una experiencia similar –improvisación dirigida mediante señas– cuando creó el Colectivo Eterofónico, una pequeña orquesta que investigaba la armonía y los timbres, inspirada en la obra de Butch Morris, pionero de la conducción improvisada y uno de los principales innovadores en la confluencia del jazz con la música clásica. Pero Vázquez, percusionista al fin, quería probar con el ritmo –“Me faltaba el baile”, cuenta– y por eso soñó con reunir a los mejores percusionistas que conocía.
A todos los invitados los sedujo la idea de tocar en ese seleccionado. Se reunieron por primera vez en el estudio que Vázquez tiene en Palermo, rodeados por todo tipo de tambores, un piano y una computadora. Pero aquel encuentro inicial no empezó como había sido soñado. “En el primer ensayo estaban todos esos músicos maravillosos en mi sala, todos con sus instrumentos esperando que les dijera qué hacer. Y yo no tenía ni una nota escrita para que ellos tocaran. Hicimos el primer intento de improvisación, como para romper el hielo –sin siquiera hablar todavía de señas– y el resultado fue catastrófico. Por unos minutos pensé que todo había sido un gran error.”
Tratando de no mostrar su desánimo, el director comenzó a explicar tres señas básicas. Con sólo esos elementos, el grupo empezó a improvisar de nuevo. Hacia el final del ensayo, la desazón había trocado en entusiasmo. En cada encuentro Vázquez proponía una nueva seña y el resto de los músicos se la iba apropiando. “El lenguaje grupal tardó en desarrollarse, porque para una construcción colectiva se requiere elaborar un código compartido. Al principio, no sabíamos bien qué implicaba tocar todos juntos”, reflexiona el director.
Tras dos meses de prácticas, decidieron abrir los ensayos al público. Para la propia sorpresa, esos encuentros se convirtieron en grandes bailes colectivos que comenzaron a transformarse en liturgia. Cuatrocientas personas seguían al grupo todas las semanas. El primer show oficial se planeó para mayo del año pasado, pero –efecto Cromañón mediante– tuvo que postergarse porque nunca llegaron los inspectores que debían habilitar el lugar.
 
El semillero
Como consecuencia de la convocatoria, el grupo decidió fundar su propia escuela donde entrenan en ese arte que dieron en llamar “improvisación consciente”. Ciento cuarenta alumnos asisten semanalmente a ese galpón ferroviario ubicado en Yerbal y Donato Álvarez que sirve, además, como centro de investigación y experimentación.
Esos alumnos se reúnen los lunes en el Konex, una hora antes del espectáculo, y hacen las veces de teloneros. Arman un círculo debajo del escenario y comienzan a batir tambores, dirigidos por las señas que hace alguno de ellos. A medida que el público llega, va entrando en clima con la previa. “La idea es que haya varios grupos expandiendo la movida, que pueda seguir viva más allá de nosotros”, argumenta Vázquez. Con modestia, dice que no inventó nada, a lo sumo conectó cosas que ya existían. “Los inventos siempre unen elementos preexistentes”, define. Sobre el escenario, los músicos parecen imbuidos con esa misma filosofía. “El percusionista está acostumbrado a ser el único de su especie en un grupo. Acá, en cambio, cada uno tiene que aportar un ladrillito para armar un todo. Y se da naturalmente, porque disfrutamos mucho de lo que hacemos. Hay respeto y admiración mutua. Si cada uno tuviera la necesidad de mostrar todo lo que es capaz de hacer, se haría muy difícil trabajar con el otro”, advierte Vázquez.

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