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Entonados
Crónicas del más acá. Por Carlos Melone.
Tunuyán es una ciudad bonita pero no para despeinarse. Como varias ciudades mendocinas, la imponente belleza del Cordón del Plata a la distancia la enmarca y la pone más coqueta.
Allí, el Valle de Uco que prologa y epiloga a Tunuyán es el verde que oxigena la amenazante asfixia del desierto cuyano.
Allí estuvimos.
Exactamente en una locación a unos pocos kilómetros de la mencionada Tunuyán que se la conoce como El Manzano Histórico. Un pequeño centro turístico, pegado a la cordillera frontal, lugar de convocatoria para los lugareños durante los fines de semana.
En El Manzano los fines de semana se convierten en un despelote poco atractivo. Escenario con música de calidad debatible, un pequeño parque que se llena hasta las pelucas (que lindo es estar al aire libre todos amontonados) y una feria artesanal que tiene de artesanal lo que Yo tengo de tortuga ninja.
Enfrente del caos, ruta de acceso por medio, un delicado memorial con un retoño del manzano donde Don José Francisco mateó un rato con Manuel Olazábal cuando el General volvió a Mendoza con su trabajo terminado.
Al lado del memorial, cerca de por medio, un enorme monumento al regreso o algo así, todo cemento, muy soviético, árido, poco hospitalario para la emoción y el recuerdo.
El Valle de Uco en general y el trayecto Tunuyán – Manzano en particular tiene unos cuantos establecimientos viñateros, algunos de vigorosa presencia en el mercado nacional e internacional.
Las largas y prolijas hileras de vides son, al gusto de quién escribe, encantadoras. Otro dirá que son aburridas y ahí se abre nuevamente la grieta.
Y todo el mundo (todo, eh) desde el polifacético conurbano y la desaprensiva Santa María de los Buenos Aires insta, pregunta, convoca a dirigirse a una bodega a chupar.
Nada de paisajes, trekking, contemplación, descubrimientos.
Eso va después.
La cosa es si tomaste, cuánto tomaste, si te mamaste en la bodega y toda la aburrida letanía de chistes e insinuaciones acerca de los efectos etílicos.
Prefiero a Omar El Khayam que no insinuaba nada y además era un poeta de la ostia para cantar al vino.
Nada más lejos de la abstinencia en mi frondoso prontuario de excesos y pecados.
Pero no necesito salir de mi casa para agarrarme una mamúa con un buen vino.
¿Voy a hacer más de 1000 km para ir a escabiar en una bodega? ¿Qué les pasa a todos?
Tomar en una bodega a las 10 de la mañana, pagar por cajas de vino que en más de una ocasión valen lo mismo o más caras que en la cabeza de Goliath, ver las bodegas boutique, muy monas que decapitan cualquier billetera digital o física merece al menos una reconsideración.
Reconsideración que nadie hará.
Como corresponde.
De los tres que fuimos a pastorear por la tierra del sol y etcétera, uno de nosotros se enamoró de la idea de comprar vinos locales, de esos que no se consiguen en Buenos Aires.
Nadie es perfecto.
Los otros dos nos sumimos en la resignación y acompañamos la búsqueda.
No se abandona un amigo, menos cuando está extraviado. Eso decimos los iluminados siempre…que podemos.
Una tarde vimos el cartel al costado de la Ruta: “Vinos de Garage”.
Allí fuimos, respaldando al Buscador de Originalidades. Una casa común tipo chalet, una campana como llamador y un morocho con cara de me levantaron de la siesta que nos atendió.
No era el dueño, tampoco el que se encargaba de trabajar en el proceso ni un empleado administrativo.
Nunca supimos que era.
Primera decepción: eran vinos de garaje porque los hacen en un garaje. No había metáfora: linealidad liquida excentricidad.
Segunda decepción: quedaban solo tres botellas etiquetadas. Las demás (que no eran muchas) reposaban en un oscuro anonimato ya que el amable morocho no tenía la menor idea sobre el corte que descansaba en cada una.
El Buscador no se rindió, fruto de un optimismo sospechosamente parecido al empecinamiento. Preguntó acerca de la posibilidad de una mínima cata.
Un momento dramático.
El Morocho (ya despierto) nos acercó a un lugar bajo un techo donde había colocadas tres barricas o toneles que NO tenían la consabida canillita.
Sacó un pequeño tapón que un tonel tenía en la parte superior, metió una manguerita de plástico de aspecto cuestionable, chupó de un extremo y cuando el vino corrió, lo reguló con su dedo y llenó tres copas para que probásemos.
El cuidado sanitario te lo debo para la próxima pandemia.
Y la elegancia para el siglo XXII
El Buscador, entregado sin reparos al devenir de Las Moiras, lo probó.
Hay gente que hace del coraje un credo. Y de la imprudencia un norte.
Lo miramos con atención: a la primera convulsión, salíamos en busca de la funeraria.
Nos gusta ahorrar pasos.
Los dos precavidos nos hicimos los giles con los cuidados del caso: olfateamos la copa, la agitamos un poco y en mi caso puse la consabida copa a trasluz con cara de sommelier francés frunciendo el ceño. La verdad es que estaba un poquitín mugrienta.
No probamos ni una gota.
El Buscador dijo “muy bueno” y se compró las tres botellas etiquetadas.
A la noche se abrió una de las botellas.
Generoso, nos convidó.
Las excusas habían terminado.
Átropos, la Moira que corta el hilo, parece que estaba distraída.
Menos mal.
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