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Derechos Humanos

Iglesia de la Santa Cruz: la primera de las Madres desaparecidas, la infiltración de Astiz y la genética de una resistencia

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Hoy se cumplen 47 años de la desaparición y muerte de tres Madres de Plaza de Mayo, incluyendo a la fundadora del grupo, Azucena Villaflor de Devincenti, dos monjas francesas, y familiares que las acompañaban, un total de 12 personas, en un operativo perpetrado entre el 8 y el 10 de diciembre de 1977 que tuvo como centro a la iglesia de la Santa Cruz, en Buenos Aires.  El acto principal de este domingo 8 de diciembre será a las 17 en esa iglesia ubicada en la calle Estados Unidos y Urquiza, y se exhibirán pinturas de Remo Berardo, uno de los desaparecidos aquel día.

El episodio de 1977 sigue siendo un manual de historia argentina, cruzado tanto por la infiltración y traición de Alfredo Astiz, como por el sencillo heroísmo de mujeres como Esther Careaga, que pudo encontrar y rescatar a su hija pero decidió seguir acompañando a las otras madres en su búsqueda. Muestra también la hipocresía de los militares que decían estar librando una guerra mientras secuestraban clandestinamente a mujeres indefensas, familiares, y monjas que tenían la generosidad de acompañarlas. Este es uno de los abordajes posibles a esa historia, para entenderla no como memoria en freezer, o reducida a la grandilocuencia, sino como parte de lo que contiene la genética de una sociedad.

Aquí, el trabajo realizado por lavaca.org en 2007, que en la propia iglesia de la Santa Cruz ha sido frecuentemente tomado como tema de lectura, reflexión y sensibilización. Una crónica que sirve para relacionar tiempos y situaciones, y para que el recuerdo no paralice sino que estimule vida y acciones pensadas en tiempo presente.

Por Sergio Ciancaglini.


EL ALTAR DE LA MEMORIA

La primera Madre de Plaza de Mayo secuestrada por la dictadura argentina fue Esther Ballestrino de Careaga, el 8 de diciembre de 1977 en la misteriosa y bella iglesia de la Santa Cruz, ubicada en la calle Estados Unidos al 3100, de Buenos Aires. La segunda madre desaparecida estaba un paso más atrás y se llamaba María Eugenia Ponce de Bianco. La tercera, fue secuestrada dos días después. Su nombre: Azucena Villaflor de Devincenti, la fundadora de Madres de Plaza de Mayo.
Tal fue el resultado de la operación de infiltración que realizó el oficial de la marina Alfredo Astiz (disfrazado de “Gustavo Niño”) que le permitió identificar a quienes desde ese día siguen sin aparecer: además de las madres, las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, Patricia Oviedo, Gabriel Horane, José Julio Fondevilla, Horacio Elbert, Raquel Bulit, Remo Berardo y Angela Aguad de Genovés.
Sobre lo que aquí se narra debe aclararse que cualquier parecido con la ficción, lamentablemente, es pura coincidencia.


Esther Careaga no usaba su nombre. Todos la conocían como Teresa. Un apodo que le pusieron casi al azar en la Liga Argentina por los Derechos del Hombre. Paraguaya, militante política del febrerismo en su país, opuesta a la dictadura de Alfredo Stroessner, ella y su marido terminaron exiliándose en la Argentina, y conocían las ventajas de los apodos en tiempos de represión.
Esther-Teresa era un personaje particular en el grupo de madres, que en gran medida venían de tener nula participación política, mucha tarea como amas de casa, y la sorpresa tenebrosa de descubrir de pronto que sus hijos ya no estaban.
¿Dónde estaban?
Empezaron a buscar. Fueron a comisarías, juzgados, cuarteles. Comenzaron a reconocerse, y a conocerse. Esther comenzó por ser una suegra de desaparecidos. El marido de una de sus hijas, Manuel Cuevas, había sido secuestrado. Cuenta Ana María Careaga, la otra hija de Esther:
-A Manuel le decían Pancho. Su familia era muy humilde y mi mamá los ayudaba a buscar. En mi casa la política había sido siempre una cuestión cotidiana. Recibíamos a todos los perseguidos del Paraguay, estuvo de visita Salvador Allende antes de ser presidente de Chile. Mi mamá había llorado cuando mataron al Che Guevara: quiero decir, la política con un alto grado de compromiso era cosa de todos los días.

Un caso bien diferente, si se quiere, al de la actual integrante de la Línea Fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, Nora Cortiñas, que reconoce que hasta aquel momento ni siquiera había pensado en trabajar, salvo dictando clases de costura a sus vecinas.

La locura de la misericordia
Esther buscaba a su yerno y conoció a otras mujeres, entre ellas Azucena Villaflor de Devincenti. Uno de los puntos de encuentro de estos familiares era la capilla Stella Maris, en Retiro, donde un monseñor, Emilio Graselli recibía a quienes buscaban, revisando un fichero. Su actitud servía para enloquecer aún más a esas
personas. Recuerda Nora Cortiñas:
-A mí una vez me informó que mi hijo Carlos se había ido con otra mujer, por eso había desaparecido. A otra mamá la recibió mostrándole una cruz roja junto al nombre de su hijo: «Está muerto, pero venga dentro de 10 días». A los 10 días le dijo que no estaba muerto. A mí me dijo: «Su hijo debe estar bien alimentado, vestido, andando en auto para ‘marcar’ por la calle a amigos o conocidos». Me estaba diciendo que mi hijo era un delator.
Un día de abril Azucena reunió a los familiares que sostenían estos diálogos con tal personaje, y dijo lo obvio. Nada positivo surgiría de tal contacto con la perversión:
-Tenemos que ir a la Plaza de Mayo, que nos vean, que nos escuchen.
Graselli actualmente enseña religión a jovencitas en el Colegio de la Misericordia, confirmando que hay zonas de la Iglesia impermeables a la verdad, o con memoria esclerótica.
Azucena propuso que quienes se arriesgaran a tal exposición fueran las mujeres, creyendo que los militares y policías no se sobrepasarían con ellas. El 30 de abril de 1977, 14 mujeres lograron sobreponerse al miedo y se reunieron en la Plaza de Mayo. Era sábado. Descubrieron que muy poca gente andaba por allí. Azucena comprendió que convendría ir un día hábil. Alguien propuso el viernes siguiente. Una madre planteó un reparo:
-El viernes tiene la letra «r». Trae mala suerte. Es día de brujas.
Esto eliminaba también martes y miércoles, por lo que se sugirió los lunes. Recuerda Nora:
-Parece que otra madre dijo que los lunes es día de lavado de ropa. Así que quedó el jueves. Y Azucena propuso las 15.30 porque era el horario de más tránsito, después del cierre de los bancos, la Bolsa, y con mucha gente andando por allí.
Las madres comenzaron a adueñarse de la plaza.
Había algunas tías, como las hermanas de María Adela Gard de Antokoletz, y una suegra. Pero Esther Careaga se transformaría literalmente en una madre de Plaza de Mayo el 30 de junio de 1977, cuando secuestraron a Ana María, su hija de 16 años.


