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Juan Onofri y su nueva obra: el arte de vender humo
El coreógrafo y bailarín estrena la obra Vendo humo en su espacio cultural Planta Inclán, y cuenta qué implica hablar de semejante tema hoy, en una vida atravesada por la macroeconomía, la inflación, la paternidad, la historia y los sueños. Su mirada sobre la escena, y la importancia de darle fuerza a lo que hacemos.
Texto: María del Carmen Varela
“Una máquina de humo y yo”.
Esta frase del bailarín, coreógrafo y gestor cultural Juan Onofri Barbato encierra el germen de Vendo humo, su nuevo unipersonal. Un aparato que tira humo fue su objeto de inspiración, la punta del ovillo de un material que, a diferencia de la lana, no es palpable, pero sí contundente. El humo envuelve, invade, es reacción y es consecuencia. Donde hubo fuego, humo queda.
Durante dos meses, Juan observó el humo de la máquina que forma parte del equipamiento que ofrece Planta Inclán, el espacio cultural que gestiona desde 2018 junto a Elisa Carricajo, su compañera de vida y aventuras artísticas, actriz, directora, dramaturga e integrante del colectivo artístico Piel de lava.
Con la compañía del artefacto tirahumo, sumó un micrófono y las palabras con las que fue armando el monólogo inicial. Y así, tirando de la madeja evanescente, fueron apareciendo las distintas atmósferas que dan forma y consistencia a la obra.
La influencia de la macroeconomía en las situaciones cotidianas y la catártica actitud de poder reírnos de nosotrxs mismxs en un contexto que estrangula las oportunidades y los sueños, atravesado por un hacha implacable a la que llamamos inflación. Ser hijo de un padre que abrazó su sueño y voló a otro continente. Ser nieto de un abuelo deprimido. Ser padre y desenrollar mil y un cuestionamientos. Con distintas herramientas y lenguajes Juan abre las puertas de su intimidad, convierte el escenario en un espacio de aproximación; porque es imposible no irse de allí, una vez finalizada la función, con la sensación de haber sido rozadxs y abrazadxs por él, en una conjunción que involucra mucho más que lo físico. “Yo no me imaginaba haciendo una obra que hable de cosas tan personales mías –aclara– me parecía poco relevante, y todavía lo pienso así. No creo que lo relevante de esta obra sea mi vida. Traigo algunos documentos que hablan de problemas que son muy estructurales de nuestro país como la inflación, los modos de paternidad que ejercemos, la relación que tenemos los padres con el trabajo, por ejemplo. Podría estar contando la historia de un tercero, no surtiría el mismo efecto pero la idea es que estos materiales que traigo sean como un trampolín para saltar a hablar de otros problemas”.
Los nuestros.
Las escenas de la obra de Onofri, y el humo.
Re-encontrarse
La primera etapa fue en soledad. Un trabajo de laboratorio, acopio de materiales, organización de la estructura de la obra y luego se fue armando el equipo de acuerdo a los requerimientos técnicos. Juan ya tenía un guion escrito, pero sentía que le faltaba un ajuste de tuercas, por eso convocó a Elisa Carricajo, quien a su regreso de la gira por España con Piel de lava a mediados de noviembre se incorporó al proyecto. Su labor fue clave.
Además de ser el resultado de una profunda búsqueda artística, Vendo humo representó para Juan un cable a tierra, una urgencia personal. “Yo arranqué la obra para reencontrarme conmigo mismo”, confiesa y explica: “Estaba un poco decepcionado de algunas formas de trabajo endogámicas que tenemos los artistas de esta ciudad. Cada tanto las puedo sostener y por momentos me agarran rabietas y necesito romper con algunas relaciones viciadas que se arman en las comunidades en general. A mí me toca y elijo ser parte de esta, que es la de las artes escénicas”. Parte de esta necesidad de quiebre se había plasmado en su trabajo con en el grupo de danza KM29 que fundó y dirigió desde 2010 hasta 2017, formado por chicos del Centro de Día Casa Joven La Salle de González Catán, a quienes convenció diciéndoles que el taller era de hip hop y sin hacer ninguna mención a la danza contemporánea. “KM29 vino como una expresión de escapatoria de un momento en el que yo había trabajado con una obra, había tenido un reconocimiento de un sector y después me decepcioné bastante de esa dinámica. A partir de eso empecé a armar otros vínculos, fue el momento en que salí del Teatro del Perro en 2012 porque sentía que lo de KM29 iba a tomar todo mi tiempo y así fue”. Bailaron en escenarios de la Capital Federal, de la provincia de Buenos Aires, de Chile, Brasil, Holanda y Bélgica, y en 2013 filmaron Los posibles con la dirección de Santiago Mitre, cuya película Argentina, 1985 fue nominada recientemente a los premios Oscars.
