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El loco de la azotea: Carlos Briganti, el reciclador

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Construyó una huerta agroecológica en la terraza de su PH en Chacarita. No invierte un peso porque todo lo recicla de la calle. Editó un libro en el que cuenta cómo se hace. Cómo ganar tiempo, salud y alimentos sanos en medio del caos urbano y extractivo. Por Lucas Pedulla

El loco de la azotea: Carlos Briganti, el reciclador
“Esta es una huerta autosustentable en medio del cemento de Chacarita”, dice Carlos Briganti, conocido como “el reciclador”, mientras sube a su terraza de 60 metros cuadrados a unas pocas cuadras de la estación Lacroze, Buenos Aires. Desde allí, lo que se escucha impacta menos de lo que se ve: hay morrones y cebollas que salen entrelazadas de tachos de pintura, lombrices californianas que trabajan humus en enormes recipientes llenos de restos orgánicos que cualquiera llamaría basura, y un banano que florece desde dos neumáticos.
Sí, desde dos neumáticos.
“Son muy buenos para hacer macetas”, explica Carlos. “Primero, porque no pesan. Y segundo, las podemos poner bajo el sol porque los rayos UV no las comen. A esos tachos de plástico, de donde ves que salen acelgas y zanahorias, sí. Te duran 5 años: primero se les rompe la manija, después la solapa y luego se destruye. Con la cubierta, no: puede impactar una bomba atómica, vos desaparecés, pero la cubierta queda. ¿Qué quiere decir eso? Que es la mejor opción que hay para plantar lo que quieras. Un recipiente en un supermercado no baja de 700 pesos. Esto es gratis: me lo da la calle”.
El sistema parece sencillo: la planta sale perfecta desde dos neumáticos apilados. “La goma de arriba está vacía, pero me protege del viento. Hacés una barrera”.
¿Y ahí también tirás las semillas que comprás?
No necesito comprar semillas: las produzco yo mismo.
Ok.
Con ustedes, el loco de la azotea.

La verdad de la batata

arlos Briganti tiene 55 años, es uruguayo y hace 35 que reside en este PH de Chacarita. Nació en Montevideo y se crió en una zona casi sububurbana. Hizo su primera huerta en la escuela, de adolescente fue “un chacarero con tractor”, y luego viajó a Buenos Aires: de la hectárea del campo pasó al cemento porteño. Cambió de oficio. “Me dediqué a todo lo que tiene que ver con la construcción. Soy plomero”, se define.
En 2010 empezó a dar clases de plomería a mujeres en el Sindicato de Aguas Argentinas. Allí enseña  los jueves, y los martes dicta electricidad. Pero también tiene sus clientes personales que cuida hace más de 30 años porque -dice- sólo de la docencia no puede vivir. “Igual a esta edad no tengo obligación de hacer nada que no me guste. Enseño plomería con pasión. Dar clases es muy gratificante. Y esta es una batalla que ahora hay que dar en la ciudad”.
La historia indica que la batalla arrancó cuando dos de sus cuatro hijos le comunicaron que se harían veganos. “A partir de los saberes que tenía comencé por mostrarles un camino diferente, y el ejemplo concreto es lo mejor que uno puede hacer: empecé a plantar”.
Carlos dice que, en realidad, ese motivo fue una excusa. “Yo vengo del campo, de esa impronta. Mi primera herramienta fue un caballo y un arado. Y mis primeros conocimientos fueron ancestrales. Por eso, uno empieza a decirles a sus hijos: ‘No comas esto porque está fumigado’. Yo iba a la verdulería y me peleaba porque sabía que la batata que me vendían no era fresca. Lo que pasó acá es que se alinearon los planetas. Cuando uno tiene un discurso progresista y quiere cambiar el paradigma, como dice Vandana Shiva, primero tenés que producir tu propio alimento”.
El campo de batalla de Carlos fue su terraza.