El saco de lana rosa


Ana María Careaga estaba embarazada de tres meses. La panza ni se notaba en ese cuerpo de niña grande, pero ella reconoce que vestía de embarazada y caminaba como embarazada, como para que el mundo estuviese al tanto de la noticia.
Ella y su marido Jorge habían buscado con entusiasmo un bebé, y ni soñaban con ocultar esa felicidad.
La militancia de Ana María, por obvias razones de edad, correspondía a la escuela secundaria, pero además era la entera familia Careaga la que estaba en la mira; su domicilio había sido allanado por la policía más de una vez, y habían secuestrado material de Naciones Unidas que los Careaga poseían por su carácter de exiliados.
El 13 de junio hacía frío, Ana María iba a encontrarse con su padre y su marido en Corrientes y Juan B. Justo. Su madre le había tejido un saco de lana gruesa, rosa fuerte, y ella andaba con la cabeza revoloteando entre el embarazo y el futuro, sin percibir un gran operativo de «zona liberada» (que permitía a los grupos paramilitares secuestrar impunemente): la policía había desviado el tránsito de ambas avenidas, lo que permitió que un par de individuos capturaran a Ana María introduciéndola a la fuerza en un automóvil que aceleró rumbo a lo desconocido.
Empezaba a ser una desaparecida.
El Club Atlético fue uno de los campos de concentración manejados por la Policía Federal, bajo la órbita del Primer Cuerpo de Ejército. Quedaba en Paseo Colón entre San Juan y Cochabamba. Los secuestrados eran vendados (tabicados), arrojados en celdas, les ponían grilletes en los pies, y así eran conducidos a las cotidianas sesiones de tortura.
La intensidad de los tormentos aplicados sobre el cuerpo de Ana María Careaga queda descripta por un dato técnico: ocho años después, con motivo del Juicio a las Juntas Militares, ella tuvo que pasar por exámenes médicos que corroboraron lo que había ocurrido. Fue uno de los pocos casos en los que pudo darse por físicamente probada la existencia de torturas, según consta en la propia sentencia, por sus secuelas verificadas años después.

Dice Ana:
-Los médicos me sacaban pedacitos de piel, muestras de las marcas que me habían hecho con cigarrillos. Hicieron estudios histopatológicos. Los rastros de picana desaparecen antes, por eso la usan tanto.

No alcanzan las palabras. Decir que Ana fue torturada «salvajemente» sería una descortesía hacia los salvajes.

Lo inquietante es que fue racionalmente torturada.

Además de la picana y las brasas, tuvieron que operarla posteriormente de un absceso en el brazo, y le rompieron un tímpano de un golpe.
Nunca les dijo a sus captores –los policías– que estaba embarazada. En abstracto podría suponerse que revelar ese dato podría haberla ayudado. A ella le funcionó, en cambio, un instinto de conservación muy primario:
-Mi terror era, por ejemplo, que agarraran a alguien de mi familia, o a un amigo. Y me parece que sentí lo mismo con lo del embarazo. Me parecía que en la tortura me iban a amenazar hasta con eso.

Ana sintió que callar era proteger al bebé, aunque la violencia de la tortura le hizo pensar que lo había perdido.
-Pedías ir al baño, y te sacaban para torturarte. Te hacías encima, y te sacaban para torturarte. Llorabas, y te sacaban para torturarte. No podías hablar. En la celda tenías que estar acostada porque si te parabas o caminabas se escuchaba el ruido de las cadenas, y te llevaban a torturar. Una vez que me llevaban al baño me rasqué la nariz, pensaron que quería sacarme la venda de los ojos y empezaron a pegarme.
Ana decidió aguantar, quedarse quieta, no llorar jamás, y pronunciar los mínimos susurros posibles.
Cada secuestrado tenía un código compuesto por una letra y dos números. Ana era K04. Pero también le endilgaron espontáneamente un apodo acorde con su edad: Piojo.


¿Qué es resistir?


Tuvo otra reacción que todavía hoy Ana no sabe a qué atribuir: nunca gritó mientras la torturaban. Respiraba profundamente, resistía la picana, luego soltaba el aire. Los policías creyeron que estaba haciendo una especie de yoga antirrepresivo. La respuesta fue incrementar la intensidad de las descargas eléctricas.
Tuvo como compañera de celda a una psicóloga de 40 años. Se apoyaban y alentaban mutuamente cuando una de las dos quería ir al baño. La idea de resistencia debía aplicarse a tales situaciones.
-En una cárcel hay otras formas de resistencia colectiva. Golpear platos, gritar, hacer gimnasia. Aquí no. Aquí era resistencia darle un pedacito de pan a alguien. O decirle unas palabras. O como con la psicóloga, darnos ánimo para aguantar.


Si lograban resistir, para ir finalmente al baño los secuestrados tenían que salir tabicados de las respectivas celdas. Cada miembro de la hilera daba medio giro, se tomaba del hombro del de adelante, y así marchaban.
Las marcas de tortura sobre la piel de Ana llegaron a tal nivel, que los policías consideraron que lo que tenía era un brote masivo de hongos.

Por miedo al contagio, para ir al baño ya no la llevaban con los otros, sino que salía sola de su celda. Le acercaban un palo, ella debía tomarlo y la conducían desde el otro extremo. Para curarle los supuestos hongos la untaban con merthiolate –una pomada desinfectante– hasta que en cierta oportunidad un secuestrado que oficiaba como médico le murmuró: «Piojo, vamos a decir que te curaste de los hongos, porque estas son las marcas de la picana y los cigarrillos, y no se te van a ir por más merthiolate que te pongan».

En ese lugar, la enfermería, el mismo secuestrado le dijo: «¿Querés ver la luz del sol?»
-Me corrió la venda y pude ver hacia arriba, había un ventiluz que daba a la vereda. Después supe que era la avenida Paseo Colón. Se veía la luz del sol y la sombra de la gente que pasaba, o de los autos.


Ana María Careaga estaba a diez cuadras de la Plaza de Mayo, de la Casa de Gobierno, a metros de una avenida tremendamente transitada.
-Es increíble… haber estado ahí tan cerca de la supuesta civilización, y a la vez desaparecida. Recuerdo que una vez pasó por ahí la hinchada de Boca, festejando algún triunfo. Adentro, los policías hacían lo de siempre: jugaban a las cartas, y ponían un casete con discursos de Hitler para que los escucháramos todo el tiempo. Siempre me dio mucha impresión. Afuera, los hinchas de Boca. Adentro, las arengas nazis.

Recuerda otro sonido: los policías mataban el tiempo jugando incansablemente al ping-pong, un compás levemente disrítmico que acompañaba los discursos de Hitler.
Sostiene Ana:
-Ahí te estabas muriendo en vida. No hay palabras para el horror del campo de concentración. La máxima humillación, la despersonalización absoluta.

