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Fantasmas en el paraíso

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Crónicas del más acá

Que la belleza es una noción controvertida es una afirmación que tiene la misma entidad filosófica que la frase “a veces llueve, a veces no”. Algunas mujeres que anduvieron en el barrio de mi corazón me vieron bello, situación oftalmológicamente discutible y que mi espejo se empecina en desmentir. Por supuesto que la belleza puede estar en el corazón, a Dios gracias para algunos a los que Apolo nos dejó en la esquina.
Fui a la visita guiada del Teatro Colón, a la cual tuve acceso luego de estúpidas negociaciones y malentendidos para un trámite increíblemente sencillo; aboné unos escasos pero rotundos 30 pesos, y me senté a esperar en el pasillo, observando la fauna que me iba a acompañar en la estampida. Visita en castellano, para sudacas: santiagueños, salteños, bonaerenses, entrerrianos. En la espera, conversaciones reposadas, entusiasmo burocrático y entonces… pasa delante nuestro una horda de 50 a 60 de esos seres llamados niños de 7/8 años, algunos humanos (supongo), todos vestidos de rojo (¿Comunistas? ¿Ensangrentados? ¿Hinchas de Independiente?). Guiados elípticamente por una maestra que había perdido su alma y su peinado hace tiempo, y una guía joven que parecía estar evaluando suicidarse o renunciar. Los niños, dulzuras de la vida, luz de los ojos de alguien, se empujan, escupen, gritan, gritan, ¡gritan! (envidio a Beethoven, pero no por su infinito talento) con una pétrea aptitud de futuros barras bravas.
Evalué cometer, finalmente, mi primer crimen. Un pendejicidio no está mal, pero fiaca al fin, pensé que la Naturaleza ya se ocupará de ellos. Tal vez.
¿Es feo el Colón? No lo sé.
A mí me parece que es una cosa grande (sin duda), con arabescos y repulgues de empanada (se deben llamar de otra manera), gordo, indiferente, un paquete árido.
Eso sí: estremece ver su enorme sala de conciertos en la semipenumbra. Dormida como un viejo león cansado, se intuye su respiración tensa, su musculatura infinita, su rugido que sacude la tierra, silenciado como un llanto puro de tristeza. En las sombras es donde los gigantes son más grandes y la belleza absoluta es como es, pura sugestión, no la gala de vanidades hecha luz.
Es en la oscuridad donde se sabe del Universo, ya que sólo la oscuridad puede regalar estrellas. Brilla en esa negrura la infinita sala del Colón.
Me dijeron que su estilo es ecléctico, término muy criollo para definir lo indefinible. Crisol de razas, fusión de estilos, despelote de gustos, cada uno que lo llame como quiera. Nada de rigor germánico o elegancia palatina. Lo nuestro es ecléctico (léase rejunte) y si no te gusta, andá a vivir a la India y vas a ver.
El Teatro Colón es vanidoso: en el salón Dorado (lugar de encuentro de la aristocracia pampeana, decoración de oro en su parte superior, sillones antiguos, recargado hasta el agotamiento), se nos informa que sus paredes recuperaron el color original a través de un trabajo (extraordinario) de artesanos especialistas, que fueron retirando las capas sucesivas de pintura hasta llegar a la original.
Un trabajo de puta madre, diría Hegel.
¿Hacía falta? Parece que el Salón Dorado es una Obra de Arte, que necesita una restauración tal porque su valor como legado para la humanidad debe ser equivalente a la Capilla Sixtina o el Coliseo Romano. Siento una capitalista curiosidad sobre su costo.
El Teatro Colón es una Obra Maestra: propietario de una extraordinaria virtud en medio del caos ciudadano, atribuyen a Pavarotti haber dicho que el defecto del Colón es su sonido perfecto, que no perdona errores. Ciertos detalles técnicos de su conformación interior lo vuelven casi único, uno de los mejores del mundo. Eso me dicen.
El Teatro Colón es una amada ciudad artística: no hablo de las cacatúas que van a darse corte y reafirmar su condición de clase, su “distinción”, su olímpica ignorancia y desprecio por el resto del mundo. Tampoco de los trabajadores que cumplen su tarea como podrían hacerlo en la Sociedad de Bomberos Voluntarios de la Boca o en la Corporación Argentina de Trámites y Expedientes. Menos todavía de las estrellas con el culo fruncido de divismo.
Hablo del Colón que es amado por artistas sin renombre, por espectadores sencillos, emocionados a perpetuidad; por artesanos que habitan la cotidianeidad de sus entrañas; por guías que se apasionan contando pequeños secretos de ese crucero eternamente anclado; por bailarinas que caminan su escenario y compran yerba en el supermercado de la esquina; por violinistas de pura vibración y talento que reparan a pulmón su tercer brazo de arco y cuerdas; por costurero/as y vestuaristas que tiemblan de alegría cuando ven su laburo desfilar por el escenario.
El Teatro Colón es la casa tibia de anónimos que la habitan y la cuidan. Y lo hacen en tiempos de consumo, novedad, huida e indiferencia. Pasiones fuera de tiempo, más valiosas que el objeto amado.
El Teatro Colón es Bizancio: probablemente caerá y las huestes plebeyas invadirán su pretencioso decoro y derribarán sus intimidantes muros. Alguna vez Pugliese (un comunista), alguna otra Mercedes Sosa (una negra) y algunos nadies más. Pero sigue siendo un coloso que repele aquello que considera que no le pertenece.
Hablo de sentidos.
¿Cualquiera puede ir al Colón? Sí. Funciones gratuitas, algunas ubicaciones con costo muy bajo, empilchado como quieras, cada vez más abierto.
¿Cualquiera puede ir al Colón? No. No se trata de posibilidad solamente. Se trata de representación y pertenencia.
Todavía el Teatro Colón es de algunos álguienes. Todavía necesita ser confiscado su sentido. De la misma manera que esos álguienes confiscaron los sentidos populares del arte y los encerraron entre sus paredes, así habría que tomar por asalto el Colón, a la manera del Palacio de Invierno o con el silencio devastador de una inundación.
Que Carmen, que Claro de Luna, que el Lago de los Cisnes nos sean devueltos. Que el alma torturada de Schumann o la alegría de Verdi vuelvan a las plazas y a las calles. O que las plazas y las calles entren al Colón para liberarlos.
Que los fantasmas de Norma Fontenla y José Neglia estén entre nosotros y no guardados en esos pasillos indiferentes.
A veces, sólo a veces, me parece que nos han robado hasta eso: los fantasmas.
Exagero. Seguro.

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Hacer historia

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