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Nosotros, los adictos al Diego

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Qué significa Diego para una generación que adora a un jugador que no vio jugar. Sus apariciones mediáticas, delante de sus gestas futboleras. El consumo de la marca Maradona como adicción. El sueño de ser como él. Los códigos maradonianos. Y el espejo machista que nos devuelve nuestros propios y peores fantasmas: ¿Y si en vez de pedirle cosas al Diego, nos las pedimos a nosotros y a los nuestros?

Por Franco Ciancaglini

Qué me importa lo que hizo Diego con su vida. A mí me importa lo que hizo con la mía”.

Roberto Fontanarrosa.

“Yo a Maradona lo respeto como drogadicto. Lo que haga dentro de una cancha no me interesa”.

César Aira.

Soy parte de la generación que no vio jugar a Maradona y que lo siguió, sobre todo, a partir de sus apariciones mediáticas no deportivas.

Una generación que lo conoció primero a través de los relatos de los más grandes y que luego, con la digitalización post 2000, pudo verlo jugar.

Para los 90tenials el Diego es primero un personaje y luego, un jugador de fútbol. No es una valoración, pasa parecido con los músicos: llegamos tarde al auge de Sui Generis pero vimos unas cuantas veces el video en el que Charly se tiró de una pileta desde un séptimo piso. Probablemente sabemos más sobre la vida privada de Monzón que sobre sus logros deportivos.

Maradona no es Monzón (que mató a su mujer), ni siquiera el Bambino Veira (condenado por abuso sexual), que goza de una impunidad social llamativa.

¿Es una cuestión de escalas? ¿Indignación selectiva?

No es el punto.

En resumen: tenemos más data sobre las decadencias cotidianas y las heridas de «los grandes ídolos” de este país que sobre sus gestas.

¿Cómo nos pega eso?

Podemos echarle la culpa a los medios, que los glorifica y luego los pasea como humanos miserables, o a un sistema que opera también sobre nosotros mismos y por ende solo nosotros podemos desterrar, sin esperar que las reglas del juego cambien.

Adictos al Diego

De chicos aprendimos que el fútbol era un juego. De adolescentes y con Maradona supimos que había un show afuera de las canchas. Que su vida televisada (muchas veces a traición) era otro de los objetos de consumo del que nos volvimos adictos.

Nos volvimos adictos al Diego.

Nos hicieron adictos al Diego.

Somos, todavía, adictos al Diego.

Su lucidez nos encandila; su rebeldía nos identifica; su forma de ser y de vivir nos parece la mejor forma de ser y de vivir que puede existir en este planeta: fachero, canchero, talentoso, audaz, valiente, un gol con la mano a los ingleses y, al toque, el mejor gol de todos los tiempos. Saca campeón al equipo de los pobres del sur de Europa y se lo refriega en la cara a los ricos del norte. Levanta la copa con Argentina.

¿Algo más?

Sí: ¡las fiestas de las que debe haber participado!

Ese era el relato –y los videos, documentales, libros, historias– que teníamos, que tenemos. Porque no lo vimos, porque no lo vivimos jugar.

Lo que se dice un mito.

Recién este año entendí una nueva dimensión del fenómeno Maradona. Perdonen, soy medio lento. Pero gracias a un documental que muestra su paso por el Napoli y el Mundial 86, supe que lo que hizo Maradona fue devolverle la alegría a unos pueblos arrasados por tantas tristezas.

¿O hay algo más que eso?

Códigos maradonianos

Queríamos ser Diego como un niño quiere ser Batman, Superman o el Hombre Araña; o como un joven el Che, Fidel o Perón.

Pero desde el 2000, Maradona ya era un superhéroe sin sus mejores poderes.

Entonces medio que queríamos ser más el Maradona de afuera que el de adentro de la cancha.