Una vez Ana-Piojo pudo quitarse la venda. Vio a sus compañeros, y la imagen le recordó –otra vez– a la Alemania nazi que había visto en fotos y películas. Rapados, enjutos, contenidamente aterrados.


Volver a los 17


Otra vez escuchó que una mujer lloraba en una celda del otro lado del pasillo. Percibió que no había guardias cerca y la llamó. La mujer no le contestaba. Ella le dijo: «Si estás triste y querés hablar, llamame. Soy Piojo».
Al rato la mujer la llamó. Sobre las puertas de cada celda había un ventiluz.
Ana se trepó para ver a la otra.
La otra se trepó para ver a Ana.
Hablaron unos minutos. Al rato se dieron cuenta de que se habían conocido unas semanas antes. Era Teresa Israel, abogada de presos políticos. Se conocían de afuera, no se reconocieron adentro.
-Estábamos desfiguradas. Una vez otra presa me cortó el pelo porque por primera vez en mi vida tenía liendres. «Mirate», me dijo. Había un metal pulido en una pared, que usaban como espejo. Me miré y fue muy raro: no me reconocí a mí misma.


Algunos días la rutina cambiaba y el Club Atlético se sumergía en el silencio. Eran los momentos de «traslado». Tabicaban a todos los presos, los encerraban, reducían al mínimo las guardias, y ni siquiera había quien les diera de comer. Aparecía alguien con una lista de 20 o 30 personas, que eran llamadas por su código:
-Decían: «Z23, M12» y así iban llamando uno por uno. Las versiones que teníamos entre nosotros era que te llevaban a otro campo de concentración, algunos decían que había campos de recuperación. O que directamente te mataban. Cualquiera de esas opciones para mí era una forma de salvarme de la tortura permanente. De hecho, cuando me torturaban, yo quería morirme. Paradójicamente, ahí la muerte es una salvación.


K04, o Piojo, lloró una sola vez en el Club Atlético.
Fue cuando sintió que algo se movía en su panza.
El bebé estaba vivo.
Si Ana María Careaga decidiera volver a los 17, como en la canción de Violeta Parra, debe recordar que cumplió tal edad el 10 de septiembre de 1977, en el Club Atlético. La panza ya era visible y generó reacciones fuertes de parte de los anfitriones.
-El que conducía los interrogatorios vino y me dijo: «hija de puta, ¿por qué no me dijiste que estabas embarazada? ¿querés que te abra de piernas y te haga abortar?».


Una reacción inversa de uno de sus compañeros de suplicio resultó, a la vez, otro momento de resistencia:
-Uno de los tabicados me pidió tocarme la panza. Lo habían secuestrado con su mujer, que estaba embarazada. No sabía qué se sentía. Cuando nos llevaban al baño se ponía cerca de mí, y me tocaba la panza cuando el bebé se movía.


El psiquiatra austríaco Víktor Frankl vivió la experiencia de los campos de concentración nazis, y relató luego sus conclusiones en su obra El hombre en busca de sentido. Algunas de sus ideas en ese libro.
– «El prisionero que perdía la fe en el futuro –en su futuro– estaba condenado. Con la pérdida de la fe en el futuro perdía, asimismo, su sostén espiritual; se abandonaba y decaía, y se convertía en el sujeto del aniquilamiento físico y moral».
Ana no leyó a Frankl, pero me dice:
-La única resistencia y la única garantía que tenías desde el punto de vista de tu integridad, eras vos mismo. A mí lo que me salvó fue no perderme a mí misma. Y lo que parece una frase, es lo esencial.

Escribió Frankl:
-«Y allí siempre había ocasiones para elegir. A diario, a todas horas, se ofrecía la oportunidad de tomar una decisión que determinaba si uno se sometería o no a las fuerzas que amenazaban con arrebatarle su yo más íntimo, la libertad interna; que determinaban si uno iba o no iba a ser el juguete de las circunstancias, renunciando a la libertad y a la dignidad, para dejarse moldear hasta convertirse en un recluso típico».

¿Cuánto hay de elección, cuando el propio cuerpo, el dolor absoluto y el terror están en juego?, pregunta Ana. Hubo muchos que no pudieron elegir, dice.
Acaso baste saber que ella no fue una reclusa típica.
Ella repasa aquellos pequeños gestos de resistencia, esas decisiones como la de hablar con quienes lloraban, pese a la amenaza de terminar en la tortura:
-Eso te daba una fuerza interior, algo tuyo en donde no podían entrar. Era lo único que uno tenía. Tenerte a vos mismo.


Y revela otra clave. Frankl habla de «proyecto de futuro» y de no dejar que a uno le arrebaten su yo más íntimo. Reflexiona Ana:
-Creo que para mí fue un privilegio estar embarazada. Sé que es raro que diga esto: pero yo no estaba sola. Eso que tenía interiormente, no sólo en lo simbólico sino en el cuerpo, no me lo podían sacar. Era alguien con quien habíamos resistido y sobrevivido al horror. Siempre sentí que eso me salvó.

El perfume

La rutina cambiaba no sólo los días del traslado, sino las veces en que había visitas.
Los guardianes silenciaban a Hitler, abandonaban el ping-pong y tabicaban a todos los presos, pero además Piojo se daba cuenta de que ocurría algo extraño por el olor.
Perfume.
Muchos testimonios han hablado de las visitas del general Guillermo Suárez Mason a los campos de concentración. Para Ana no es posible determinar quiénes eran esos individuos perfumados que iban a observarlos. Sólo les veía los zapatos impecables, mirando hacia abajo, por el resquicio que dejaba la venda.
-Una vez uno me preguntó si me habían torturado. Le contesté que sí. «Muéstreme», me dijo. Yo tenía la panza con merthiolate. No dijo nada más y se fue.


En septiembre comenzó a haber nuevos indicios de traslado. Piojo y otros secuestrados fueron llevados a tomarse fotografías de frente y perfil. La idea de que no existe documentación sobre los desaparecidos es una superstición que alguna vez caerá en desuso.
-Me decían: «no vas a contar nada, dedicate a tu bebé, mirá que cuando te agarremos de nuevo no vas a estar embarazada». Yo pensaba que si alguna vez salía no podía hacer otra cosa que contar lo que estaba pasando en ese lugar. Había personas vivas. ¿Cómo no iba a contarlo?


El 30 de septiembre unos 15 o 20 desaparecidos del Club Atlético fueron liberados. Acaso la presión internacional, tal vez los familiares que denunciaban, algún motivo laberíntico en la irracional racionalidad de la dictadura llevó a soltar a estas personas, en un momento en el que ya comenzaba a desmantelarse el lugar porque el terreno sería parte del trazado de la futura autopista 25 de Mayo.
Ana se puso el vestido de embarazada, ahora sobre una panza visible y los zapatos abotinados abiertos, destruidos. Le robaron el saco de lana rosa que le había tejido su madre.


