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La lanzallamas
Ana Ojeda. Con dos colecciones, rescatan escritores de ayer y de hoy para dar registro de otra cartografía cultural: la que se ve sólo desde los márgenes. Desde allí, describe cómo se ven el mercado y la academia. Para el debate.
El matrimonio editorial entre Ana Ojeda y Rocco Carbone nació a fines de 2005, cuando se encontraron rumiando las mismas obsesiones. Él estaba preparando su tesis sobre lo que dio en llamar “la tercera zona”, un territorio literario equidistante de esa puja entre Florida y Boedo que domina la cartografía cultural argentina. Ella estaba investigando a Nicolás Olivari, un poeta, periodista y escritor, compañero de trabajo y de aventuras de Roberto Arlt, Cátulo Castillo y los hermanos Tuñón, hijo ilegítimo de esa “tercera zona” de la cultura porteña de los años 20, capaz de escribir frases como esta: “Soy un habitante circunstancial de Buenos Aires a la que adoro ávidamente en lo que tiene de europeo: el vicio”.
Ana y Rocco coincidieron, entonces, en esos márgenes deshabitados por la intelectualidad, pero poblados por historias y voces que describían una ciudad tan cruda y real como la actual. Y decidieron hacer algo: “Se nos metió en la cabeza que teníamos que publicar a Olivari, para revalorizarlo y para poner a circular esa matriz, esa concepción de la década del 20, y para darles un espacio a los hijos de inmigrantes que en ese momento no tenían pedigré para hablar, pero hablaron igual. Y eso es lo que a mí me parece muy valorable”, sintetiza Ana.
“Yo me lanzo solo, a mí no me da palmadita en la espalda nadie, no tengo plata, no tengo medios, no tengo nada, pero escribo igual, voy a opinar igual sobre esta realidad”, escribió Olivari en el prólogo de su primer libro de cuentos. Con idéntico impulso nació El 8° Loco, la editorial que integran Ana y Rocco, junto a Lu –la artista plástica encargada del diseño gráfico– y Sol Drincovich, responsable de difundir las novedades que editan a través de dos colecciones: una dedicada a los habitantes de esa tercera zona y otra a jóvenes y desconocidos escritores latinoamericanos. La coherencia del proyecto editorial tiene que ver, entonces, con esa premisa: intervenir en la conversación pública sobre la cultura argentina sin haber sido invitado. Es lógico, entonces, que Ana opine sin prudencia y a ritmo de borbotón sobre ese mundo pequeño, por momentos miserable, en el que conviven promiscuamente el negocio barato y el esnobismo académico. Menos previsible, en cambio, es el alcance que tiene esta intervención: junto a un equipo de veinte personas están escribiendo un diccionario argentino de literatura. Sí: su propio canon.
Chupame la cachufleta
¿Cómo financiaron ese primer libro?
Con plata nuestra, como sigue siendo hasta ahora. En realidad, yo estaba trabajando en la editorial Malas Palabras y propuse una idea de colección de rescate de textos del siglo xx que quise que se llamara Pingüe patrimonio, por el verso de Ezequiel Martínez Estrada donde escribe:“el desierto es nuestro más pingue patrimonio”. Nos está diciendo: tenemos que fijarnos entre lo que tenemos y darle bolilla a eso. Pero luego esa editorial se orientó hacia otro público y decidimos independizarnos y reeditar bajo nuestro sello a Molinari, como primer paso para seguir adelante con la colección.
¿Qué aportan esos autores al panorama cultural?
Lo que focalizan es toda la gente que quedó a la vera de esa modernización, todos lo que quedaron boyando en sistemas de vida precarios. Por ejemplo, Enrique González Tuñón, en los libros del 20, tiene todos personajes que hacen changas: el que se disfraza para dar visitas guiadas al zoológico o el que vende su tiempo para pagar cuentas de otros, ese tipo de empleitos que son poco calificados. A mí lo que me impacta de esos tipos es que son actuales. Pasaron cien años, uno los lee, y te interpelan. Y ese registro nos llega porque no eran escritores profesionales: trabajaban de otra cosa. Entonces reseñan esta automatización. Para Olivari sobre todo, la figura de la puta es centralísima.
¿Por qué?
Nuestra lectura de lo que él plantea es que toma la figura de la puta para decirnos: esto es el símbolo de lo que somos todos los asalariados en la modernidad, nos alquilamos, nos vendemos; a cambio de una paga, nos prostituimos. Y como todos hacemos eso, encuentra que lo más representativo es machacar y machacar sobre la prostituta como una moneda de cambio social: lo que vale es lo que es, la define la plata que cobra. Entonces dice: “La única diferencia entre una asalariada, que es una obrerita que trabaja en una fábrica textil. y la puta, es lo que cobra” porque son idénticas. Todos nos alquilamos: trabajamos de lo que sea, de lo que nos dé de comer, para poder hacer otra cosa.
¿Cómo fue recibido en su momento este tipo de literatura?