Sabemos de memoria sus intervenciones en paneles, sus entrevistas más alocadas, sus ocurrencias, chistes, berretines, y obviamente sus mejores goles, partidos, amagues y pases. Pero nobleza obliga: en las juntadas recordamos más lo primero que lo segundo.

Entramos a la adultez mientras él se despedía de ella y en ese desenlace ya no lo (nos) reconocíamos como más nos gustaba. ¿Qué le pasa? ¿Qué nos pasa? No está bien… No estamos bien…

Ya no pegaba igual.

Enfermo, jugador de show ball, conductor de televisión, director técnico de equipos exóticos, finalmente nuestra generación se alineó deportivamente cuando fue técnico de la Selección. Y ahí sí que disfrutamos…

De nuevo, guerra con los medios: la tienen adentro.

Despedida del Mundial, fin o comienzo del show, a lo de siempre (nuestro inconsciente funciona más o menos así): parece que está peleado con Dalma y Gianina, alerta, no sabemos con qué rubia está, rompió un código intocable: se peleó con la Claudia; está rodeado de gente indeseable…

Le pegó a Rocío Oliva.

Y seguramente un millón de violencias más.

Códigos, otra herencia maradoniana: jamás le soltamos la mano. Cerramos filas sobre el diez, justificando a veces lo injustificable: Maradona, un espejo.

Con todo, seguía siendo el Diego. ¿Cada vez menos?

Veo ahora imágenes de Maradona los últimos años y veo a un hombre agotado, saturado, como pidiendo estar en paz.

Si Spinoza dijo que nadie sabe lo que un cuerpo puede, estaba equivocado: Diego sí lo supo.

Me alegré cuando supe que en sus últimas horas Diego pidió estar solo.

Ahora, por fin, descansa.

¿Desde qué lugar hablamos?

Como hombres solo nos podemos reconocer en muchos de sus machismos y en casi ninguna de sus virtudes.

Politizamos a Maradona para salir de la treta. Hablamos del Diego rebelde, anti FIFA, anti poder en general, anti Macri, anti Estados Unidos, Donald Trump, Bush… anti todo lo que consideramos que está mal en este mundo. Pero no nos une solo el espanto: algunos se identificaron con sus pasiones por Cuba, por Fidel, su tatuaje del Che, otros por su sensibilidad para opinar de casi cualquier cosa sobre la cual se le pidiera palabra. Hasta cantaba y bailaba bien…

En seguida nos volvemos a enamorar, y permítanme arriesgar: Diego atrae ese amor homosexual como nadie entre “machos”. Por algo lo picoteaban en la boca en los festejos todos sus compañeros de Boca. Por algo los hombres le dedican más «te amo» que a muchos de sus seres más queridos.

Como hombres, también en seguida nos sentimos en la necesidad de tener que aclarar nuestro amor.

Sabemos que se drogó, que fue violento con su pareja, que seguramente consumió prostitución, que no reconoció hijos, y todo lo que no sabemos preferimos seguir sin saberlo.

Vimos también que inició mil recuperaciones de las drogas, que pidió perdón a un estadio repleto en su despedida, que empezó a reconocer hijos tardíamente, que en definitiva reaccionó, tarde y quizá mal, reaccionó.

Creo que en eso estaba el Diego cuando murió: salando las heridas.

Creo que no tuvo que resistir ninguna vergüenza social, ese dedo levantado que le decía qué tenía que hacer y ser, porque la hinchada que lo alababa (nosotros) siempre cantaba más fuerte. Eso, a veces, es peor.

La hinchada le pedía más.

Y más.

Y más.

Y todo.

Ahora no hay más.

Ya nos consumimos todo.

Ya lo consumimos.

Ya nos lo hicieron consumir todo.

¿Qué vamos a hacer?

Desintoxicarnos, como Diego, de ese consumo al que sin duda nos llevaron los mismos medios que toda la vida exprimieron a Maradona. Cortar con el transa mediático.

Enterrar, junto al Diego, al éxito como parámetro de vida y a la jugada individual como única forma de ganarle a “los ingleses”. Solo Diego pudo.