Las fantasías de la libertad

Fue llevada en automóvil a la casa de sus padres, en Parque Chas. Tocó el timbre, le abrió un empleado de la empresa familiar de productos químicos y cosméticos. Ana le pidió que encerrara a Liza, la perra de la familia, que era bastante agresiva con extraños: no se había encontrado a sí misma en aquel espejo de metal pulido, y temió que su perra tampoco pudiese reconocerla.
Los Careaga se habían mudado, intentando alejarse de los allanamientos y de nuevos secuestros. Debían llamar a esa casa, que ahora utilizaban como lugar de embalaje de los productos de la empresa. Mientras esperaba, Ana quiso hacer realidad una de sus fantasías en el campo de concentración:
-Con la psicóloga siempre imaginábamos qué haríamos al salir en libertad. El hambre era tan desesperante que yo contaba los segundos y los minutos y las horas en mi cabeza, para que llegara la comida, que era asquerosa. Así que yo decía que lo primero que iba a hacer sería comerme todo lo que tuviese adelante. Ella decía que no, que su fantasía era irse a Rosario, a la casa de su mamá, meterse en la cama, y que le trajese un té con galletas. Cuando llegué a casa, fui a la heladera. Este señor me preparó un churrasco. Pero Liza, la perra, estaba como enloquecida arañando la puerta. Le abrí, se me tiró encima y me lamió toda la cara. Ahí me puse a llorar. Y el churrasco ni lo probé.


El padre de Ana llamó a la casa, y pasó para llevársela al nuevo domicilio. Esther estaba con las otras madres, en la Plaza de Mayo. Al regresar, habían escondido a Ana en un cuarto. No querían darle a su madre la noticia de la reaparición tan de golpe. Tenía problemas cardíacos, y temían matarla de la alegría.
Esther llegó entusiasmada, diciendo que suponía que una chica de la que se decía que estaba viva podía ser Ana. Le insinuaron que había noticias mejores aún, y la fueron haciendo caer en la cuenta de que su hija estaba viva. Ana abrió la puerta y se abrazó con su madre.
-Siempre sentí que hubiera querido abrazarla más, mucho más.

La decisión de Esther

Comenzaron los trámites para sacar a Ana del país. Pudo obtener su documento de identidad. La foto –tomada días después de su salida del campo de concentración– fue incorporada en el Juicio a las Juntas, como prueba de lo que puede hacer la represión con el aspecto de las personas.
Esther Careaga se reencontró con las otras madres, y con esa noticia esperanzadora: una de las secuestradas había reaparecido. Ana recuerda que las madres le enviaron papelitos con los nombres de sus hijos, por si ella sabía de alguno. Pero no. Ningún nombre, ningún apodo le pareció conocido.
Las madres felicitaron a Esther, a quien seguían conociendo como Teresa, y le pidieron que nunca volviese a la Plaza de Mayo: «Ya está, ya encontraste a tu hija» le dijeron. Pero la mujer negó con la cabeza y dijo:
-No, no. Yo me quedo con ustedes. Hasta que aparezca el último.


A los 17 años, con su embarazo de siete meses y la compañía de una de sus hermanas y de su madre, Ana viajó a Uruguay, y de allí a Brasil, en donde efectuó la primera de sus denuncias sobre lo que había vivido en el Club Atlético.
Tomaron su caso como de extrema gravedad y la subieron a un avión rumbo a Suecia, pese a las recomendaciones en contrario por su embarazo. Pero temían por la seguridad de Ana en Brasil, en vista de los lazos fraternos que unían a los militares del Cono Sur en su entusiasmo represivo. Ella recuerda:
-A las embarazadas les hablan de lo que tienen que comer, los cuidados y un montón de cosas. Y yo comía cualquier desastre. Salí súper anémica del campo, más el terror, la tortura, todo al revés de lo que pueden recomendarte. Sin embargo el embarazo siguió.


Viajó a Suecia con su hermana y su marido, con quien se había reencontrado en Brasil. Esther Careaga, ya con su hija a salvo, decidió seguir su propio camino: volvió con las Madres de Plaza de Mayo.
La corona sueca brindaba la posibilidad de hacer dos llamados telefónicos a los asilados. El primero lo utilizaron para avisar que habían llegado bien.
El segundo llamado lo efectuó el marido de Ana, para avisarle a sus padres que a las 21.10 del 11 de diciembre de 1977, había nacido Ana Silvia Fernández Careaga, con un peso de 2 kilos 780 gramos, y perfecto estado de salud.
Del otro lado de la línea, llegó la noticia más oscura: Esther había sido secuestrada el 8 de diciembre, en la iglesia de Santa Cruz. Le ocultaron el dato a Ana que, después del parto de su hija, no podía dejar de llorar.

Se lo dijeron unos días después.
Ana señala hoy:
-Por apenas tres días, no pude reunir dos maravillas de mi vida: mi madre y mi hija. Mi reacción fue terrible. Pensé lo peor, pero después me hicieron ver que tal vez a las madres y a las monjas francesas no les hicieran nada. Al final entendimos que era al revés: nunca iban a dejarlas salir porque era un reconocimiento de los crímenes que estaban cometiendo.


Ana tuvo otro matrimonio y dos hijos más. Volvió a la Argentina del exilio y declaró en el Juicio a las Juntas. Es psicóloga, fue secretaria de Derechos Humanos de la Unión de Trabajadores de Prensa de Buenos Aires y dirigió el instituto Espacio para la Memoria.
El Club Atlético fue literalmente destapado en abril de 2002, debajo
de la autopista. Es la arqueología del horror. Allí estaban el dibujo de las celdas, el del «quirófano» (como llamaban a la sala de torturas), el piso original, restos de uniformes, escudos policiales, palos y machetes, las botellas de detergente que, como improvisados papagallos, servían para que los secuestrados orinaran.
Las excavaciones pusieron en riesgo la propia columna que sostiene la autopista, que había sido simplemente apoyada sobre los escombros.
Los militares y los concesionarios quizás pensaron que jamás nada sería removido.
En julio de 2005 se conoció la noticia: el Equipo de Antropología Forense logró reconocer restos encontrados en el Cementerio de General Lavalle.
Determinó que esos cuerpos habían sido arrojados vivos al mar.
Eran los de Esther Careaga, María Bianco y Azucena Devincenti, las madres, y el de Leonie Duquet y Angela Aguad. Las cenizas de Azucena quedaron en Plaza de Mayo y también en la Iglesia, donde están los cuerpos de Esther, María, Leonie y Angela.
En este 2024 se están cumpliendo 47 años del comienzo de lo que aquí se ha narrado.
Y Santa Cruz seguirá siendo, como siempre, el lugar donde está sembrada la memoria.

Derechos Humanos

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?

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El 22 de abril se cumplen 40 años del comienzo de las audiencias del Juicio a las Juntas Militares. Testigo privilegiado de muchas de las audiencias, el periodista de MU y coautor del libro Nada más que la verdad repasa escenas, revelaciones y el contexto de una experiencia inédita en el mundo en la que se juzgó un crimen masivo cometido desde el Estado. Los testigos, las sorpresas, la ubicación de la locura y de la cordura. La proyección de esa historia pensando en las violaciones a los derechos humanos del presente.

