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El escepticista
El filósofo Christian Ferrer nos habla de los laberintos de la realidad. Y sus salidas.
“Si las personas creyeran que dentro de 30 años todo va a ser un desastre, intentarían cambiar el mundo. La gente se apasiona con un político, con un partido o con una tradición. Y después se desentusiasma. Scioli, por ejemplo. Estaba lleno de antisciolistas, ahora está lleno de sciolistas. Entonces siempre hay que prevenirse un poco contra los entusiasmos y la mejor medicina contra eso es leer historia. Ver hacia atrás, no hacia delante”.
El filósofo Christian Ferrer habla de las elecciones, habla de política y, aunque pueda parecer un outsider, en realidad apunta al centro del asunto, va a lo que realmente importa, deja de lado toda la hojarasca y da vueltas todos los preconceptos. Lo que parece antipolítica es, en realidad, política profunda. Una política sin eslóganes y no enraizada a tradiciones, sino a sentimientos y comportamientos humanos profundos.
“Por supuesto que siempre hay un menos malo”, reconoce Ferrer sin caer en la trampa del “todo es lo mismo” que anula toda posibilidad de pensamiento. “Mussolini era menos malo que Hitler, no tengo la menor duda. No tengo dudas de que Alfonsín era menos malo que el general Videla. Lo recuerdo bien como para no saberlo. Pero otra cosa es entusiasmarse. Es cierto que muchas veces hay que elegir entre dos malos, pero eso obliga a un chantaje. Y además, ¿es este el momento de elegir? ¿Tan distintos son?”.
“La gente accede al mundo no de forma inmediata, sino mediatizada –continúa Ferrer–: por la opinión de periodistas; por la ciencia, que explica cómo está fundamentado el mundo; o por la política. Todas son representaciones. Entonces, ¿qué puede hacer uno? Crear vínculos de afinidad que construyan cosas con otros, una cotidianeidad y una serie de acciones más placenteras y fructíferas. Pero pensar que si yo elijo a tal puedo parar a Monsanto, no. Si los dos están con Monsanto. O los cuatro, o los cinco”.
La trampa del Estado consiste, para Ferrer, en presentarse como la solución para muchos de los problemas: “Los Estados tienen especialistas en medir el dolor: estadísticos, psicólogos, asistentes sociales, economistas, que se ocupan de medir, de establecer parámetros para saber cuándo una persona merece el rótulo de diferente, de subsidiable, de pobre. Es decir, para intercambiar dinero por dolor, sin que eso haga desaparecer a la máquina que produce el dolor. Se trata de incluir a los excluidos dentro una máquina que necesariamente produce exclusión”.
¿Cómo se sale del sistema?, parece ser la pregunta obvia ante semejante pronóstico. A lo que Ferrer responde con otra pregunta: “¿Cómo se sale de un laberinto?”. La respuesta clásica es “por arriba”. “Para eso hay que tener alas –aclara el filósofo–. No, la forma de salir de un laberinto es fácil: dos pasos para allá, tres para allá, atravesás las paredes y estás afuera. Pero la gente no quiere atravesar las paredes: le gusta el laberinto. Cree”.
“Si uno cree, es muy difícil salir de un laberinto –agrega Ferrer–. Porque creés que yendo para adelante o para atrás podés salir. Por ejemplo: los procesos laborales. El laberinto funciona no sólo porque la persona necesita llegar a fin de mes: funciona porque la persona trabaja para acceder a vacaciones, modelos nuevos de celulares o participar en eventos masivos. Las personas, para subvencionar esas actividades, necesitan creer en el laberinto”.
Para Ferrer, el principal problema no es la pobreza: “No: el problema es que la gente quiere consumir más. La cadena de necesidades viene indicada por el mundo de los ricos. No hay salida a eso. Antes de llegar Colón a América, ningún indio se consideraba pobre. ¿Quién pone el índice de satisfacción mínimo por el cual una persona siente que está frustrada o no? Se podría vivir de otra manera. El problema es que la gente no quiere vivir de otra manera”.
Ferrer cree que lo primero para pensar la sociedad y el comportamiento humano es una buena dosis de escepticismo. Escepticismo clásico, como la concibió la escuela filosófica griega creada por Pirrón, en el siglo III antes de Cristo. Pero, ¿basta sólo con el escepticismo? ¿No crea eso demasiada impotencia? ¿Hay también esperanzas? “Al escepticismo hay que sumarle afirmatividad –concede–. Esperanza, no, en tanto sea goce en estado de promesas, porque de eso viven el político y la publicidad”.
“Hay que construir formas de vida, inventividad emocional y política, aunque sean efímeras –agrega–. Pero de ahí a vender recetas, no. El error está en considerar la palabra colectivo como un todo, porque eso es el tipo de pensamiento estatal. Y no me refiero sólo al Estado, sino a un modo total de pensar la cuestión. La idea de que todos deberíamos cambiar al mismo tiempo y en la misma dirección. No. Un Estado no controla todos los lugares de una nación, ni todos los tiempos”.
Y una vez más, tras ideas profundas pero que parecen ser demasiado generales, el filósofo vuelve explícitamente sobre el aquí y ahora: “Nos conformamos con que la patria sea grande, con que haya derechos humanos y con que Latinoamérica está lejos de las guerras de Medio Oriente. Eso a nivel retórico. Porque en este país la gente es sentimentalmente anticapitalista, pero en la práctica es consumista. Hay un disgusto con el rico, pero el pobre está soñando con ser rico”.
El problema de charlar con Christian Ferrer es que uno podría pasarse horas, días, una eternidad escuchándolo. Antes de concertar esta entrevista, el filósofo preguntó: “¿Y sobre qué sería la charla?” No me quedó claro entonces, pero mucho menos me quedó claro durante la charla. Se puede hablar de lo que sea con él. Cuando digo todo es todo: desde la coyuntura política hasta los salones de fiestas infantiles, pasando por el fútbol y la historia de los anarquistas.
La pregunta es, entonces, ¿cómo se ejercen esas ideas en este mundo? “Uno vive en un mundo que está formateado al nacer y en el que hay que sobrevivir: estamos obligados a trabajar, a pagar impuestos, a no inquietar al policía de la esquina y a sacar el documento de identidad que el ministro del Interior resuelve tan rápidamente para uno. Pero hay en la vida una zona de libertad, que tiene que ver con cómo vivís, qué hacés con tu tiempo, cómo te vinculás con los demás, qué le das a un niño, qué inventás”. Y concluye: “Los espacios de libertad posible son enormes”.
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