El método Briganti

mpezó a estudiar. El agricultor y filósofo japonés Masanobu Fukuoka fue uno de sus principales inspiradores: dentro de la permacultura ideó un sistema de cultivo llamado “agricultura natural” que consiste en reproducir las condiciones naturales de forma tan fiel como sea posible. Carlos lo explica con paciencia oriental y método docente: “Inventó un sistema de producción basado en el desorden y en la mezcla. Acá todas las especies conviven: zanahoria y un limonero. Diente de león, abas, apios, puerros. Zapallo y acelga. Todo mezclado. ¿Qué puede pasar? Que alguna verdura no prospere, entonces la saco y la pongo en una de las diez composteras de 200 litros que tengo. ¿Qué son? Todo el material que me sobra, el excedente de la huerta, va a estos recipientes. Yo fundé el club de compostaje: la gente me trae los tachos de 20 de residuos orgánicos”.
Como si esta entrevista formara parte de un guión previo, Carlos se detiene porque desde la terraza de al lado lo llama un vecino que tiene un tacho en la mano. A Carlos se le ilumina la cara y le agradece con una sonrisa. Abre la tapa y enseña: “Todo esto es orgánico: acá ves café, yerba, cáscaras de fruta y verdura. Todo lo pongo en estos tachos”. Los abre: están llenos de lombrices. “¿Las ves? Hay caracoles, babosas. Acá hay vida. Y todas están trabajando y comiendo. Cuando la compostera se llena, sigue el proceso”.
Carlos agarra esos residuos con las dos manos. Las lombrices bailan entre sus dedos. “Es humus de lombriz sin pasar por el servidor. Todo esto es comida que vos tirás todos los días. Las millones de personas de la Ciudad tiran miles de millones de kilos de basura, pero no saben que esto después pasa por un tamiz y podés sacar hasta 140 kilos de humus. Todo de acá y sólo en seis meses. ¿Para qué? Ahí ves nabos, acelgas, espinacas, arvejas, remolachas, rabanitos. Todo el tiempo hay producción de algo”.
Todo el tiempo hay vida.
Y las lombrices siguen bailando. “Este es el sustrato que yo trabajo después para la tierra”, dice Carlos y muestra otro tacho lleno de cebollas de verdeo que plantó al rescatar lo que tiraba el verdulero del barrio. Muestra la tierra. Su tierra. Apoya un dedo que se hunde: la tierra se regenera como si fuera un colchón. “Ves que es homogénea, esponjosa. Ya tiene incorporadoel humus. Tiene resaca de río o viruta quemada, todos elementos llenos de nutrientes. Es comida abundante para que esto florezca”.
Carlos pide que se lo siga para mostrar uno de los elementos para tamizar. “Es un sistema holandés”, dice serio. Y muestra una tapa de ventilador que sacó de la calle: “Pasa que si digo que es un sistema europeo, la gente te respeta”. Y sigue: “Para mí esto es oro en polvo. Yo después hago biofertilizante porque lo cuelo. Y todo lo junto de la calle. La calle me brinda todo esto. Acá no hay un mango invertido: es todo de afuera. Todo oro. Todo sirve. Este es mi sistema. Soberanía alimentaria es reciclar todo esto”.