Por Sergio Ciancaglini

40 años del Juicio a las Juntas: ¿qué significa hoy?
Los militares en 1985, de pie ante los jueces. Fotos gentileza de Telam y Fondo Familiares de Desaparecidos y Detenidos por Razones Políticas. Archivo Memoria Abierta.
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Actualidad

Hasta el lunes, Nora

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Nora Irma Morales de Cortiñas, alias Norita, cumpliría hoy 95 años. A dos días de otro 24 de marzo, y en medio de tantos días turbios, una semblanza de una mujer que eligió la libertad, el pensamiento, el sentimiento, la resistencia cotidiana y la alegría. La publicamos el año pasado, como homenaje a un ejemplo que no tiene fecha de vencimiento y que el lunes, en muchos sentidos, volverá a decir presente.

Nora como copilota de auto, y su agenda infinita. Nora, el clítoris, y su número de DNI. Nora y la pelopincho. Nora y la justicia. Nora y la inteligencia. El feminismo, el cannabis, la sensibilidad, y su teoría de las endorfinas. Su propuesta sobre qué hacer frente a la crisis actual. Y su respuesta a una consulta: ¿qué pasará con Madres el día que no haya más Madres?

Los relojes sostienen con una precisión insoportable que todo ocurrió –o dejó de ocurrir– a las 18.41 del jueves 30 de mayo de 2024, un rato después de la ronda de Madres de cada jueves a la que esta vez obviamente ella no había podido ir, internada. Tenía 94 años, cumplidos el 22 de marzo.

Es una de las figuras más importantes en la historia argentina, una mujer gigante que nunca quiso revelar cuánto medía, partidaria de los abrazos y de todas las luchas, y abanderada de la sonrisa y la cordialidad, oficios que se ejercen con el corazón. Se despidió para instalarse en el infinito. Estos son algunos retazos, algunas semblanzas, algunas palabras, para intentar desobedecer a la muerte.

Para recordar a una persona maravillosa, y para no decirle adiós.  

Por Sergio Ciancaglini

Hace unos meses, ante acontecimientos electorales (a)narco capitalistas que son de público conocimiento, alguien le comentó a Nora Cortiñas: “Qué desastre lo que está pasando, ¿qué vamos a hacer frente a todo esto?”.

En lugar de hablar de lucha, resistencia, desobediencia civil, coraje y otras cosas que podían esperarse que salieran de sus labios ante semejante desafío, ella contestó, desde su silla de ruedas: “Una fiesta”.

Dio detalles: “En un barco, bailando y cantándole al río”.

Y se rio. Todo lo demás estaba sobreentendido. Ella sabía, tal vez desde siempre, que las cosas hay que concretarlas más que anunciarlas, y que la rebeldía debe aprender a alimentarse también de la celebración, el encuentro. La fiesta.

Es lo primero que se me ocurre recordar sobre Nora. Ante la muerte, la memoria fragmenta las imágenes, como cuando se mira a través de unas ventanas o de unos ojos empapados. Perdón entonces por el estado de mis ventanas: estos son algunos fragmentos de lo que alcanzo a ver en la memoria, y que quisiera contar desordenadamente antes de olvidarlo.

El DNI

Una tarde en la sede de Madres Línea Fundadora. Nora revisa su cartera en la que lleva el pañuelo blanco, el verde por el aborto, crema de cannabis medicinal para su rodilla, una lata de sardinas y la agenda en la que anota sus hiperactividades cotidianas, entre otros secretos. Su agenda fue siempre el mejor mapa para comprender la conflictividad social argentina. Las luchas por la vida.

En la cartera está también su DNI: 0.019.538. “Fui de las primeras en la cola para sacarlo. El otro día, por un trámite, los empleados de un banco me dijeron que la máquina no podía interpretar un número tan bajo”.

La ayudé a cerrar la sede de Madres ese día mientras me apuraba: “Dale, dale, que tengo mucho que hacer”. Se puso el ponchito de barracán, agarró la cartera, el bastón, apagó la luz y cerró con llave. Al cerrar esa puerta, da media vuelta y abre un mundo. Nora se transforma en Norita, que en lugar de ser un diminutivo resulta un aumentativo, una clave, un código de acción.
Sale Nora de Madres y entra Norita a la calle, las plazas, las ciudades, los pueblos, las rutas, las fábricas, la naturaleza, los conflictos.
Entra a sus verdaderos lugares de acción: lo público, los espacios donde ocurren las cosas, o donde las cosas se manifiestan escapando de los encierros y del silencio. 

Hasta el lunes, Nora

La foto de portada: Martín Acosta. La que se ve sobre estas líneas, Alejandro Carmona. Ambas para la cobertura colaborativa. Enero 2024

Los sí y los no

Vi su DNI por primera vez en 2012, en Tribunales, cuando presentó un hábeas corpus por su hijo Carlos Gustavo Cortiñas, desaparecido el 15 de abril de 1977 a las 8.45 en la estación Castelar, cuando iba hacia su trabajo en el INDEC.

Aquel 10 de diciembre de 2012 fue también la primera y única vez, en décadas, que la vi llorar. Como cronista de lavaca, me tocó ser el único periodista presente en ese momento. Acompañaba a Nora Ana Careaga, desaparecida durante la dictadura, embarazada, a los 16 años, hija de Esther Careaga, una de las tres madres desaparecidas en diciembre de 1977. También estaba con Nora Adolfo Mango, del equipo de Derechos Humanos de la Iglesia de la Santa Cruz, epicentro de la desaparición de la propia Esther, Mary Ponce de Bianco y Azucena Villaflor de Devincenti, además de las monjas francesas Alice Domon y Leonie Duquet, tras la infiltración realizada por el marino genocida Alfredo Astiz.

Nora me explicó que su idea con el hábeas corpus era lograr que se abran los archivos sobre qué pasó con cada persona desaparecida, incluso su hijo: “Claro: nosotros no torturamos a los militares para que hablen. Depende de ellos. Y no hablan porque es parte de su culpabilidad y la demostración del crimen que cometieron. Lo mío es una pregunta sencilla y de madre. No tiene ninguna otra intención que saber dónde está mi hijo”. Como siempre, tenía la foto de Gustavo colgada del cuello, junto al corazón.

Durante la espera repasaba algunos no y algunos sí que plantearía ese mismo día al recibir el Doctorado Honoris Causa de la Facultad de Ciencias Económicas de la UBA: “No a la Ley Antiterrorista. No a Clarín ni a ningún tipo de monopolio. No a la megaminería a cielo abierto. No al glifosato, no a Monsanto. No a la discriminación a los pueblos indígenas. No al pago de la deuda externa inmoral, impagable y odiosa. Sí a la Justicia. Sí a la verdad. Sí a la memoria. Sí al apoyo a los juicios hasta que se condene al último genocida. Sí a la recuperación de la identidad para todos los jóvenes que fueron niños apropiados por el terrorismo de Estado. Sí a la reivindicación de la lucha de nuestras hijas, hijos, y del pueblo”.

