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Un plato de cultura

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El boom de la comida peruana. Hay más de 100 restaurantes en Capital. Desde el más sofisticado al más popular ofrecen platos de exquisitas combinaciones. Cómo se cocinó esa mixtura y por qué convierte a nuestras bocas en un umbral donde la política se vuelve sabrosa.

Como pequeñas sucursales culturales del Perú, en el porteño barrio del Abasto se multiplican los restaurantes de cocina típica: una comida única en el mundo en la que conviven elementos, técnicas y sabores de cuatro continentes.
La riqueza gastronómica de ese país – además de la comentadísima llegada española– se debe a la flecha invisible de más de 17.000 kilómetros que, a través del Pacífico, unió a la comunidad chino-cantonesa con el puerto peruano del Callao, a mediados del siglo 19. El aporte más grande de los chinos –que llegaron para trabajar en condiciones de servidumbre– a la cocina peruana fue el del arroz, hoy tan importante para la dieta costeña como el pan en nuestro país. Por su lado, y más atrás en la historia, los conquistadores españoles vieron en los habitantes del Imperio Inca a personas honorables, sensibles y muy débiles que, según relata Gracilaso de la Vega en sus Comentarios Reales, “morían ante la menor exigencia física”. Por un sentimiento piadoso prefirieron traer como mano de obra a los negros del África y no imponerle las miserias del trabajo esclavo a aquella civilización refinada. Así se fue conformando la comunidad hoy llamada afroperuana. Según los historiadores, en el siglo 17 más del 60 por ciento de la población de la actual Lima era de origen africano. Semejante cóctel de razas invitaba al nacimiento de un escenario único en el que predominó la improvisación que siempre impone la necesidad.
Así lo narra desde Perú el antropólogo Humberto Rodríguez Pastor, autor del libro Negritud: Resistencia y Existencia que recopila 20 años de investigación en el tema: “Junto con los primeros conquistadores españoles que llegaron a partir del año 1532, llegaron a su vez esclavas blancas moriscas y esclavos afronegros. Ambos influyeron pronto en la comida de la sociedad conquistada. El propio cebiche –plato tradicional preparado a base de pescado con jugo de lima, cebolla colorada, ají y sal– se dice que es morisco, así como muchos de los dulces o postres. Los afrodescendientes son los creadores de lo que ahora llamamos platos criollos. Y la creación ocurrió a partir de los productos que les daban los patrones en las propias haciendas donde trabajaban: caña y azúcar. A éstos y otros productos nativos (papa, olluco, charqui, ají, camote, etc.) los afros le pusieron su sazón”.
Mamani es un restaurant o un largo comedor, con mesas y sillas de madera. No es lujoso porque para brillar no lo necesita: el atractivo lo tiene su extensísima carta –en la que se ofrecen extravagancias como “Leche de Tigre”, “Leche de Pantera” u “Orgía de Mariscos”– y sus platos, que son tan coloridos como gigantes, dejan una saciedad que uno se pregunta si durará toda la vida.
El nombre del restaurante viene de un apellido típico del Perú y su origen no está muy claro: se cree que lo utilizaban los descendientes de la nobleza Inca. En lengua aymara significa “halcón”, pero también hay en Internet teorías que aseguran que proviene de la zona de Sicilia, en Italia, o de los indígenas peruanos que solían pedir “más maní”. Los mozos del restaurante se inclinan por la opción del apellido tradicional.
Hoy la gastronomía peruana es considerada Patrimonio Nacional. En ese país, por ejemplo, el tercer domingo de julio es el día consagrado al Pollo a la Brasa. El primer sábado de febrero es el día del Pisco Sour (una bebida hecha con alcohol, huevo, limón y azúcar). El ceviche también es patrimonio nacional desde hace unos pocos años. En el mismo puerto del Callao al que llegaban los chinos, se preparó a fines de 2008 el plato de ceviche más grande de la historia, que requirió de siete toneladas de pescado, tres toneladas de limón y otros ingredientes en cantidades dignas del Récord Guiness.
Esa boquita
Respecto a la expansión de la comida peruana en todo el mundo, Rodríguez Pastor comenta: “El llevarlo afuera puede haber ocurrido con los cocineros que emigraron o los que por necesidad se volvieron cocineros, o las muchachas que se fueron a trabajar a otros países y las pusieron en las cocinas. Todos ellos tenían en su paladar la buena sazón; quien cocina reconstruye los sabores que probó muchas veces. Después han llegado los restaurantes peruanos con mayores sofisticaciones, pero ya había un mercado (más allá de los propios peruanos emigrantes que concurrían a ellos) que estaba interesado. Esta apreciación en algunas partes del mundo nos ha tomado de sorpresa a todos los peruanos, incluyendo a los más interesados en que eso ocurra. La base del boom se encuentra en que en el territorio andino se desarrolló una de las grandes civilizaciones del mundo y que, además, se desarrolló en una geografía de gran biodiversidad en la que, por ejemplo, un mismo ají (uchu, en quechua) podías molerlo junto con la hierba que sólo brotaba en tu región. Y son muchas las regiones con sus propias hierbas: de esta manera tienes un mismo ají molido con cientos de sabores”.
Este antropólogo invita a pensar que la cocina une mediante una relación de la que pocas veces somos soberanos: la del placer. Un racista convencido disfruta de un ceviche en un restaurante mexicano en Tokio; un obrero peruano que trabaja reparando la Sagrada Familia se toma una Coca-Cola en su turno de descanso; un periodista argentino en Buenos Aires agradece a la red del mundo –que opera siempre con más sabiduría de la que seamos capaces de darle– el sabor de un pollo a las brasas aliviado por una jarra de chicha morada. En este sentido una comida típica pone pausa a la violencia del discurso, en tanto esa porción de una cultura se filtra en nuestro organismo por los placeres que provoca y no puede ser bloqueada por un preconcepto o un lugar común. Es pensar nuestra boca como zona política, pensar nuestra boca como un escenario donde se articulan los dispositivos de poder que hoy dan sentido a una conquista y que hoy también, permiten desplazarla. Tu boca como una frontera que de a turnos censura o que devuelve, que administra, que permite el paso. Y acá la metáfora está muerta. Es una aduana, un agente micro-político que no demora personas sino especies, sabores, colores, modos de cocción y hasta temperaturas. El mapa del deseo y el anti-deseo que traza la boca es parte de un programa cultural al que es difícil prestarle atención, porque es cotidiano, y lo cotidiano muchas veces se vuelve invisible.

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