Un mundo de arte
Uno de los interrogantes que actuó como disparador para la elaboración de esta nueva obra que podría clasificarse como autoficción fue: ¿De qué manera la creatividad está puesta al servicio de la supervivencia? Ese tópico está en sintonía con el material audiovisual que Juan incluye en Vendo humo: un recorte de 7 minutos de un video casero que dura 28, donde se lo ve de niño hablándole a través de la cámara a su papá, titiritero que se fue a trabajar durante algunos años a Suecia, ya separado de la mamá de Juan. El video fue grabado en plena época de hiperinflación a fines de los ‘80 y ese contexto económico le da otro grado de significado a las palabras que escuchamos por parte de lxs adultxs que le envían buenos deseos. “Más allá de lo personal, en el video hay mucha sincronía con eso porque se habla de un padre que está ausente. Pero está ausente porque se va con una oportunidad única para un artista que vive en Cipolletti. Por ahí en Buenos Aires no era tan difícil, pero en el sur era excepcional. Ahí se plantea un dilema que por ahí no es un dilema en otros países, pero acá sí porque te pasa una vez en la vida. Pero estás criando un hijo, ¿qué hacés? ¿Quién te dice lo que está bien, lo que no está bien? El video abre preguntas que tienen que ver con la supervivencia, las oportunidades, cómo sopesás tus decisiones. Ese archivo cobra otro sentido para mí cuando lo puedo ver de esa manera”.
Al momento de engendrarlo, la madre y el padre de Juan hacían shows de títeres y con su autito recorrían diferentes lugares de la Patagonia. Si bien el arte se respiraba en el hogar donde le tocó nacer —su padre trabajó durante cuatro años con el grupo El Periférico de Objetos, su madre, artista visual y docente en la escuela pública— recién a los 17 años tuvo su primer contacto con la danza. Hasta ese momento, quería ser biólogo y andaba en skate. Un día fue con una amiga a una clase de tango y le gustó tanto que iba cuatro veces por semana. A los 18 se fue a vivir un año a Tenerife, España; daba clases y allí comezó su formación en danza. Volvió y en Neuquén hizo el primer año de la Escuela de Danza, luego ingresó al Teatro San Martín y se instaló en Buenos Aires. “La danza fue un lugar donde podía combinar el deporte y la música. Bailé tango muchos años más, fue una puertita de acceso al mundo de mis padres, un mundo de artistas”.
En relación a su propia paternidad, Juan exhibe también sus propias contradicciones cuando al referirse al parto de su hija Lucero, nos permite escuchar un audio que le envió Elisa como devolución y, en ese momento, la carcajada es unánime. Metió la pata, se dio cuenta —o mejor dicho, hicieron que se dé cuenta— y nos confía esa patinada. “El audio abre otro pliego de la obra y otro pliego de mi personaje con el que por momentos empatizás y por momentos decís ¡uy, no! ¿qué hizo? Es un trabajo en el que yo decido exponerme y exponer mis miserias, mis vanidades. La idea no era salir bien parado con la obra, es mi espacio para poner sobre la mesa mis contradicciones, cueste lo que cueste. A veces hay que bancársela también: reconocer que uno fue miserable, cobarde o que tuvo dudas muy profundas sobre ser padre”.
