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Adiós a las armas

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Con la muerte de su máximo líder, Manuel Marulanda, las FARC ccompletan un relevo generacional que se venía demorando por la extraordinaria relevancia de ese dirigente guerrillero, pero también por el fuerte acoso militar y político que viven los diez mil combatientes que las integran. Raúl Zibechi traza en esta nota el retrato político de un hombre que hasta en su muerte logró “salirse con la suya”.

Más de cien veces anunciaron su muerte. Pero, como apuntó Piedad Córdoba –senadora liberal enemiga del presidente Álvaro Uribe y amiga de Hugo Chávez– Manuel Marulanda Vélez “se salió con la suya al morir de muerte natural”. Aunque las crónicas dicen que tenía 78 años, el escritor Alfredo Molano, quien lo entrevistó en varias ocasiones y es uno de los mejores conocedores de la guerrilla de su país, sostuvo que le faltaban “menos de dos meses para cumplir los 80 años”, ya que “era mayor por un día que Ernesto Che Guevara”.
El gobierno de Álvaro Uribe echó las campanas al vuelo, ya que con Marulanda son tres los miembros del Secretariado de las Farc que murieron en apenas tres semanas, un organismo que nunca había vivido tantas bajas en tan poco tiempo. Sin embargo, la mayoría de los especialistas y el sentido común indican que la guerrilla colombiana ha mostrado por décadas una sólida cohesión interna y que, aún golpeada, tiene capacidad militar para seguir adelante. El gobierno sufre, también, los rigores de la crisis interna, en una carrera por debilitar al enemigo antes de padecer desgastes mayores.

Guerrillero liberal
Pedro Antonio Marín tenía sólo 18 años cuando el asesinato del líder liberal Jorge Eliécer Gaitán, el 9 de abril de 1948, precipitó a Colombia en una guerra civil que provocó unos 300 mil muertos, hasta que en 1955 el general Rojas Pinilla dio un golpe de estado y decretó la amnistía. La violencia no sólo arrebató vidas sino que truncó vocaciones. Como la de Pedro Antonio, que “hubiera sido un hombre muy rico de haberse dedicado al cambalache”, como sostiene Molano.
Irse al monte fue la única opción para salvar la vida. Por eso, el origen de las farc es bien distinto al de las demás guerrillas del continente. Nacen de una rara confluencia entre liberales y comunistas, y son las herederas de las partidas de guerrilleros liberal-gaitanistas que resistieron como pudieron las masacres de los conservadores, godos o chulavitas, un lenguaje que remite al de los republicanos españoles. Y nacen las farc, por encima de todo, como autodefensas campesinas en las zonas de colonización, allí donde los campesinos se aferraban a la tierra empujando la frontera agrícola para, simplemente, sobrevivir con sus familias.
Al echarse al monte, Pedro Antonio se convierte en Manuel Marulanda Vélez en homenaje a un dirigente obrero asesinado por los conservadores. No encajaba en la horma de los dirigentes guerrilleros del continente. Marulanda fue toda su vida un campesino. “Más que tímido, prudente y sagaz, tenía algo de astucia indígena”, lo describe Molano. Era respetado por su experiencia militar, pero sobre todo por su seriedad y sentido de la estrategia, al punto que nunca se despertaba donde se había echado a dormir. “Hablaba poco, miraba mucho y cuando tomaba una decisión, la sostenía hasta el final, y ese aspecto le abría un enorme crédito con sus subordinados. Era un hombre de fiar. Astuto, intuitivo y nada fantasioso. Tenía un lazo de identidad profunda con campesinos e indígenas”.

