Mu160
Biblioteca fantasma
Crónicas del más acá, por Carlos Melone
Los vientos de la segunda ola del Covid llenaban (y llenan) cada día con una sensación de inmovilidad y desazón.
La pandemia ha roto el tiempo, lo ha vuelto jirones sin destino, hebras de una trama deforme.
Como una ópera fallida, se suma el coro atonal de vacunas sí, vacunas no; niños y niñas en la escuela sí, niños y niñas en la escuela no; Larreta atorrante, Larreta héroe; grande Alberto, Alberto andá a recolectar alcornoques; y todas esas posiciones tan gratificantes para el intelecto, tan estimulantes para una emocionalidad equilibrada, tan ricas para un análisis con equilibrio y mesura.
En mi caso particularísimo, además, venía de -nuevamente- haber metido la pata en clase por un uso inapropiado del lenguaje/machirulismo implícito, por lo que mis compañeras me habían retado…con absoluta y completa razón.
Qué complicada la deconstrucción cuando uno está habitado por formatos del Jurásico: rabia por la propia incompetencia; mortificación por el daño o dolor o molestia que se puede generar en el otro: impotencia por remar en un mar de cascotes que es uno mismo.
Así de encantador venía mi día, adornado por las bellezas de la vida tercermundista: recién salía del estrés de un súbito kaput de mi PC por lo que la angustia líquida, digital y laboral ponía en evidencia más fragilidades personales.
Y los recursos monetarios destinados a solucionar la hecatombe habían dejado maltrecho mi austero presupuesto.
Y así, al acaso, mi mamá diría paveando, en una red social me encuentro con la pregunta de una compañera de trabajo abierta al público. Una pregunta sencilla, poco original que me hizo posponer todas mis desventuras.
¿Cuál fue el primer libro que leíste? Contá…
Una invitación a la lujuria.
Mi declaración oficial fue (y es) totalmente falsa: Fantasmas de lo nuevo de Ray Bradbury.
De ninguna manera ese es mi primer libro. Mucho había leído cuando ese libro llegó a mis manos como regalo de una tía que amo (todo el mundo debería tener una tía para amar y ser amado).
No recuerdo cuál fue el primero. Por el territorio de las tapas duras de Kapelusz o la colección Robin Hood (también de tapas duras y amarillas) anduvo la primera lectura más o menos “seria”.
Tal vez Emilio Salgari, tal vez Alejandro Dumas, quizá Louisa M. Alcott, tal vez Jack London.
Andá a saber.
Fantasmas de lo nuevo fue lo primero que leí del gran Ray.
Fue mi libro fundacional.
Y un libro fundacional no es necesariamente el primero.
Y a partir de allí amé la obra de ese hombre de las praderas de Illinois, del hombre que apenas había terminado su secundaria y debió trabajar porque era de un hogar humilde, el de los anteojos gruesos y un amor dedicado e inoxidable por las bibliotecas. Y de su mano me sumergí para siempre en el mundo de lo Fantástico y la Ciencia Ficción
La posteadora redobla la apuesta y me dice: “¿Te acordás cómo se llamaba ese cuento que… (y me daba dos o tres líneas de su argumento)”.
No registraba en absoluto la trama.
Y entonces ocurrió eso que todos los que tenemos la suerte de haber alimentado una biblioteca nos pone al borde del éxtasis.
Empecé a buscar. Me metí de cabeza en mi colección de Ciencia Ficción y Fantasía.
Volví a mis libros de Bradbury, la mayoría de una antigua colección llamada Minotauro.
Y allí me reencontré con Fantasmas de lo nuevo que se desarma cada vez más y tengo que tratarlo como un bebé.
Y sentí el olor de las hojas de las Doradas manzanas del sol buscando el bendito cuento.
Y se apilaron y esperaron ansiosos El Hombre Ilustrado y La feria de las tinieblas mientras que limpiaba la tierra que entibiaba a Remedio para melancólicos y protegía El país de octubre.