Dispersar el poder

Explica qué es la soberanía. “No necesito comprar semilla. El que tiene el poder de la semilla tiene el poder de la alimentación. Por eso las grandes compañías como Monsanto, Bayer o Syngenta aprovechan para ser dueños. Esta terraza es subversiva, y si se enteran me mandan un helicóptero y chau, me van a pedir licencia. ¿Para qué? ¿Para plantar? Otros te dicen que la soberanía no es fácil. Pero lo es. El humus de lombriz está hecho con lo que vos comés. Esto cambia el mundo. No necesita fertilizante. ¿Y cuál es el secreto? Desparramar. Tirar las semillas allí. Y eso sigue produciendo. Esto es revolucionario. Cambiás el paradigma. Si en aquel edificio de enfrente pusieran un limonero de acodo en un tachito de 20, otra sería la historia. ¿Por qué no lo ponen? Mirá esas antenas que tienen. Las naturalizan. No tienen miedo que se les caiga en la cabeza, pero sí de un limón. Mirá todas esas terrazas y balcones: nadie pone nada. Todos son dependientes de algo: eso es lo que genera este sistema”.
Carlos sintetizó sus conocimientos en un libro de 60 páginas que tituló Una huerta en mi terraza. “A los mercados populares, a las radios comunitarias, a las cooperativas de trabajo, a las fábricas recuperadas, a los millones de locos que quieren cambiar el mundo”, escribe en la dedicatoria. Luego, comparte sus saberes: el análisis de la superficie y la luz solar. Los contenedores ideales. Las herramientas. La distancia de los cultivos. Los ciclos de la luna para sabér qué sembrar y cuándo. Métodos de riego. Y más.
Carlos no vende sus semillas, su tierra, sus cultivos: los vecinos vienen a tocarle el timbre a pedirle cosas. También va a dar charlas donde lo inviten y en ferias como las de la Facultad de Agronomía. Lo único que vende es su libro para poder sostenerlas.
¿Por qué lo hizo?
Este es un camino al éxito. Una de las conclusiones es que es realmente fácil. No hay excusas para no empezar a hacer una huerta. Lo primero que tenés que hacer es compostar, aunque vivas en un monoambiente. ¿Es inviable? Yo lo hago en 60 m2. ¿No tenés plata? Es gratis, sale de lo que comés. ¿No tenés tiempo? Y bueno: la gente te corre con que no tiene tiempo. ¿Para qué? ¿Qué hacen que es tan importante? ¿Qué pasa si lo hiciéramos en cada comuna? Pasa que ellos saben que la basura es un tesoro invaluable y de ahí hacen un negocio. ¿Pero si hubiera 100 locos como yo? Logré que vecino por medio composte, pero antes te miraban como un enfermo. Ahora vienen y me regalan bolsas de bosta porque las utilizo: es el mejor regalo que pueden hacerme.
Usted cuenta que le ofrecieron ir al campo a producir. ¿Por qué no aceptó volver?
Porque es una postura beligerante ante una sociedad que no me gusta, que es consumista. Y es un sistema que trabaja para que pocos vivan bien y muchos vivan mal. Tenemos que saber que lo nuestro no es darwiniano. El mérito personal es mentira. De nuevo al método Fukuoka: nos tenemos que asociar. El ser humano creció asociándose. ¿Por qué no fui al campo? Porque la lucha hay que darla acá. Yo acá demuestro que tengo un limonero en un tacho y que se puede. Y no tengo ni patio: es un PH. Ahí te salen con que no tienen tiempo. Hoy parece ser el gran problema de la humanidad: no tenemos tiempo. La pregunta es para qué. La mayoría son cosas materiales. Yo tampoco tengo tiempo. Por eso, el tiempo lo hago yo. Y lo mido en placer.

El martilleo

¿Qué es la agroecología según Carlos Briganti?
Es el contacto con las plantas sin alterar su habitat. Respetándolas. Y observando cómo la naturaleza va produciendo sola su propio camino. A veces la gente dice que hay que arrancar el yuyo. No, salí: la naturaleza no te necesita. La tierra tendría que estar inmaculada, no agredida como lo estamos haciendo con agrotóxicos y fumigaciones. Pero un grupo de mujeres pudo echar a Monsanto de Córdoba, y ejemplos como ese demuestran que no se necesita un gran número de personas para cambiar las cosas. Mi lugar de batalla es este y es conciente. Practiquemos la agroecología en los techos. Nos llenamos la boca hablando de agroecología: bueno, vayamos a los hechos.
Carlos dice que no quiere este mundo para sus hijos y sus nietos. “No me gusta. ¿Cómo lo cambio? Así. Algunos se ríen: dicen que no hago la revolución. Yo digo que sí. El martilleo constante y sistemático sobre las conciencias termina por contagiar algo. Te cae la ficha. Ya es revolucionario no producir basura. Hay que reeducar a las próximas generaciones. Mis alumnos de plomería vienen a compostar. Eduardo Galeano decía: pequeños actos en pequeños lugares con pequeñas personas pueden cambiar el mundo. Es esto”.
Esto es, ni más ni menos, su huerta autosustentable en medio del cemento de Chacarita.

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