Lo que pare la violencia
“Las zonas de guerrilla o autodefensa son en primer lugar zonas de refugio”, asegura Daniel Pécaut, destacado especialista en la violencia colombiana*. Se trataba de miles de campesinos que huyeron al monte para salvar sus vidas. “Eran trabajadores campesinos que habían llegado a la guerrilla obligados por las circunstancias”, escribe Marulanda en sus Cuadernos de Campaña.
La violencia, escribe Pécaut, es un fenomenal proceso de desorganización del campesinado, pero politiza lo social. La concentración de refugiados en ciertos municipios, la presión en las zonas de frontera, alimentan numerosos conflictos. “La autodefensa se convierte de nuevo en una consigna ampliamente difundida, y poco después –a menudo bajo la iniciativa de las comunistas– se conforman verdaderas guerrillas”, concluye Pécaut.
La formación de las Farc fue un emergente de las resistencias campesinas, las únicas posibles, por otro lado, en aquellos años. Unos 140 mil muertos entre 1948 y 1953 representan el 1 por ciento de la población del país (unos 15 millones en el censo de 1951). Una cifra monumental gestada en sólo cinco años, que representa el mayor genocidio que conoció el continente en la era republicana. Sus víctimas eran campesinos pobres y trabajadores urbanos, porque fueron raros los liberales acomodados barridos por los godos. “La violencia contribuyó efectivamente a perpetuar un modelo de dominación que en 1947 parecía estar destinado a transformarse”, dice Pécaut. A contramano de lo que venía sucediendo en todo el continente, donde los terratenientes semifeudales fueron desplazados por levantamientos populares (Argentina 1945, Bolivia 1952), por la modernización desde arriba (Brasil desde 1930) o por tardías reformas agrarias (Perú y Ecuador en los 70), en Colombia se consolida una clase dominante sin parangón en la región. Sórdida, violenta, mafiosa.

El relevo urbano
En la década de los 60, cuando la “vieja guardia” de origen campesino funda las farc junto a un puñado de comunistas, Colombia estaba en camino de convertirse en país urbano. El crecimiento de la industria, que se convierte en el sector más dinámico desplazando en alguna medida al café, abre espacios a los sindicatos y a otras formas de organización urbana. En 1970 emerge un amplio y radical movimiento estudiantil que desborda los marcos de la política tradicional. A comienzos de ese año el ejército ocupa las universidades de Bogotá y Medellín, pero la persistencia del movimiento consigue derrotar al gobierno de Carlos Lleras forzando la dimisión del ministro de Educación.
El eje de la acción colectiva se había trasladado del campo a la ciudad y de los sectores populares a las nuevas clases medias ilustradas. Ese nuevo protagonismo urbano se traduce en la crisis a raíz del fraude electoral que impidió el triunfo de Rojas Pinilla en las elecciones del 19 de abril de 1970. En ese clima de intenso activismo urbano, militarización de las universidades y represión, se fogueó una nueva camada de militantes sociales a la que pertenece, entre otros, Guillermo Sáenz, más conocido como Alfonso Cano. Nació en 1952 en un barrio elegante de Bogotá, Chapinero, sede de las clases medias altas que habían emigrado hacia el norte de la ciudad espantadas por el Bogotazo de 1948.
Hijo de agrónomo y profesora, Alfonso Cano se educó en un colegio católico, fue un destacado deportista, hincha del Millonarios y estudiante de antropología en la Universidad Nacional. En los 70 ingresó a la Juventud Comunista y fue detenido en varias ocasiones, la última en 1981, cuando purgó año y medio de cárcel y recuperó la libertad por la amnistía del presidente Belisario Bentancur. Al salir de la prisión adoptó su nombre actual, dejó la ciudad y se perdió en el monte. Tres años después, en 1984, su familia lo volvió a ver, pero ahora retratado junto a Marulanda en las negociaciones de paz
Junto a Cano ingresó al Secretariado de las Farc Pablo Catatumbo, que con Iván Márquez completa la nueva generación urbana que releva a la vieja guardia campesina. Los tres jugaron un papel protagónico en las negociaciones de paz de 1991 y 1992, realizadas en Caracas y Tlaxcala, México. También se los pudo ver en la zona de distensión de San Vicente del Caguán, en la segunda mitad de la década de 1990. De ahí que una parte de los analistas sostengan que esta nueva generación estará más dispuesta a entablar negociaciones de paz.
En las seis décadas que han transcurrido desde el asesinato de Gaitán, muchas cosas han cambiado en Colombia. Pero la intransigencia y la soberbia de las élites, su odio visceral a los de abajo, se mantienen intactos. Como prueba, ahí está la veintena de cadáveres de sindicalistas muertos por los sicarios del empresariado. Si las elites no toleran sindicatos, menos aún estarán dispuestas a realizar una reforma agraria, un mínimo reparto de tierras o el simple respeto de las parcelas campesinas, que hicieron que los Pedro Antonio Marín, sus familiares, amigos y vecinos, se convirtieran por décadas, quizá para siempre, en los Manuel Marulanda que seguirán peleando por no irse al infierno o al cielo antes de tiempo.

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