Levantar, como el Diego, las banderas de los más humildes siempre y sin perder el norte aún en la fama más extrema. Si te quiere el pueblo y el poder no tanto, algo hiciste bien.

Cuidar a quienes nos dieron alegrías y cultivar, como hacía el Diego, a las ideas y a las acciones más que a las personas.

Gambetear, como Diego, a las dobles morales y a las visiones simplistas que dan cátedra de la vida sin mirar hacia adentro.

Escapar de la lógica de las redes sociales (Diego, el último héroe analógico); jugar en la cancha y no para las pantallas ni para las tribunas, con corazón y pases cortos.

Sacarnos la careta, la que Diego nunca se puso y la que le hizo caer a tantos.

Recordarlo siempre.

Con todo, fue el mejor de todos (nosotros).

Pero ya no está más.

¿Seremos mejores?

Ahí está la trampa.

Quizá lo mejor sea empezar por ser mejores nosotros mismos y entre nosotros mismos.

Y dejar de compararnos y de pedirle cosas, justo a él, el que nos dio más alegrías de todos los hombres que nunca vimos jugar.

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83 días después, Pablo Grillo salió de terapia intensiva

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Pablo Grillo
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83 días.

Pasaron 83 días desde que a Pablo Grillo le dispararon a matar un cartucho de gas lacrimógeno en la cabeza que lo dejó peleando por su vida.

83 días desde que el fotógrafo de 35 años se tomó el ferrocarril Roca, de su Remedios de Escalada a Constitución, para cubrir la marcha de jubilados del 12 de marzo.

83 días desde que entró a la guardia del Hospital Ramos Mejía, con un pronóstico durísimo: muerte cerebral y de zafar la primera operación de urgencia la noche del disparo, un desenlace en estado vegetativo.

83 días y seis intervenciones quirúrgicas.

83 días de fuerza, de lucha, de garra y de muchísimo amor, en su barrio y en todo el mundo. 

83 días hasta hoy. 

Son las 10 y 10 de la mañana, 83 días después, y ahí está Pablito, vivito y sonriendo, arriba de una camilla, vivito y peleándola, saliendo de terapia intensiva del Hospital Ramos Mejía para iniciar su recuperación en el Hospital de Rehabilitación Manuel Rocca, en el barrio porteño de Monte Castro. 

Ahí está Pablo, con un gorro de lana de Independiente, escuchando como su gente lo vitorea y le canta: “Que vuelva Pablo al barrio, que vuelva Pablo al barrio, para seguir luchando, para seguir luchando”. 

Su papá, Fabián, le acaricia la mejilla izquierda. Lo mima. Pablo sonríe, de punta a punta, muestra todos los dientes antes de que lo suban a la ambulancia. Cuando cierran la puerta de atrás su gente, emocionada, le sigue cantando, saltan, golpean la puerta para que sepa que no está solo (ya lo sabe) y que no lo estará (también lo sabe).

Su familia y sus amigos rebalsan de emoción. Se abrazan, lloran, cantan. Emi, su hermano, respira, con los ojos empapados. Dice: “Por fin llegó el día, ya está”, aunque sepa que falta un largo camino, sabe que lo peor ya pasó, y que lo peor no sucedió pese a haber estado tan (tan) cerca. 

El subdirector del Ramos Mejía Juan Pablo Rossini confirma lo que ya sabíamos quienes estuvimos aquella noche del 12 de marzo en la puerta del hospital: “La gravedad fue mucho más allá de lo que decían los medios. Pablo estuvo cerca de la muerte”. Su viejo ya lloró demasiado estos casi tres meses y ahora le deja espacio a la tranquilidad. Y a la alegría: “Es increíble. Es un renacer, parimos de nuevo”. 