Con desprecio. Por ejemplo, Olivari era hijo de un italiano de una ciudad chiquita, al lado de Génova. Su padre era marino mercante y de él recibió toda la cosmovisión del viaje, la patria, que ingresa en su poesía con palabras que no son del español culto. Esto es algo característico de los autores de la tercera zona: el uso de un castellano coloquial, con palabras de diferentes lenguas y dialectos, mucho más cerca de lo real, del cotidiano. Esto es algo que genera en los integrantes de Martín Fierro toda una serie de cargadas y chistes. Por ejemplo, la revista tenía una sección llamada “Parnaso satírico”, dedicada a ridiculizar a escritores, y en las cuales citaban frases textuales que demostraban, según ellos, el nivel que tenían. Ahí le atribuyen a Nicolás Olivari la frase: “chupame la cachufleta” como representativa. Había un conflicto muy grande entre qué es lo argentino, cómo se escribe lo argentino, por qué estos tipos pueden mandarse la parte de ser autores argentinos si escriben tan mal, y con italianismos… toda una resistencia por parte de los martinfierristas. Por eso volver a leer esa década me parece muy fundamental en cuanto a definición identitaria.
¿Cuál es tu hipótesis?
Que esa tercera zona representa, en 1920, la primera camada de escritores que, a pesar de tener padres inmigrantes, se sienten argentinos. Incluirlos en la conformación de una genealogía cultural implica aceptar la mezcla como identidad. Es lo que nos dice la Bersuit cuando canta: “cabecitas con pedigré francés”. Y esa idea de que somos la mezcla, de la heterogeneidad, sólo surge claramente de esos escritores, de los que abrieron el campo de la literatura, de los que vieron toda esa confluencia de símbolos, de lenguas, de colores, que le dieron base a nuestra literatura.
¿Y cómo son recibidos ahora por los guardianes actuales del canon?
Muy hostilmente. Siempre me río porque somos habitantes de la marginalia de todos los suplementos literarios. Nunca alcanzamos el estatus de reseña, de nota o de artículo, siempre estamos en esos lugarcitos en los que no saben qué meter.
¿Cómo resuelven, entonces, el encuentro con el lector?
Con nuestros propios canales: nuestra página web, la flia (Feria del libro Independiente), los encuentros. Hacemos todo lo que podemos para llegar al lector, que en estos tiempos está muy lejos de las editoriales independientes. Nosotros éramos conscientes de que estábamos haciendo una elección marginal dentro de lo marginal. Y desde esa experiencia te das cuenta de que no hay un gran plan cultural, no hay un designio, algo que vaya más allá del proyecto en el cual vos te insertás. La política cultural hoy es una coordinación azarosa de un montón de gustos personales. Nos falta una editorial estatal, si querés, o académica, que trace un pensamiento más racional, más a largo plazo, con los fondos necesarios para sostener esa propuesta.
¿Cúal sería la de ustedes?
Nos interesa mostrar la realidad tal cual la percibimos nosotros: si somos un desastre, somos un desastre, listo. No esa cosa pasada en limpio para quedar bien en la Feria de Frankfurt. Para nosotros la literatura es motor de reflexión. Entonces, un libro apacible que no te deja ninguna cosa atascada, que no interpela, para mí no es un buen libro. Hoy leo Los siete locos y todavía hay personajes que me producen una arcada, como Haffner, el Rufián melancólico, cuando dice que a las prostitutas hay que hacerlas trabajar hasta el día en que se mueran. Hoy esa frase sigue siendo una cachetada. Son libros que te dejan pensando, que no los vas a leer tranquilamente. Pero que después nos permiten a los lectores posicionarnos de manera diferente en la realidad que vivimos: nos despiertan.
Cortar el bacalao
¿Quiénes son las tres personas que cortan el bacalao de la opinión cultural hoy en Argentina?
Para mí, son dos. Beatriz Sarlo de un lado, en el que tiene que ver con literatura. David Viñas, de otro. Un tercero podría ser Daniel Link. Es toda gente de Puán, que tiene apariciones en la prensa. Por otro lado está el efecto que tienen, sobre todo en los libreros, los suplementos culturales de los diarios. Si aparecés accionado ahí ya es otro tu futuro en los anaqueles de las librerías.
¿Qué cartografía de política cultural se traza desde allí?
Fundamentalmente, la divisoria entre la literatura “para entendidos” y literatura “para todos”. Quién puede hablar de qué. Sin embargo, hay un corte generacional importante que a esta tarea regulatoria le agrega un elemento nuevo: la promiscuidad.
¿Por ejemplo?
El caso, por ejemplo, de Maxi Tomas, editor del suplemento literario de Perfil, que traza un circuito muy cerrado, que no nace de la calidad literaria, sino de la amistad. Si pertenecés por amistad a ese circuito, vas a poder publicar en editoriales, publicar en los diarios, en blogs. Te permite asomarte a varias ventanitas de un mismo circuito que te muestra, te muestra y te muestra. De hecho, es lo que construyó la figura de Juan Terranova, que para mí es como el mascarón de proa de lo que representa una figura sin literatura detrás. Olivari decía, en el 29, que hay escritores a los que habría que darles una pensión nacional porque… son tan prolíficos que dan miedo.