La llamaron del despacho del juez Ricardo Warley y la secretaria Miriam Halata. Me pidió que fuese con ella. Le preguntaron la causa del hábeas corpus: “Es que sigo sin saber qué le pasó a mi hijo. Y yo quisiera que él, de algún modo…” La emoción la hizo callar. Me miró con los ojos inundados haciendo un gesto con su mano, tipo “no puedo”. Hubo unos segundos de silencio. Se repuso: “Quisiera que él sepa que siempre lo buscamos”.

El cine, la onda verde y los pelotudos

Una de nuestras salidas en los últimos años fue al cine, en 2022, para ver Argentina 1985. La pasé a buscar por el Congreso, el mismo en el que hoy se decide –o no– el posible remate del país, sobre el que ella tanto advirtió. Bajó con una persona que la acompañaba, plegamos en el baúl del auto la silla de ruedas que ya le resultaba inevitable y allí fuimos hacia el infierno de Puerto Madero. En el cine no pidió nada en especial, ubicaron su silla un pasillo, y vio conmovida la película. Saludó al director Santiago Mitre y a Dolores Fonzi con afecto y me dijo: “Vamos a comer algo”. Salió del cine, impermeable a los flashes y las celebridades. No sabía qué pensar de la película, que la había sacudido. La emocionaron muchas cosas, le pareció que faltaban otras: esta historia es tan infinita que siempre falta algo o mucho por contar.

Comimos con Marisa, su asistente, y con Claudia Acuña. Nora saludaba y conversaba con la gente de las mesas cercanas en ese restaurante de Avenida de Mayo. La llevamos a su casa de Castelar. Iba como mi copilota, era la una de la madrugada: “Mirá, ya lo tengo estudiado. Si agarramos la onda verde, no nos para nadie hasta la General Paz. ¿Sabés cuál puede ser el único problema?”.

La miré de reojo y replicó: “Los pelotudos”.

Arrancamos. Cuando algún auto o colectivo hacía una maniobra indescifrable, Nora saltaba: “¿Ves lo que te digo? Lo que hay que hacer es esquivar a los pelotudos, y así se llega bien a donde uno quiere”.   

Empezar a romper

La primera vez de las Madres en Plaza de Mayo fue el sábado 30 de abril de 1977. El 15 había desaparecido Gustavo. Militaba en la Juventud Peronista. Flaco, sonriente, bigote setentista, pelo largo.
En la casa de Nora hay una foto en la que se lo ve mirando a los chicos de la Villa 31, en la que militó con el padre Carlos Mugica. “Tiene un gesto que me parece dolorido y comprometido con lo que está viendo. Pero fijate los chiquitos: son iguales a los que ves hoy en las villas”. Se queda pensando: “Nuestros hijos luchaban por la justicia social. Pero hoy la brecha entre ricos y pobres es todavía mayor que cuando se tomó esta foto”. Para esa mujer que había tenido que amoldarse al rol de ama de casa y profesora de alta costura, la desaparición del hijo representó el fin de muchas cosas. “Fue dejar la casa y salir a buscarlo. Y fue para todas igual. Mujeres comunes que no éramos de la academia, ni de los grupos de pensamiento. Pero hoy entiendo que ahí ya fuimos feministas. Ahí empezamos a romper”.

Relata Nora que los varones y esposos no intervenían en las rondas porque el horario de las 15.30 era de trabajo. “Pasaba otra cosa. Al ver a los milicos algunos padres decían ‘yo le dije a mi hijo que no se metiera’ y cosas así. Entonces eso no servía. Las madres no hacíamos esas cosas”. Confrontaban. El lugar común indica que el dolor enceguece, pero Nora piensa distinto: “El dolor nos hizo ver. Nos fortaleció, y nos ayudó a ser claras”.
Empezó a entender algunas charlas que había tenido con su hijo: “Una vez me dijo: ‘¿Sabés que te pasa, mamá? Te falta calle’. Aprendí. Ahora me pasé de calle. Más que en los libros, la concientización está en la calle. Esto significa moverse siempre. Y no pensar dos veces ”.

Mínima, vital y móvil


Más fragmentos.

Desde que cumplió 82 años se definió como mínima, vital y móvil.Mínima: Nunca escondió la edad, pero ocultaba su estatura.
“Ni a mis nietos se los digo”. En el jardín de su casa hay una pequeña piscina
de dos metros de largo y uno de profundidad. Me la mostró y me guiñó un ojo: “Me
meto con salvavidas”.

Vital: Parece inagotable, aunque no lo es. Hace años sufrió
un ínfimo ACV. “Hablé dos horas después de eso en un acto, y parada. Ni yo lo
puedo creer. Pero es un compromiso con nuestros hijos y nuestras hijas. No es
un sacrificio para nada. Cada día es estar donde hay una injusticia”.

Móvil: Sus idas y vueltas a Castelar en micros, trenes
y subtes fueron durante décadas una especie de gesta cotidiana en medio de la
multitud. Un día me contó: “El otro día bajaba del tren. En el medio del gentío,
un chico que iba a subir me vio, tenía un chocolate, me dijo ‘gracias por todo
lo que hacés’, me lo dio y subió. Me quedé en el andén con el chocolate
llorando de emoción. Ni sé el nombre. Solo sé que era un chico del oeste”.

Cómo posar en una foto

Nora estuvo en la inauguración de la anterior y de la actual sede de lavaca: nuestra madrina. Siempre llegaba con flores. Allí, y en todas partes, la gente siempre le pidió fotos. Cuando le reclamaban sonrisas con el clásico “digan whisky”, Nora replicaba: “Digan clítoris”.

Un día me dijo: “La magia no nace porque sí. La tenés que crear con tu espíritu. El espíritu de ver el lado bueno de la vida. Si no hacés magia con lo que te pasa, es imposible sentir que lo que hacés está bien, que te genere alegría porque no estás entre los mafiosos”.

Me contó también que su biznieta Camila, a los 9 años, le dijo que los besos y los abrazos contagian gérmenes. “Pero el abrazo y las caricias estimulan las endorfinas que son lo que dan ganas de vivir. Cuando alguien está enfermo, lo acariciás, le das la mano y eso es terapéutico por las endorfinas. Así que en eso sí que tengo partido: soy partidaria de los besos y los abrazos”.Defendió siempre la democracia, por eso desconfiaba de los políticos. Varias veces votó metiendo un papel en el sobre, con estas palabras: “30.000 detenidos desaparecidos. No al extractivismo. No a la persecución a las comunidades indígenas. No a la deuda externa impagable, inmoral y odiosa. Me lo habrán anulado. No importa, saben que estuve ahí”. 