La China, una amiga del barrio y de toda la vida, recoge el pasacalle que estuvo durante más de dos meses colgado en las rejas del Ramos Mejía exigiendo «Justicia por Pablo Grillo». Cuenta, con una tenacidad que le desborda: «Me lo llevo para colgarlo en el Rocca. No vamos a dejar de pedir justicia».

La ambulancia arranca y Pablo allá va, para continuar su rehabilitación después del cartucho de gas lanzado por la Gendarmería. 

Pablo está vivo y hoy salió de terapia intensiva, 83 días después.

Esta es parte de la vida que no pudieron matar:

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La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

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Una obra teatral que recurre al milagro como ingrediente imprescindible para una transformación. Un niño santo en un pueblo perdido. Su primera intervención paranormal desata furor y de todas partes van a suplicarle lo imposible. La transfiguración de Miguelito Pepe es un unipersonal con la dramaturgia y dirección de Martina Ansardi en el que el actor Tuco Richat se pone en la piel de varios personajes que dialogan con lo sagrado y lo profano. Este viernes 30 de mayo a las 20.30 podés ver en MU Trinchera Boutique la primera de tres funciones.

Por María del Carmen Varela.

La transfiguración de Miguelito Pepe: los milagros seducen

La transfiguración de Miguelito Pepe gira en torno a un fenómeno que sucede en un pueblo norteño. Miguelito, un niño de Famaillá, se convierte de la noche a la mañana en la gran atracción del pueblo. De todas partes van a conocerlo y a pedirle milagros. En todo el pueblo no se habla de otra cosa que del niño santo, el que escucha los pedidos de quien se le acerque y concede la gracia. 

La obra tiene dramaturgia y dirección de la activista y artista travesti Martina Ansardi, directora teatral, actriz, bailarina, coreógrafa y socia de Sintonía Producciones, quien la ideó para que fuera itinerante.

Se trata de un unipersonal en el que el actor Tuco Richat se luce en varios personajes, desde una secretaria de un manosanta que entrega estampitas a quien se le cruce en el camino, una presentadora de televisiòn exaltada a un obispo un tanto resentido porque dios le concede poderes a un changuito cualquiera y no a él, tan dedicado a los menesteres eclesiásticos.

La voz de la cantante lírica Guadalupe Sanchez musicaliza las escenas: interpreta cuatro arias de repertorio internacional.  A medida que avanza la trama, Richat irá transformando su aspecto, según el personaje, con ayuda de un dispositivo móvil que marca el ritmo de la obra y sostiene el deslumbrante vestuario, a cargo de Ayeln González Pita. También tiene un rol fundamental para exhibir lo que es considerado sagrado, porque cada comunidad tiene el don de sacralizar lo que le venga en ganas. Lo que hace bien, lo merece.

Martina buscó rendir homenaje con La transfiguraciòn de Miguelito Pepe a dos referentes del colectivo travesti trans latinoamericano: el escritor chileno Pedro Lemebel y Mariela Muñoz. Mariela fue una activista trans, a quien en los años `90 un juez le quiso quitar la tenencia de tres niñxs. Martina: “Es una referenta trans a la que no se recuerda mucho», cuenta la directora. «Fue una mujer transexual que crió a 23 niños y a más de 30 nietes. Es una referenta en cuanto a lo que tiene que ver con maternidad diversa. Las mujeres trans también maternamos, tenemos historia en cuanto a la crianza y hoy me parece muy importante poder recuperar la memoria de todas las activistas trans en la Argentina. Esta obra le rinde homenaje a ella y a Pedro Lemebel”.

Con el correr de la obra, los distintos personajes nos irán contando lo que sucedió con Miguelito… ¿Qué habrá sido de esa infancia? Quizás haya continuado con su raid prodigioso, o se hayan acabado sus proezas y haya perdido la condición de ser extraordinario. O quizás, con el tiempo se haya convertido, por deseo y elección, en su propio milagro. 