Correr los límites
Desde 2018, Juan y Elisa gestionan su propio espacio de cultura, Planta Inclán, en el barrio de Parque Patricios. Un lugar con nutrida programación que ha ganado prestigio en estos años por la calidad de sus espectáculos. “Es complejo y demandante, siempre hay algo que atender en la sala. La vida familiar está muy atravesada por esto y lo más importante es que logramos un equipo sólido”. Juan ya había participado en el armado y puesta en marcha del Teatro del Perro, allá por el 2008.
En estos años las miradas sobre estas geografías han ido cambiando. “No es lo mismo hacer teatro en Pompeya o Parque Patricios que hacerlo en Chacarita o Villa Crespo; parece que es otra ciudad, eso te habla de lo selectivo y lo endogámico que es y cómo los circuitos de legitimación pasan por una serie de filtros. Hoy por hoy me parece que hay una especie de hegemonía que sucede en Chacarita y Villa Crespo, de salas y movidas, clases y café latte. Yo tuve mi primera sala ahí, el Teatro del Perro, a la gente le daba miedo bajarse en Dorrego, ahora la gente se mata por bajarse en Dorrego y tomarse un macchiato: son fenómenos culturales que cambian. Ahora el epicentro está ahí y esto marca una línea, una tendencia, una gastronomía, unas decisiones, después hay excepciones, cosas que salen de esa regla, que pasan, que mueven otras relaciones, otros afectos, otras ideas, otras dinámicas. Me interesa un poco más eso, que se pueda salir de los lugares tan comunes, tan establecidos, pero es una condición del teatro porteño”.
Se vende
Durante la sesión de fotos, Juan mira a cámara, alborota sus rulos, se mueve con soltura. Estira y acomoda sus piernas enfundadas en un pantalón turquesa brillante. “Estás muy sireno”, le dice Sol, la fotógrafa. “Muy modelo, ¿te gusta que te saquen fotos?”. “No”, responde Juan. “Ah, parece que sí”. Fuertes sospechas: está vendiendo humo.
Pero, ¿quién está exento de eso? “Yo me declaro a mí mismo como vendedor de humo –confirma–. Hay que declararse un farsante por momentos y hay que poder vender humo, porque en esa venta de humo hay una capacidad”. Hay estrategia y hay talento, porque no es fácil vender lo que sea que quiera venderse. “Tenés que prometer cosas que después no sabés si vas a poder cumplirlas”, dice Juan, haciendo alusión a lo laboral. “Hay que tirarse a la pileta, inventar, hacer futurología y eso te vuelve un poco vendehumo. También hay que entender a quién le vende humo cada uno, quiénes son tus interlocutores. Hay una tendencia a sacralizar nuestro trabajo, porque es muy desmerecido, con poco apoyo institucional, deslegitimizado, y uno termina explicando que lo que hace es lo más importante para la humanidad. Hay que exagerar esa importancia porque a nadie le parece tan importante. Es un poco lo que pasaba durante la pandemia, que se decía mucho que nos salvaban los contenidos audiovisuales que hacían los artistas. Hay un borde complejo e interesante y declararse vendehumo es lo que no se debería hacer porque es un trabajo tan endeble el que hacemos que hay que darle fuerza, no debilidad”.
Esa fuerza de la que habla Juan la hace resplandecer en el escenario. Cuando baila, el piso vibra y lo que está en danza no es solo un cuerpo y su coreografía, sino un cuerpo y su historia. El video como ventana a la intimidad familiar, un títere que porta una sombra, el audio que nos permite reirnos de su ego, el movimiento explosivo y purificador, bordados por la emoción y perforados por el humo. Dirá él: “Algo novedoso para mí es trabajar con la emocionalidad como intérprete: es un plano que lo tenía muy poco elaborado, una especie de bailarín contemporáneo abstracto. Trabajar con estos materiales me dio la posibilidad de explorar qué me pasa en la escena, qué me pasa emocionalmente. Eso es nuevo para mí y tiene que ver con haber traído estos materiales tan personales, abrirlos en escena, y que nos atraviesen”.
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