En la Plaza, antes y hoy

Plaza de Mayo, jueves, 15.30.
Las Madres están partidas desde 1986, pero allí están. Girando siempre en sentido inverso al de las agujas del reloj, como para recuperar el tiempo detenido por el terror. Cada uno de los dos grupos (Asociación y Línea Fundadora) en el extremo opuesto de ese círculo alrededor de la Pirámide de Mayo que culmina con una estatua que representa a la Libertad. La libertad está inmóvil, mientras la memoria, la verdad y la justicia rondan alrededor. Esa vez ocurre en tiempos de Mauricio Macri. Al final de la marcha circular Nora toma un micrófono, presenta a gremialistas, a asambleístas anti mineros, a maestras de escuela, a familiares víctimas de femicidios, denuncia la deuda externa y eterna, y anticipa lo que vino desde entonces hasta hoy, “porque hay gente que se queja en la verdulería, pero no entiende que lo que le pasa es consecuencia de que se están llevando los dólares y las riquezas, y cada dólar se paga con hambre en nuestro país”. 

Repaso lo que dijo aquel día, como si lo estuviese diciendo hoy. Dice que el gobierno (¿aquel gobierno?) es “negacionista, inmoral y ladrón”, y cuenta lo que está sintiendo. “Hoy no hay buenas noticias para dar, la buena noticia fueron esos chiquitos que vinieron de Lugano”.
Agrega: “No nos volvamos locos. Cada día me acuesto pensando ¿qué mal van a hacernos mañana? Es como que con cada acción, con cada decisión, quieren humillar. No lo logran, porque nos tienen que resbalar las cosas que dicen y hacen”.
Mira a la gente: “Siento que esta Plaza es mágica. Me siento feliz aquí. Me da pudor decirlo, con tantos desastres que pasan, pero es lo que siento viendo que tantas personas vienen, se encuentran, se abrazan, se reconocen”.

Salto a este 2024, en el que mis compañeras y compañeros de lavaca resolvieron reforzar el acompañamiento a cada marcha, cada vez con menos Madres, que sienten que lo que está en juego es seguir. Les debemos eso: acompañarlas en un momento así. Nora fue varias veces este año. Otros jueves empezó a no poder. Se organizó una cobertura fotográfica colaborativa de cada una de esas rondas. En esos giros vimos el nacimiento de Hermanxs (hermanos y hermanas de personas desaparecidas) y lo más nuevo: Nietes. Norita alcanzó a fotografiarse con esos grupos que fermentan el futuro.

Hasta el lunes, Nora

Nora puño en alto, Elia Espén, y Nietes. Foto: Lucía Prieto para la cobertura colaborativa. Abril 2024.

Me llegan mensajes de hoy. Lina y Francisco están en Misiones, cubriendo el conflicto provincial. «Le dimos la noticia a la asamblea y acampe docente, le brindaron un aplauso. Fue muy emotivo». Claudia: «Fue muy fuerte estar en la ronda hoy, y verla a Elia Espén, y que transmitía tan claro y con el cuerpo que sabía, y nos miraba a los pocos que éramos, y decía ‘griten más fuerte’, y temblaba. Pedía que no dejemos de ir. Le agarré las manos y le dije que se quede tranquila, que íbamos a seguir». Lucas: «Por cada lágrima se me vienen mil sonrisas porque así iluminabas todo. No sólo por tu Gustavo, que llevabas siempre a la altura de tu corazón, sino en una calle conurbana que pedía a gritos la aparición de un pibe desaparecido por la Bonaerense, en una asamblea de algún pueblo fumigado, en cualquier marcha feminista, en cada fábrica recuperada. Decías: todo daño que nos hacen transformémoslo en amor». Franco: «Norita era magia subidora, sonrisa y puño en alto, se fue para no aguantar más a este gobierno, y estará más que viva que nunca».

Se me ocurrió hace tiempo preguntarle a Nora: ¿Cómo imaginar esa ronda cuando ya no queden Madres?

“Yo no me imagino nada. Nunca digo que esto va a ser así o asá. Lo que creo es que siempre hubo etapas con determinadas personas que vivieron y luego murieron. Es la ley de la historia, y de la vida. Ojalá nunca más tenga que haber Madres porque hay genocidios y represiones. Pero en nuestro caso, de algún modo estaremos en la Plaza. Y entonces habrá que ver qué es lo que nace”.

Me lo dijo sin miedo y sin nostalgia, haciendo bailar esa sonrisa alimentada en la calle con abrazos y resistencia, besos y valentía, magia y endorfinas.

Su última salida pública fue para ver el show de Susy Shock: una noche de alegría.

Hay tanto para contar, y tan poco para decir en esta noche triste, que tal vez solo alcance con repetir la palabra que le dijo aquel chico del Oeste que le regaló un chocolate en un andén, y que la emocionó: gracias. Mientras la imagino ahora mismo en un barco, bailando y cantándole al río.

Hasta el lunes, Nora

Nora en la Cooperativa Lavaca, en la inauguración de nuestra trinchera. Año 2016.

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La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

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Traumatismo encéfalo craneano, herida cortante e irritación ocular: las heridas causadas a Beatriz Blanco (81 años) ya forman parte de una causa judicial que inició ella misma y también la Procuraduría de Violencia Institucional, y apunta contra dos efectivos que la gasearon y le pegaron, provocando su caída. También apunta a la responsable del operativo, la ministra Patricia Bullrich, que se desplegó el miércoles de manera feroz, pero que -plantea la denuncia- es parte de un “plan sistemático”. Beatriz fue golpeada a las 16:10, antes de los principales incidentes, mientras se manifestaba en una esquina: cómo fue el momento, según relata ella misma en la denuncia y cuenta su hija. Quién es esta jubilada que trabajó de todo. Cómo está: recuperándose, enojada y “con más fuerza que nunca”. La voz de una de sus hijas junto a quienes lucha por justicia, y paz.

Por Franco Ciancaglini.

La imagen de Beatriz Blanco cayendo en seco al suelo -tras ser gaseada y empujada por dos efectivos de la Policía Federal- dio la vuelta al mundo. 

En el video se ve el fin de una secuencia más larga que inicia cuando la Policía Federal empuja de manera violenta a jubiladas y jubilados que se encontraban haciendo el clásico semaforazo de todos los miércoles en el Congreso. 

“Ella lo que cuenta es que estaba con el grupo de jubilados, cortando Entre Ríos, para mostrar sus carteles. Y cuando el semáforo se pone verde se vuelven a la esquina. Y en ese momento vino la policía, apurando a todos los viejos a subirse a la vereda”.

La que habla es una de sus hijas, Paula.

El relato coincide con la temprana decisión de las fuerzas de abalanzarse sobre personas que hacen lo mismo todos los miércoles -un semaforazo, y luego una movilización que da la vuelta al Congreso-: Beatriz fue atacada a las 16:10. 