MU Trinchera Boutique, Riobamba 143, CABA

Viernes 30 de mayo, 20.30 hs

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Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro

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Una actriz que cautiva. Una historia que desgarra. Música en vivo. La obra Perla Guaraní volvió de la gira en España al Teatro Polonia (Fitz Roy 1475, CABA) y sigue por dos domingos. El recomendado de lavaca esta semana.

Por María del Carmen Varela

La sala del teatro Polonia se tiñe de colores rojizos, impregnada de un aroma salvaje, de una combustión entre vegetación y madera, y alberga una historia que está a punto de brotar: Perla es parte de una naturaleza frondosa que nos cautivará durante un cuarto de hora con los matices de una vida con espinas que rasgan el relato y afloran a través de su voz.

La tonada y la crónica minuciosa nos ubican en un paisaje de influjo guaraní. Un machete le asegura defensa, aunque no parece necesitar protección. De movimientos rápidos y precisos, ajusta su instinto y en un instante captura el peligro que acecha entre las ramas. Sin perder ese sentido del humor mordaz que a veces nace de la fatalidad, nos mira, nos habla y nos deslumbra. Pregunta: “¿quién quiere comprar zapatos? Vos, reinita, que te veo la billetera abultada”. Los zapatos no se venden. ¿Qué le queda por vender? La música alegre del litoral, abrazo para sus penas.

Relato salvaje guaraní: una perla en el teatro
Gabriela Pastor en escena. Detrás, Juan Zuberman interpreta a un ciego que toca la guitarra.

La actriz y bailarina Gabriela Pastor moldeó este personaje y le pone cuerpo en el escenario.  Nacida en Formosa, hija de maestrxs rurales, aprendió el idioma guaraní al escuchar a su madre y a su padre hablarlo con lxs alumnxs y también a través de sus abuelxs maternxs paraguayxs. “Paraguay tiene un encanto muy particular”, afirma ella. “El pueblo guaraní es guerrero, resistente y poderoso”.

El personaje de Perla apareció después de una experiencia frustrante: Gabriela fue convocada para participar en una película que iba a ser rodada en Paraguay y el director la excluyó por mensaje de whatsapp unos días antes de viajar a filmar. “Por suerte eso ya es anécdota. Gracias a ese dolor, a esa herida, escribí la obra. Me salvó y me sigue salvando”, cuenta orgullosa, ya que la obra viene girando desde hace años, pasando por teatros como Timbre 4 e incluyendo escala europea.

Las vivencias del territorio donde nació y creció, la lectura de los libros de Augusto Roa Bastos y la participación en el Laboratorio de creación I con el director, dramaturgo y docente Ricardo Bartis en el Teatro Nacional Cervantes en 2017 fueron algunos de los resortes que impulsaron Perla guaraní.

Acerca de la experiencia en el Laboratorio, Gabriela asegura que “fue un despliegue actoral enorme, una fuerza tan poderosa convocada en ese grupo de 35 actores y actrices en escena que terminó siendo La liebre y la tortuga” (una propuesta teatral presentada en el Centro de las Artes de la UNSAM). Los momentos fundantes de Perla aparecieron en ese Laboratorio. “Bartís nos pidió que pusiéramos en juego un material propio que nos prendiera fuego. Agarré un mapa viejo de América Latina y dos bolsas de zapatos, hice una pila y me subí encima: pronto estaba en ese territorio litoraleño, bajando por la ruta 11, describiendo ciudades y cantando fragmentos de canciones en guaraní”.

La obra en la que Gabriela se luce, que viene de España y también fue presentada en Asunción, está dirigida por Fabián Díaz, director, dramaturgo, actor y docente. Esta combinación de talentos más la participación del músico Juan Zuberman, quien con su guitarra aporta la cuota musical imprescindible para conectar con el territorio que propone la puesta, hacen de Perla guaraní una de las producciones más originales y destacadas de la escena actual.

Teatro Polonia, Fitz Roy 1475, CABA

Domingos 18 y 25 de mayo, 20  hs

Más info y entradas en @perlaguarani

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