Crónicas marcianas reinaba silencioso en esa cartografía maravillosa y anhelante.
En la búsqueda me detenía aquí y allá y releía algún antiguo relato mientras movía la cabeza asintiendo porque cabalgaban los recuerdos o fruncía el ceño leyendo alguno como si fuese la primera vez.
Y el día se fue apagando entre pandemias y griteríos mediáticos, entre dolores por ausencias y angustias que no cesan y yo estaba, después de mucho tiempo (¿cuánto tiempo es mucho tiempo?) entre los libros del hombre de las praderas de Illinois que contaba relatos de rumores del viento en el pasto; de olores de galletas recién cocinadas; de caballeros armados enfrentados a locomotoras; de bebés siniestros y parques de juegos terroríficos y yo volvía a leer como nunca lo hice en una pandemia que rompió el tiempo que me hizo olvidar cuánto tiempo es mucho tiempo.
Mi mate estaba helado y solitario; yo, sentado como un arlequín dislocado mientras los pequeños libros se ofrecían a mostrarme que ellos no tenían el esquivo cuento.
Y me importaba y no me importaba.
El cuento ausente me daba un rumbo pero no me daba destino.
Y entonces el alma de Bradbury se volvió biblioteca, como aquellas en las que él leía y leía, como aquellas que fundaba y sostenía y empecé a recorrer a Brian Aldiss, a Arthur Clarke, A Ursula K. le Guin, a J.G. Ballard, a Isaac Asimov.
Los hojeaba, los acariciaba, los leía por tramos, caóticamente. Nunca fui un lector ordenado y en ese momento estaba de fiesta y quería abrazarlos a todos. Era un reencuentro con viejos y queridos maestros que había abandonado en algún momento de la navegación y me habían tutelado desde algún lugar oscuro y callado.
Y así me encontré con Sueños de robot, el estremecedor cuento de Isaac Asimov, a galaxias de la ordinaria, frenética y edulcorada versión cinematográfica que, inspirada en el cuento, derivó en la película Yo Robot.
Un cuento breve, muy breve, donde Susan Calvin no es una bella y joven morocha (como en la película) sino una mujer mayor, una leyenda viviente y una implacable científica que lleva el relato a un desenlace de hierro.
Rota la brújula de la búsqueda, una y otra vez volvía a Ray y leí Farenheit 451. Lo recordaba claramente y sin embargo, hipnóticamente, cada línea, cada personaje, cada lugar los volví a recorrer. La imposibilidad de Mildred, las dudas de Montag, el centelleo de Clarisse hasta ese final… bradburiano.
¿Qué libro te gustaría ser?
Bradbury no fue un gran escritor.
No formó parte de la constelación literaria ni sus recursos como narrador deslumbraban.
Inevitablemente repetitivo en algunos meneos, por momentos previsible en los desarrollos aunque sus finales siempre estaban habitados por la perplejidad y la sorpresa. Dueño de una poderosa imaginación que iba de formas sofisticadas del terror a la más conmovedora de las ternuras, no ocupa lugar alguno en el olimpo literario.
Pero es un escritor amado por quienes nos abrigamos con su escritura.
En medio de una danza dionisíaca de sensaciones, de cuentos y recuerdos volví a El Hombre Ilustrado.
Todos sabemos que una biblioteca tiene sus fantasmas.
Todos.
Es tan evidente…
Y abrí el libro al azar y ante mí se desplegó un breve cuento: La última noche en el mundo. No lo recordaba. En absoluto. Los fantasmas me susurraron algo que no entendí pero intuí.
¿Por qué leer un cuento que se llama La última noche en el mundo en tiempos rotos de dolor e injusticia?
¿No debería, acaso, detenerme en aquel cuento de la muchacha enferma, ya por morir, que bajo la luz de la luna es amada por un mágico barrendero y se cura del mal llamado melancolía?