Esta vez, por lo especial de la fecha, los Policías iban además con el gas apretado y el palo suelto. Cualquiera que estuvo en la manifestación pudo apreciar cómo apenas una persona se acercaba a los efectivos, o incluso estando a metros, sin hacer nada, podía ser gaseado. Incluso teniendo 81 años.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Los camiones hidrantes fueron parte de la cacería desatada. Foto: Lina Etchesuri.

El arma y la palabra

Beatriz Blanco no está afiliada a ninguna barrabrava ni milita en ningún partido político.

Es jubilada.

Trabajó toda su vida como empleada en cooperativa de fletes, empleada cuidando niños, costurera, y de casera hasta los últimos tiempos.

Tiene tres hijas.

Una de ellas, Paula Ippolito, cuenta que junto a su madre Beatriz y su hermana Paula suelen ir juntas a las marchas. “Esta vez fue sola porque justo yo estaba operada de la rodilla. Suele ir, no va todos los miércoles pero cuando puede va”.

Beatriz ya conocía a varios y por eso se acercó al grupo de jubilados que realiza los miércoles el semaforazo. Luego de que la empujaran a la vereda, se puso a hablarle a un cordón policial, una práctica habitual de jubilados anodados ante la violencia sin sentido que ejercen las fuerzas: “Ella siempre es de ir y hablar, de decir qué están haciendo, cómo no les da vergüenza; mi mamá siempre como que quiere hacer conciencia. Ella le debería estar gritando al policía que estaba de espaldas y lo toca con el bastón como diciendo ´mirame´. Ahí el chabón se da vuelta y le tira el spray, y el otro que le pega con el palo en la cabeza”.

Ese combo, que representa un ataque, de gaseo, empujón y golpe, hace que Beatriz pierda el equilibrio instantáneamente, y caiga al suelo.

La primera pregunta es cómo está: “Se está recuperando. Está en reposo, en observación por el golpe que recibió en la cabeza. Está con mucho dolor en todo el cuerpo, con un poco de inestabilidad, con el dolor en los ojos por el gas que le tiraron. Tiene los ojos muy hinchadas: le tiraron gas directo en la cara”.

Este dato del gas directo a sus ojos explica a la vez la pérdida del equilibrio, desechando por tierra las mentiras del Jefe de Gabinete, Guillermo Francos, que aseguró que se “cayó sola”. También el título de la empresa La Nación que habló de que la jubilada “atacó” a la policía previo a su “caída”: “Ella le tocó con su bastón para que se diera vuelta, para que la escucharan, no golpeó a nadie. Habría que mostrar los videos enteros donde la Policía increpa primero a los jubilados para que se suban a la vereda, con la agresividad que suelen tener”.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Beatriz Blanco, tras los gases recibidos y el golpe posterior. Foto: Lina Etchesuri.

El caso de Beatriz es uno de los dos -junto al del fotógrafo Pablo Grillo- denunciados por la Procuraduría de Violencia Institucional (Procuvin) ante la Cámara del Crimen. En esas denuncias a las que accedió lavaca, el organismo que se encarga de monitorear a las fuerzas -en estos tiempos, con menos entusiasmo- presenta como “pruebas” distintos recortes periodísticos alrededor del ataque a Beatriz. Y solicita a la justicia que requiera al Ministerio de Seguridad el personal policial afectado a los lugares de ambos ataques, así como los datos de la “sala de operaciones” a la que reportaban los agentes a cargo del operativo.

Por otro lado, la propia familia de Beatriz presentó una denuncia contra los dos agentes de la Policía Federal y contra la propia ministra Bullrich. Narra en su presentación lo mismo que refiere su hija en esta nota: “Siendo aproximadamente las 16:10 hs me encontraba en las inmediaciones de la esquina de las avenidas Entre Ríos y Rivadavia de esta ciudad (…) cuando fui rociada con una sustancia lacerante por un efectivo de la Policía Federal. Inmediatamente después, y también a manos de un efectivo de la PFA, recibí un golpe en la cabeza, con un elemento que creo se denomina ‘tonfa’, lo que provoca mi caída al piso”.

Tras el golpe, Beatriz fue derivada al Hospital Argerich, donde diagnosticaron lo producido por el ataque: traumatismo encáfalo craneano, herida cortante e irritación ocular.

Por eso, por un lado, reclama la identificación de los dos efectivos que la atacaron, plausibles de ser responsables de “delitos de lesiones leves” agravadas por tratarse de personal de la fuerza. Y por otro, califica a la ministra de Seguridad Patricia Bullrich como “autora mediata” por ser responsable del operativo y algo más: la valiente presentación habla de que estos hechos son parte de un plan sistemático.

La causa de la caída: la denuncia de Beatriz Blanco, la jubilada gaseada y golpeada por la Policía

Una síntesis del plan sistemático. Foto: Juan Valeiro.

“Como en los momentos más aciagos de nuestra historia, desde el Poder Ejecutivo se ha montado un Programa de Miseria Planificada cuya consecuencia natural es la Protesta Social. Y sabido es que este tipo de políticas socioeconómicas sólo resultan aplicables cuando se pone a disposición de las mismas al aparato represor del Estado”.

Firma toda esta historia la propia Beatriz, acaso poniendo en contexto lo que representan los golpes que sufrió, su historia y el futuro por el que pelea junto a sus hijas. “Nosotras somos fieles a las marchas que son para los derechos del pueblo”, cuenta Paula, una de ellas. “No militamos en ningún partido político, siempre vamos independientes y solas”, aclara por si hiciera falta.

Paula habla siempre en plural femenino, pensando en su madre y su hermana. Desde ese lugar cuenta: “Nos están sacando todo. Nos están metiendo miedo para que no salgamos a las calles. Están imponiendo todo lo que quieren imponer. Siempre estamos atentas a todas las luchas. Esto va a por todos, no es solamente por los jubilados. A mi me han robado plata con la AFJP a pesar de que ya tengo 30 años de aportes. Estos vienen por todo, por todo lo que conquistamos”.

Junto a Natalia, las jóvenes militan tocando tambores en Batuka, uno de los conjuntos que lleva el ritmo a la calle y es la banda de sonido de la protesta social y la lucha. Hoy, del lado de la víctima, Paula asegura: “Estamos luchando para que esto no vuelva a suceder. Para que tengamos memoria y el pueblo no se duerma. No tenemos miedo. Ya la verdad que queda poco por perder”.

Esta lucha incluye, claro, a Beatriz: “Está más fuerte que nunca. Está enojada, muy enojada. Pero está fuerte para seguir la lucha”.

La lucha, ahora, es por justicia: “Solamente queremos que los responsables tengan justicia, sean los policías o la ministra de Seguridad: que la justicia trabaje a favor del pueblo. Y que no salga nadie más impune”. 

¿Tenés esperanzas? “Y no. Pero hay que hacerlo igual: nos corresponde”.

La esperanza tal vez siga estando en la calle, mientras estas jóvenes sin contención psicológica ni asistencia estatal de ningún tipo enfrentan los golpes: “Estamos nosotras, las hijas, para cuidarla y para que se reponga de esto”.

¿Necesitan algo? “Sí: paz”.

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