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Crónicas del más acá: entraña de pueblo

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Por Carlos Melone.

Estábamos recorriendo la Ruta 40. De punta a punta.
Habíamos dejado atrás los verdes, marrones y azules de la Patagonia cordillerana.
Habíamos dejado atrás la cordialidad de amigos mendocinos, viñedos y paisajes de Malargüe.
Habíamos visitado el Manzano Histórico (retoño del que cobijó a San Martín cuando regresó a su patria, solo), cerquita de Tunuyán y, nuevamente, me emocioné.
Es curioso: en mi vida pude emocionarme con lo sanmartiniano tardíamente, ya veterano, cuando me libré del óxido de la escolaridad.
Ahora, recorríamos otra tierra.
La Rioja.
La tierra de Ángel Vicente Peñaloza, de Facundo Quiroga, de Felipe Varela, este último catamarqueño por nacimiento, riojano por adopción, retobado por convicción.
En Guandacol, un pueblito alargado y silencioso visitamos la réplica del rancho de Felipe Varela, El Quijote de los Andes, ese al que la zamba le endilgó aquello de “matando viene y se va” como si el resto hubiese sido de la Fundación Te Cambio La Lanza Por Un Beso.
Estábamos en La Rioja, tierra colorada, valles amplísimos, cordillera robusta, a veces destemplada, a veces con manchones verdes y siempre, siempre, con mucho color y danza de formas.
La Rioja, casa de caudillos, de soledades, de pampas infinitas, de historia.
También la casa del que te dije.
Nada es perfecto.
La Ruta 40 ondula sobre sí misma en una sucesión interminable de badenes y vados, desafiando la gravedad de los alimentos reposando en el estómago, convocando al vómito plebeyo si la velocidad del coche supera algunas medias razonables e invitando a abandonar el matear si no se quiere terminar con la bombilla incrustada en el cerebro.
Íbamos llegando a Villa Unión, donde pasaríamos la noche antes de continuar. Villa Unión tiene una población importante (en términos de volumen riojano) y cuenta con la relativa cercanía (70 km) del Cañón de Talampaya, parte del Parque Nacional del mismo nombre y centro de formaciones rocosas de un color rojo sangre y una monumentalidad imposible de definir.
Arribamos sobre la caída de la tarde a la rotonda de acceso al pueblo.
Unas 20 a 30 personas en la ruta de entrada y otras 10 en otra ruta de acceso, cortando ambas manos.
Todas mujeres.
Guardapolvos blancos.
Banderas argentinas.
Maestras.
Cortaban cada media hora el paso rutero generando una corta fila de vehículos esperando, a la que nos sumamos.
Me bajé y me acerqué a conversar con las chicas. Felices de que alguien de “afuera” dialogara con ellas, me contaron con pelos y señales sus reclamos, donde lo salarial era lo central: los sueldos eran absurdos.
Simplemente absurdos.
Algunas de las chicas eran jovencitas y otras no pero todas parecían serlo. Eso me permitió alguna galantería que las hizo reírse mucho y sostener un clima afable y divertido.
Mientras conversábamos, una señora descendió de una imponente camioneta con paso severo y encaró las chicas: “Todo bien con el reclamo docente, yo estoy con ustedes pero tengo que pasar y no tengo por qué esperar” pontificó con sensibilidad ciudadana y argumentación de un racionalismo extremo.
Un ruido de lanzas cortó los llanos.
Una de las chicas más jovencitas respondió: “En 5 minutos se abre el paso… ¿Puede esperar o empezamos a discutir?.
El espíritu del Chacho bajó de los cerros.
“¡Sombra terrible de Facundo, voy a evocarte, para que, sacudiendo el ensangrentado polvo que cubre tus cenizas, te levantes a explicarnos la vida secreta y las convulsiones internas que desgarran las entrañas de tu noble pueblo!”
Sarmiento y Facundo en la rabia contenida de una joven maestra riojana.
El resto de sus compañeras se acercaron como un poncho protector.
La conductora indignada se quedó tiesa. Evidentemente no esperaba una respuesta tan tajante. Giró sobre sus talones y se subió a la camioneta a esperar sin decir palabra.
Nuestro coche estaba delante de la camioneta de la ciudadana indignada. Cuando se levantó el corte, con el coche detenido, saludamos a cada maestra, les deseamos suerte, repartimos y recibimos besos en un clima festivo y lentamente, muy lentamente, nos desplazamos hacia el centro de Villa Unión con la camioneta de la señora bien pegadita, furiosamente pegadita a la culata de nuestro vehículo.
Pequeñas satisfacciones en el País de Nunca Jamás.
Detalle final: era un sábado.
Sí.
Era un sábado.
A la noche fuimos a cenar a una pequeña parrilla en la entrada del pueblo. Una sola mesa ocupada además de la nuestra. Nadie más. Nos atendió una señora muy amable, unos 50 años, morena cobriza, de timidez indomable que nos mostró la carta y ante el segundo pedido que no tenía (no era un menú de opciones muy extenso, vale precisar) optó por el sabio camino de enumerar lo que sí tenía.
Ante cualquier variante (por ejemplo; papas fritas en vez de puré) nos decía: “Espéreme un segundito que le pregunto a mi hijo” y salía con pasos cortitos y apurados.
La señora iba y venía con alguna sofocación y mucha disposición. Finalmente pedimos la comida y un vino que fue traído a la mesa junto al sacacorchos.
Hágalo Usted Mismo.
La señora parecía abrumada por la situación a pesar de nuestra actitud relajada (más bien cansada) y cortés.
Los comensales de la otra mesa parecían ser locales.
Comimos y cuando convocamos a la señora para pagar, se me ocurrió preguntarle cómo había ido la temporada.
Con la mirada fija en el Punto X se quedó por lo menos un minuto y luego dijo: “Todo tranquilo, muy tranquilo” y pareció escuchar el eco de sus palabras.
Después de otro minuto larguísimo, agregó: “No vino nadie”.
Solo faltó una brisa y una mata de pasto rodando por la ruta vacía. “Mi hijo y yo vivimos de esto, señor”, remató sin dramatismos.
Pagamos (fue muy económico el costo), le dimos las gracias y cuando nos íbamos dijo: “Que Dios los bendiga y ampare y les dé felicidad en su viaje y en sus vidas”.
Una leve sonrisa coronaba la contundencia del deseo.
Pensé en las maestras en la rotonda, en la parrilla vacía y en la dulzura de una señora todo modestia y sencillez en la inmensidad de La Rioja, tierra de valientes y canallas.
Una vez más, Dios mirando para otro lado, eterno distraído, niño caprichoso e indolente con el destino de sus propias criaturas.

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