¿No debería, acaso, detenerme en aquel padre en el cohete espacial emprendiendo el último viaje desde la Tierra, que le regala el árbol de Navidad a su pequeño con una visión de miles de estrellas en un Cosmos que brilla como una divinidad a través de un ojo de buey?
Los fantasmas saben.
En el cuento Ella y Él conversan.
Han soñado exactamente lo mismo.
Sus vecinos. Sus amigos. Todos han soñado lo mismo.
Una voz que anuncia el fin sin redobles ni fanfarrias.
No hay apocalipsis. No hay tragedia devastadora. No hay bombas atómicas. Ni meteoros monstruosos.
No hay gente corriendo por las calles ni escenarios catastróficos.
No hay respuestas a preguntas.
Hay una certeza.
Sin fundamento pero concisa, clara, irrefutable.
Solo, digamos, como un libro que se cierra- dice Él.
Conversan.
Ven a sus niñas jugar.
¿Lo merecemos?– se pregunta Ella.
Él habla de que solo va a extrañarla a Ella y a las niñas. Y también extrañará un vaso de agua helada en un día de calor.
Un vaso de agua helada en un día de calor.
No hemos sido tan malos ¿verdad?- dice Ella.
No. Pero tampoco demasiado buenos. Me parece que es eso. No hemos sido casi nada, excepto nosotros mismos mientras que casi todos los demás han sido muchas cosas, muchas cosas abominables– dice Él.
Entornan la puerta de la habitación de las nenas, cierran los grifos de las canillas y se acuestan en sábanas frescas y suaves.
Buenas Noches- dice Ella.
Buenas Noches- dice Él.
Me quedé un largo rato mirando nada, pensando nada.
Lloré silenciosamente sin entender porqué.
En tiempos rotos de pandemia, de frases indebidas, de duelos acechantes, de ausencias interminables, mis libros me habían llevado a alguna parte.
Mi lazarillo en el mundo de la literatura, una vez más me había dicho: “Aquí”.
Solo, digamos, como un libro que se cierra…
Mu160
Aguas que no has de beber: agrotóxicos y contaminación en Lobos. Informe especial.
Luego que un estudio revelara la contaminación con agrotóxicos en Lobos, la Justicia ordenó al Municipio a entregar bidones de agua en escuelas, centros de salud, clubes y casas de vecinos y vecinas. El fallo también intima a garantizar el derecho al agua potable, su saneamiento y un abordaje a la problemática. Compartimos este informe especial, publicado en la edición 160 de MU, donde contamos cómo vecinas y vecinos de siete organizaciones se organizaron (incluso con un bingo) para pagar un estudio del INTA que reveló la presencia de 22 plaguicidas en altas concentraciones en las redes y pozos de agua domiciliaria, plazas, suelos, napas subterráneas y hasta en la lluvia. Lo que dicen los concejales que aún no firman una ordenanza para restringir fumigaciones y promover la agroecología. Hablan el presidente de la Sociedad Rural local, la directora de Medio Ambiente, la científica del INTA Virginia Aparicio. La historia de un ex aplicador, la asamblea ciudadana, y las familias afectadas que buscan que el paraíso no se convierta en una de terror. Por Francisco Pandolfi.
Esta nota forma parte de la edición 160 de MU que hicimos gracias a nuestrxs suscriptorxs. #HaceteCómplice acá.
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No binarismo: autogestión de la identidad
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En carne propia: frigoríficos recuperados y el debate sobre la producción
Mercado concentrado en manos de corporaciones, reinado sojero y precios de exportación en las carnicerías. En ese paisaje nació un espacio que agrupa a 12 frigoríficos cooperativos y representa a más de 1.400 trabajadorxs, con potencial para llegar al 10% de la producción nacional. ¿Cómo combinar exportaciones y mercado interno? Experiencias, ética y propuestas que muestran desde la autogestión los caminos para democratizar la alimentación y generar trabajo. Por Lucas Pedulla.
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