Se trata de un circuito que construye prestigio y ciertas facilidades, pero hay otro que construye mercado. ¿Ése cómo funciona?
Creando íconos. Y de hecho me parece que ahí hay un punto muy importante para pensar la literatura actual. El mercado crea productos con lógica de mtv, de videoclip, con el tempo que impone la economía de consumo. Rápido, rápido, rápido. Un concepto en dos segundos. El problema es que, teóricamente, la literatura no se presta a ese juego. La literatura vive tiempos largos. Te puede llevar una semana o un mes terminar de leer un libro. Y eso no entra, no cabe en este ritmo. Entonces, se deforma para entrar, para formar parte de esa economía de velocidad, de use y tire que tenemos hoy. ¿Cómo es posible entonces que funcione? Muy simple: se eligen autores lo menos literarios posibles. Y lo digo porque los leo. Por ejemplo, tuve que hacer un trabajo sobre los primeros cuatro libros de Federico Andahazi….
Lo siento…
Y sí… fue un problema, porque nunca vi un trabajo literario igual, armado sólo a partir de lugares tan comunes. Pensé entonces: ¿cuál era la virtud de este libro? Que te lo leés en una sentada. ¡¡Te juro!! Es así: más rápido que leer la guía telefónica. Entonces, ¿qué representa? Un objeto recubierto de un aura cultural y que funciona igual que la cajita feliz. Su valor de basura está recubierto por otra cosa inmaterial, por el branding: la marca es superior al contenido. Pero a Osvaldo Lamborghini no vas a poder leerlo así, lo lamento. Lamborghini te noquea y Andahazi te posa sin remera arriba de una Harley’s Davidson en la revista Caras. El objetivo de la cultura de mercado es ése: reapropiarse de los mecanismos que podrían oponerse a ese sistema, para banalizarlos, y neutralizarlos… Así, hay una literatura basura, porque no sirve para nada y otra que necesita de otro tiempo para ser reconocida como tal. Ésa es para mí la fatalidad de la edición literaria.
¿Para vos, entonces, no hay obra literaria que pueda ser valorada por su tiempo?
Pienso la literatura argentina desde 2001 y lo que me llama la atención es lo siguiente: ¿cuándo vamos a leer la novela de 2001? Todavía la estamos esperando. También pienso en paralelo, por ejemplo, al rock nacional y ahí sí encuentro muchos ejemplos. Incluso anteriores, con el “se viene el estallido”, de la Bersuit. Pienso, entonces, que hay formas de producción diferente que hacen a una y otra cosa. La literatura es tremendamente lenta, tranquila. Es cierto. Pero creo que hay algo más. A mí lo que me llama la atención es que a los escritores de rock nadie les dice “ponete a pensar”. Y les sale igual. Y se trata de una creación poética, artística. Los tipos evidentemente traducen de manera mucho más rápida e instantánea lo social, pero lo que es importante: pueden verlo. Yo tengo una hipótesis a cerca de por qué sucede esto: para ser reconocidas, las bandas del rock nacional tienen que, obligadamente, hacer giras por el interior del país y el conurbano. Entonces tocan en Chaco, en Formosa, en Jujuy, en Santa Cruz o en Laferrere. Y ese modo de circulación, que está unido a cómo ellos viven, es información que van a terminar plasmando, de alguna manera, en sus canciones.
¿Y el escritor?
Primero, es de otra clase social. Cualquier pibe del conurbano tiene una viola o quiere ser punk o heavy metal. En cambio, el escritor tiene que tener una comodidad mínima que el pibe repositor de un supermercado no tiene. No te voy a decir que no suceda, e incluso que de allí nacen los relatos más interesantes de esta época, pero eso no quita que la norma es otra: el escritor tiene otra comodidad. Y esa comodidad, lo atrapa.
¿En qué sentido?
Lo que siento es que no hay interés, no hay cruce. Ése es el “gran legado” de los 90. Yo pasé mi adolescencia en los 90 y lo que percibía era que toda experiencia comenzaba y terminaba en consumir cosas. Y eso impacta obviamente en la praxis diaria de todos. Creo que en ese sentido los 90 fueron la utopía de los militares: generar individuos tan aislados en sí mismos, que sólo se preocupan por los dramas del propio ser, que son incapaces de percibir su conexión con otros. Entonces, así surgen un montón de novelas en las que todo se resuelve en problemas familiares, una épica muy menor, de una cotidianidad empobrecida, barata, porque no hay una salida hacia afuera, hacia el otro, que no es uno igual que yo, sino el diferente, el que no comprendo si no pongo en juego mi sensibilidad. Y eso genera esa literatura que se lee hoy, pero que tal vez dentro de tres décadas nadie va a recordar.
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Poder colifato
Del dolor extraen la lucidez para plantear el estado de las cosas tal como es: simple y terrible. El significado de la locura, la política, la pobreza y la salud. La creación como cura del alma y el humor como terapia. Qué representa el derecho a la palabra. Cómo sostener un proyecto durante más de 18 años luchando contra los estigmas y los prejuicios. Ideas todas que inspiran esta campaña de mu: seamos colifatos. Votemos cotidiamente por este tipo de proyectos que apuestan a la vida.
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